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lunes, 25 de octubre de 2010

VIAJE AL OESTE - Mono Peregrino parte II continuación (3)

AUM   JÑÀPIKA   SATYA   GU-RÚ

La tortuga nadó hasta la orilla y se arrastró después por la tierra firme. Poco a poco los curiosos se fueron acercando a ella y comprobaron, asombrados, que su enorme concha medía alrededor de quince metros.
                - Subid sin ningún temor, maestro - dijo el Peregrino al monje Tang.
                - Me temo que el caparazón de esta tortuga no sea lo suficiente - seguro - comentó Tripitaka -. Ya visteis lo que ocurrió con el hielo. A pesar de su grosor, terminó trayéndome la ruina.
                - No os preocupéis por eso - dijo la tortuga -. Aunque no lo parezca, soy mucho más segura que el hielo. Soy consciente de que el más mínimo error es capaz de traerme la ruina.
                - Si me permitís mi opinión - se aventuró a decir el Peregrino -, creo que una criatura que ha obtenido el don de la palabra es absolutamente incapaz de mentir. ¡Traed rápidamente el caballo!
                Todos los habitantes del pueblo de los Chen los siguieron hasta la orilla. El Peregrino montó el caballo en la tortuga y pidió al monje que se colocara a su izquierda, mientras el Bonzo Sha lo hacía a la derecha. Él se puso delante, y Ba-Chie, detrás. Temiendo que, a pesar de todo, la tortuga pudiera jugarles una mala pasada, se quitó la piel de tigre y la usó a manera de riendas. Colocó a continuación un pie sobre su cabeza y, como si fuera un vulgar carretero, sostuvo en la mano, a manera de fusta, la temible barra de hierro.
                - Puedes empezar a moverte - dijo el Peregrino a la tortuga -, pero sin brusquedades. Recuerda que, si haces el menor movimiento en falso, te descargaré un golpe sobre la cabeza.
                - Estáte tranquilo - repuso la tortuga -. Todo irá bien.

Estiró las cuatro patas y se deslizó por las aguas con la misma suavidad que si se encontrara en terreno firme. El gentío que se había arremolinado en la orilla comenzó a quemar incienso y a gritar, al tiempo que hacia profundas reverencias:
- ¡Namo Amitabha!
Era como si los arhats hubieran bajado a la tierra o se hubieran aparecido a los mortales todos los bodhisattvas. La gente continuó con los ritos hasta que los Peregrinos se hubieron perdido en la distancia.
El maestro y los discípulos lograron cruzar aquella enorme masa de agua en menos de un día. La tortuga blanca cumplió su promesa de transportarlos a lo largo de los ochocientos kilómetros que separaban las dos márgenes del Río - que - llega - hasta - el
                - cielo. Cuando llegaron a la orilla, ni una sola gota de agua había salpicado sus ropas. Tripitaka juntó las manos a la altura del pecho y dio las gracias a la tortuga, diciendo:
                - No hay nada que pueda entregarte por lo que acabas de hacer. Cuando regrese con las escrituras sagradas, te ofreceré un regalo en prueba de agradecimiento.
                - No es necesario que hagáis una cosa así - contestó la tortuga -. He oído, sin embargo, decir que el Patriarca Budista del Paraíso Occidental no sólo ha superado el ciclo de muerte y reencarnaciones al que todos estamos sujetos, sino que posee un conocimiento total del pasado y el futuro. A pesar de llevar dedicándome más de mil trescientos años a la práctica de la virtud, lo cual me ha permitido alcanzar una edad longeva en extremo y el don del lenguaje humano, no he conseguido todavía desprenderme de la atadura de mi concha. Os agradecería, por tanto, que, cuando os encontréis con el Patriarca Budista, le pidierais que me librara de ella y me concediera un cuerpo humano.
                - Prometo que así lo haré - contestó Tripitaka 2.

La tortuga se dio media vuelta y se sumergió rápidamente en las aguas del río. El Peregrino ayudó al monje Tang a montar en el caballo, mientras Ba-Chie cargaba con el equipaje y el Bonzo Sha se encargaba de cerrar la marcha. No les costó mucho encontrar el camino que conducía hacia el Oeste, enfilándolo con renacidas esperanzas y firme ilusión. Sobre todo ello disponemos de un poema, que dice - 
El monje santo partió en busca de Buda por orden imperial, no dudando en recorrer enormes distancias ni en someterse a dificilísimas pruebas. Contra su determinación nada podían las asechanzas de la muerte, llegando a cruzar el Río Celeste a lomos de una tortuga.
No sabemos de momento cuánto camino les quedaba aún por recorrer ni el tipo de asechanzas que les aguardaban a lo largo del camino. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar, pues, las explicaciones que se ofrecen en el siguiente capítulo.
CAPITULO L
LOS SENTIMIENTOS SE TORNAN CADA VEZ MAS CONFUSOS Y LA NATURALEZA CEDE A LOS DESEOS. EL ESPÍRITU CAE EN UN MAR DE CONFUSIONES Y LA MENTE SE VE OBLIGADA A ENFRENTARSE A LOS DEMONIOS
Es conveniente barrer con frecuencia los suelos de la mente y hacer desaparecer de ella el polvo de los sentimientos. Hay que evitar, ante todo, que desaparezca de nosotros la imagen de Buda. Sólo a quien es puro le es dado hablar de las fuentes primeras. Para poder respirar con libertad en Chao - Chr, es necesario apagar la vela de la naturaleza y mantener a raya la fogosidad del caballo y el mono. Únicamente quien se dedica a ello día y noche puede alcanzar la perfección.
Estos versos forman parte de un poema «tsu» titulado Nan - Kou - Tse, que describe cómo escapó el monje Tang de la trampa de hielo del Río - que - llega - hasta - el - cielo y cómo logró atravesarlo a lomos de una tortuga blanca. Una vez conseguido su propósito, los cuatro monjes salieron, como ya queda dicho, al camino principal y prosiguieron su marcha hacia el Oeste. Era bien entrado el invierno y vieron, veladas por la neblina, las siluetas de los bosques y las moles de las cordilleras, que se asomaban a una red de arroyos y torrentes. No tardaron, de esa forma, en toparse con una montaña enorme, que les cerraba el paso. El camino se había tornado para entonces extremadamente estrecho. Era claro, por lo abrupto de los riscos que se veían un poco más adelante, que ningún caballo podría trasponer jamás aquella empinada montaña. Tripitaka tiró al punto de las riendas y llamó a sus discípulos.
                - ¿Qué queréis decirnos, maestro? - preguntó el Peregrino, seguido a la carrera por Ba-Chie y el Bonzo Sha.
                - ¿Habéis visto la altura de esa montaña que se alza ante nosotros? - volvió a preguntar el monje Tang -. Debe de estar infectada de tigres, lobos y toda clase de bestias dispuestas a caer sobre nosotros. Os aconsejo, por tanto, que extreméis cuanto podáis la precaución.
                - No os preocupéis, maestro - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Estamos unidos, como si fuéramos un solo hombre, para luchar por lo justo y lo auténtico. Os prometemos hacer cuanto esté de nuestra parte para destruir a todos los monstruos con los que no topemos. De los tigres y lobos no hay por qué tener miedo.
                Tripitaka se sintió más tranquilo, al oír eso, y espoleó el caballo para que iniciara la ascensión. No tardaron en comprobar que el maestro no se había equivocado. La marcha se hizo en extremo penosa. La altura de la montaña era tal que alcanzaba el mismísimo cielo, bloqueando, como una torre inmensa, el libre deambular de las nubes. Los riscos eran, igualmente, imponentes, pareciéndose a veces a feroces tigres sentados. De vez en cuando se veían pinos centenarios que recordaban dragones volando. Escondido entre las peñas, un pájaro cantaba una bellísima canción. Los ciruelos que crecían entre la rocalla dejaban escapar aromas cargados de dulzor. El tronar de los torrentes se oía lejano, como un eco del asalto que las nubes efectuaban contra la cumbre. En ella reinaba la nieve, señora tiránica que lanzaba órdenes de viento gélido, que hacían rugir de hambre a los tigres. En las zonas cubiertas por la nieve y el hielo las urracas eran incapaces de encontrar sus nidos y los ciervos no hallaban un lugar para descansar. Los viajeros que por allí pasaban apenas sí podían dar un paso, agachando la cabeza para protegerse mejor del frío. Sin hacer caso de tantas adversidades, los cuatro monjes se lanzaron a la conquista del pico, temblando de pies a cabeza. Una vez traspuesto, vieron a lo lejos una especie de torre y unas cuantas casas de aspecto muy peculiar. El monje Tang detuvo la cabalgadura y dijo a sus discípulos:
                - Siento tanta hambre y tanto frío que no podéis figuraros la alegría que me produce ver esas construcciones ahí delante. Por fuerza tiene que tratarse de un pueblo, de un templo

o de un monasterio. Acerquémonos a mendigar algo de comer. Proseguiremos el viaje, en cuanto nos hayamos llevado algo a la boca.
El Peregrino abrió cuanto pudo los ojos y comprobó que tan peculiar lugar estaba cubierto por un aire de origen diabólico y una neblina que sólo presagiaba desdichas.
                - Ése no es un buen lugar, maestro - afirmó, volviéndose hacia monje Tang.
                - ¿Por qué no? - preguntó Tripitaka -. ¿Acaso no hay gente viviendo ahí?
                - ¿Cómo podría explicároslo? - contestó el Peregrino, sonriendo. A lo largo del camino que conduce hacia el Oeste hay infinidad de diablos y monstruos con poderes
                suficientes como para levantar de las casas y pueblos: meras trampas para atraer a los viajeros incautos. Supongo que habréis oído decir que «un dragón es capaz de engendrar nueve clases distintas de hijos». Una de ellas es una almeja gigante 1, cuya respiración brilla como los rayos y a veces toma la forma de casas y edificios. Si pasan por allí volando algunos pájaros o cuervos y deciden detenerse en esos falsos pueblos a recobrar las fuerzas, la almeja se los traga en seguida. Se trata, en realidad, de una trampa ingeniosa en extremo. Si os he aconsejado no acercaros a ese pueblo ha sido porque se encuentra sumido en una atmósfera cargada de malos presagios.
                - Está bien - concluyó Tripitaka -. No entraremos ahí. Sin embargo, insisto en que tengo un hambre terrible.
                - En ese caso - respondió el Peregrino -, bajad del caballo y sentaos en el suelo, mientras voy en busca de algo que os podáis llevar a la boca.
                - Tripitaka dio el visto bueno a la idea y desmontó de la cabalgadura. Mientras Ba-Chie se hacía cargo del caballo, el Bonzo Sha puso en el suelo el equipaje, sacó la escudilla de las limosnas y se la entregó al Peregrino:

 - Por lo que más queráis, no deis un solo paso más - aconsejó Wu-Kung al Bonzo Sha ­. Cuidad bien del maestro y esperad a que yo vuelva para  proseguir el camino. El Bonzo Sha se comprometió a cumplir al pie de la letra el encargo, pero el Peregrino no se sintió tranquilo e insistió, diciendo a Tripitaka:
                - Ese lugar de ahí enfrente presagia más malo que bueno. Os pido que no os mováis de aquí, mientras voy a mendigar algo de comida, ¿de acuerdo?
                - No es necesario que lo repitas tantas veces - le regañó Tripitaka -. Procura no tardar mucho.
                El Peregrino se despidió de sus tres compañeros, pero, antes de iniciar el vuelo, volvió, una vez más, sobre sus pasos y dijo al maestro:
                - Soy consciente de que os cuesta muchísimo quedaros sentado sin moveros de acá para allá. Si me lo permitís, voy a ofreceros cierta protección.
                 Se sacó de la oreja la barra de los extremos de oro y trazó en el suelo un gran círculo. A continuación pidió al monje Tang que se sentara en el centro, mientras Ba-Chie y el Bonzo Sha permanecían de pie a su lado. También el caballo y el equipaje fueron colocados en el interior del círculo, a dos pasos de ellos. El Peregrino juntó las manos a la altura del pecho e, inclinándose ante el monje Tang, dijo:
                - Este círculo que acabo de dibujar es tan fuerte como un muro de acero. Los habitantes de ese villorrio, sean tigres, lobos, espíritus o demonios, no se atreverán a acercarse a vos. Pero, para que su poder sea realmente efectivo, debéis permanecer todo el rato en su interior Si os quedáis ahí sentado, no os sobrevendrá mal alguno. Pero, si no prestáis atención a mis palabras y abandonáis su protección, con toda probabilidad correréis un grave e irremediable peligro. ¡Por lo que más queráis, hacedme caso!

Tripitaka y los otros dos discípulos prometieron seguir sus consejos al pie de la letra y se sentaron, solemnes, dentro del círculo. Más tranquilo, el Peregrino montó entonces en una nube y se dirigió hacia el sur en busca de un lugar en el que mendigar algo de comida. No tardó en descubrir un pueblo cerca de unos altísimos y centenarios árboles. Descendió de la nube y, aguzando la vista, vio que la nieve había agostado los sauces y el hielo había petrificado los estanques. Los escasos bambúes que habían logrado hacer frente al frío se mecían suavemente en el viento, mientras las densas copas de los pinos conservaban su primitivo verdor. A su sombra se levantaban unas cuantas chozas con el tejado hecho de ramas y totalmente cubierto de escarcha. Cerca de ellas se veía un puente medio derruido y de aspecto abandonado. Las vallas que separaban las casas estaban llenas de narcisos a medio florecer. De todos los aleros colgaban graciosos chupiteles de hielo. El frío viento penetraba hasta los huesos, pero estaba cargado, al mismo tiempo, de un aroma muy extraño. A pesar de la densa nevada que cubría aquel lugar, los ciruelos estaban totalmente cubiertos de flores. La belleza de aquel paisaje atrajo la atención del Peregrino. Cuando más concentrado estaba en su contemplación, se abrió, crujiendo, una de las puertas de madera y apareció un anciano. Llevaba un gorro de lana, una túnica raída y un par de sandalias de hierba. Caminaba apoyado en un bastón y, levantando la vista hacia el cielo, exclamó:
                - ¡Vaya, se está levantando el viento del noroeste! Eso quiere decir que mañana hará bueno.
                No había acabado de decirlo, cuando detrás de él surgió un perro pequinés, que corrió hacia donde estaba el Peregrino, ladrando furioso. El anciano se dio la vuelta y se topó con el Peregrino, que estaba justamente a sus espaldas con el cuenco de las limosnas en la mano. Wu-Kung se inclinó y dijo, respetuoso:
                - Este humilde monje, señor, ha sido enviado por el Gran Emperador de los Tang, de las Tierras del Este, al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Al pasar por esta región, mi maestro sintió hambre y eso me ha movido a acercarme hasta vuestra respetable morada, para mendigar un poco de comida vegetariana.

El anciano sacudió la cabeza y, tras golpear varias veces el suelo con un bastón, contestó:
- Me parece que os habéis equivocado de camino.
-No lo creo yo así - repuso el Peregrino.
                - El camino que conduce al Paraíso Occidental pasa a más de tres mil kilómetros al norte de aquí - explicó el viejo -. Opino que, antes de mendigar nada, deberíais tratar de encontrar ese camino.
                - Tenéis razón - contestó el Peregrino, sonriendo -. Pasa al norte de aquí. Pero no os preocupéis. Mi maestro está sentado a su vera, esperando impaciente a que aparezca yo con la comida.
                - ¡No sabéis lo que decís! - le regañó el anciano -. Si es verdad que vuestro maestro está esperándoos para comer, muy bien se puede morir de hambre, porque para recorrer una distancia de mil kilómetros se precisan seis o siete días de continuo caminar. Y eso siendo un viajero experimentado. La vuelta os llevará otro tanto por lo menos. ¿Pensáis sinceramente que vuestro maestro puede aguantar quince días sin probar bocado?
                - A decir verdad - explicó el Peregrino, soltando la carcajada -, no hace ni media hora que me he despedido de mi maestro. De hecho, llegar hasta aquí me ha llevado el tiempo justo para tomar una taza de té. En cuanto consiga la comida, regresaré a su lado a la misma velocidad y podrá comer tranquilamente lo que le dé.
                 Al oír eso, el anciano se asustó mucho y se dijo, temblando:
                - ¡Por fuerza, este monstruo tiene que ser un fantasma! - y, dándose la vuelta, corrió hacia la casa. Pero el Peregrino logró agarrarle y le preguntó:
                - ¿Se puede saber adónde vais? Si tenéis algo de comer, os suplico que me lo deis cuanto antes en limosna.
                - No, no - replicó el anciano, sacudiendo la cabeza -. No puedo daros nada. Id a mendigar a otra familia.
                - No sois muy considerado que digamos - repuso el Peregrino -. Vos mismo acabáis de decir que de aquí al camino que conduce hacia el Oeste hay más de mil kilómetros. Si me obligáis a acudir a otra puerta, me veré obligado a recorrer otros mil kilómetros y entonces es muy posible que mi maestro se muera de verdad de hambre.
                - Mi familia - explicó el anciano - está compuesta por seis o siete miembros y acabamos de poner a cocer alrededor de tres kilos d arroz. No debe de estar todavía cocido, pero, aun así, os suplico que vayáis a otra parte a mendigar algo de comer.
                - Los antiguos solían decir - afirmó el Peregrino - que «no es lo mismo sentarse en una

casa que ir a visitar tres». Así que me quedaré aquí descansando hasta que el arroz esté listo.
Al ver lo persistente que era el Peregrino, el anciano se puso furioso. Cogió el bastón y empezó a golpear con él al Peregrino. Sin alterarse lo más mínimo, éste dejó que el anciano le golpeara en la cabeza siete u ocho veces seguidas. Mirándolo bien, para él eso era como si alguien le estuviera rascando la calva.
                - ¡Qué dura tiene la cabeza este monje! - exclamó el anciano, sorprendido -. En verdad, es a prueba de golpes.
                - Podéis pegarme cuanto queráis - dijo el Peregrino, sonriendo -. Pero haríais bien en recordar el número de golpes, porque cada uno os va a costar una medida de arroz. Así que tomaos vuestro tiempo y contad bien.

 En anciano dejó caer el bastón y se metió en casa corriendo y gritando como un loco:
- ¡Un fantasma, un fantasma!
Los que vivían en aquella casa se pusieron a temblar de miedo y cerraron a toda prisa las puertas y ventanas. Al ver la rapidez con que habían obrado, el Peregrino se dijo:
- Ese vejestorio confesó que acababan de lavar el arroz y que lo habían puesto a cocer en una cazuela. Me pregunto si será verdad. Como bien afirma el proverbio, «los taoístas mendigan a los ricos y los budistas, a los tontos». Creo que voy a entrar a echar un vistazo.
Hizo un gesto mágico con los dedos y al instante se tornó invisible. No le costó, de esa forma, llegarse hasta la cocina. Había, en efecto, un caldero al fuego lleno de arroz hasta la mitad. Metió en él el cuenco de las limosnas y lo sacó repleto de comida. Cumplido el propósito que hasta allí le había llevado, volvió a montarse en una nube y regresó al lado de su maestro.
Mientras ocurría lo que acabamos de relatar, el monje Tang se mostraba cada vez más impaciente por la tardanza del Peregrino. Al ver que no aparecía, preguntó con cierto desprecio:
                - ¿Dónde habrá ido a mendigar arroz ese mono?
                - ¿Quién puede saberlo? - exclamó Ba-Chie en el mismo tono -. Seguro que se lo está pasando en grande en el lugar al que ha ido a mendigar la comida, mientras que nosotros tenemos que estar aquí encerrados, como si fuéramos vulgares prisioneros.
                - ¿Qué quieres decir? - le increpó Tripitaka.
                - ¿Acaso no sabéis que los antiguos trazaban un círculo en la tierra para trazar los límites de la cárcel? Eso mismo ha hecho él con la barra de hierro y ha tenido, además, la osadía de decir que era más fuerte que un muro de acero. Pero yo os pregunto: ¿de qué forma nos va a proteger este círculo, cuando se presenten por aquí los tigres y las bestias que habitan en esta montaña? Les serviremos de comida y asunto concluido.
                - ¿Qué sugieres que hagamos, Wu - Neng? - preguntó, una vez más, Tripitaka.
                - Como podéis apreciar - contestó Ba-Chie -, este lugar es incapaz de protegernos contra el viento o el frío. Si os parece bien, podríamos reanudar nuestro viaje y seguir adelante por el camino del Oeste. Caso de que Wu-Kung logre encontrar algo de comida, regresará a toda prisa a lomos de una nube, alcanzándonos en un abrir y cerrar de ojos. Entonces nos detendremos y comeremos lo que le hayan dado. Si seguimos aquí sentados, se nos congelarán los pies.

La mala fortuna de Tripitaka quiso que prestara atención a aquellas palabras. Se puso de parte del Idiota y abandonaron el círculo casi al mismo tiempo. Ba-Chie tomó de las riendas al caballo, mientras el Bonzo Sha se hacía cargo del equipaje. El maestro ni siquiera se preocupó de montar en su cabalgadura. Siguiendo el camino, llegaron a la a la torre y comprobaron que estaba orientada hacia el sur. Frente a la puerta había un muro de ladrillos pintados, que enlazaba con otra entrada más pequeña adornada con esculturas de periquitos boca abajo pintados en cinco colores. La puerta estaba medio abierta. Ba-Chie ató el caballo a un cilindro de piedra y el Bonzo Sha dejó caer el equipaje en el suelo. Tripitaka, como era muy sensible al viento frío, se sentó en el umbral.
                - Ésta tiene que ser, por fuerza, la mansión de algún general o de algún noble - comentó Ba-Chie, dirigiéndose al maestro -. Si no vemos a nadie por aquí, es porque todos deben de estar calentándose dentro. Quedaos aquí, mientras yo voy a echar un vistazo.
                - Ten cuidado y pórtate con cortesía - le aconsejó el monje Tang.
                - Podéis estar tranquilo - contestó Ba-Chie -. Después de mi conversión y de haber abrazado el Zen me he vuelto bastante educado. No soy como esos estúpidos que viven en los pueblos.
                Dicho eso, el Idiota se ató el tridente a la cintura, se estiró la túnica de seda azul lo mejor que pudo y entró en la torre con andares distinguidos en extremo. Ante él se abrían tres salones amplísimos con las cortinas levantadas. Todo estaba sumido en un silencio total y no se veía ningún rastro de presencia humana. Los muebles y los enseres propios de una casa se habían desvanecido como por encanto. Una vez traspuestos los biombos, se adentró por un largo pasillo, que conducía a una construcción de dos pisos. Las ventanas del de arriba estaban medio abiertas y permitían entrever unas cortinas de seda amarilla.
                - La gente que aquí mora - se dijo el Idiota - debe de tener tal miedo al frío que se pasa la mayor parte del día durmiendo.
                Sin pensar para nada en los buenos modales, el Idiota subió en dos zancadas al piso de arriba. Descorrió las cortinas, para ver mejor, y casi no se cae al suelo del susto. Encima de una cama de marfil descansaba un esqueleto de un blanco pálido. La calavera era tan grande como una jarra y los huesos de las piernas, rectos como pértigas, medían más de metro y medio de largo. En cuanto se hubo calmado, el Idiota no pudo evitar que las lágrimas le corrieran libremente por las mejillas. Si dejar de suspirar ni de sacudir la cabeza, dijo al esqueleto:
                - Me pregunto si eres lo que queda de un mariscal de una nación antaño poderosa o un general de un reino ya olvidado. Fuiste un héroe al que sólo guiaban las ansias de victoria y ahora te has convertido en un simple montón de huesos. Tus mujeres y tus hijos se han alejado de ti. Nadie ha quedado para servirte. Tus antiguos soldados ya no queman incienso en tu honor. ¡Qué pena da verte abandonado hasta por tu propia carne! ¡A esto han conducido tus ansias de poder!
                Mientras Ba-Chie se lamentaba de esta forma, creyó ver detrás de las cortinas el tímido palpitar de una luz y pensó:
                - Creo que me he equivocado. A pesar de las apariencias, alguien ha debido de quedarse para quemar incienso de vez en cuando.
                Se dirigió a toda prisa hacia las cortinas y descubrió que los rayos de luz provenían, en realidad, de detrás de unos biombos que había en una habitación adyacente. Tras los biombos se escondía una mesa lacada, sobre la que descansaban varios ornamentos de seda profusamente bordados. El Idiota los cogió uno a uno y vio que en total habían tres. Sin encomendarse a nadie, los cogió y los bajó al piso de abajo. Recorrió con rápidos pasos los salones y volvió a salir al aire libre, donde informó a su maestro:
                - Ahí dentro no hay ni rastro de alguien vivo. Por lo que he podido averiguar, se trata, en realidad, de la mansión de un muerto. He llegado hasta lo alto de la torre y sólo he visto un esqueleto y unas cuantas cortinas amarillas. En una habitación contigua he hallado estos tres ornamentos de seda y los he cogido para que los veáis. Estoy convencido de que van a traernos suerte. Por lo menos, ya que está refrescando, nos servirán para abrigarnos. Quitaos, maestro, ese abrigo raído que tenéis y poneos uno de
                estos ornamentos, así no pasaréis tanto frío.
                - No, no - exclamó Tripitaka, rechazándolos -. El Libro de la Ley dice claramente que «coger cosas que no nos pertenecen, bien sea a escondidas o a las claras, es propio de ladrones». Si alguien descubriera lo que acabas de hacer, podríamos muy bien ser denunciados a las autoridades como bandidos. Así que coge esos ornamentos y vuelve a colocarlos donde los encontraste. Nos quedaremos aquí sentados, resguardándonos del frío. Cuando vuelva Wu-Kung reanudaremos la marcha. Los que hemos renunciado a la familia no deberíamos dar tanta importancia a las cosas que no la tienen.
                - Os prometo que por aquí cerca no hay ni una sola persona - insistió Ba-Chie -. Hasta los perros y las gallinas desconocen que estamos aquí. ¿Quién va a atreverse a acusarnos de nada, si sólo nosotros estamos al tanto de lo que acabamos de hacer? No hay ningún testigo. Es como si hubiéramos encontrado estos ornamentos a lo largo del camino. ¿A qué viene eso de «coger cosas a escondidas o a las claras»?
                - ¡Qué estúpida es tu manera de razonar! - sentenció Tripitaka -. Aunque los hombres no estén al tanto de tus actos, ¿crees que van a pasar desapercibidos para el cielo? Yüan
                - Di dejó escrito: «Aunque alguien actúe en contra de su conciencia en un lugar secreto, Dios se entera de todo, porque sus ojos son tan luminosos como el rayo». ¡Devuelve inmediatamente esos ornamentos! No está bien ansiar lo que no nos pertenece.
                El Idiota no quiso dejarse convencer. Soltó la carcajada y el monje Tang con cierto desprecio:
                - Desde que he tomado la condición humana, me he puesto muchos vestidos, pero ninguno de tanto valor como éstos. Si vos no queréis probároslos, dejádmelo hacer, por lo menos, a mí. Voy a probarme éste a ver si me calienta un poco la espalda. Cuando llegue Wu-Kung, me lo quitaré y lo devolveré a su sitio, antes de reanudar la marcha.
                - Vistas así las cosas - concluyó el Bonzo Sha -, creo que también yo voy a probarme uno.

Los dos se quitaron las túnicas y se pusieron los ornamentos. Cuando trataron de abrochárselos, perdieron el equilibrio y cayeron al suelo como muñecos. Los ornamentos se habían convertido, de pronto, en una especie de camisas de fuerza. Los dos monjes sintieron, de hecho, cómo una fuerza irresistible les retorcía hacia atrás los brazos, atándoselos fuertemente a la espalda. Tripitaka los regañó con dureza, pero, comprendiendo que estaban en peligro, se acercó a ayudarlos. De nada sirvieron sus esfuerzos. No había manera de arrancarles aquellos ornamentos. El alboroto que produjeron era tan intenso que terminaron alertando a un monstruo.
La torre era, en realidad, un invento suyo para atraer y atrapar gente. Al oír desde la caverna las voces de angustia que proferían los monjes, salió a ver lo que pasaba y comprobó, satisfecho, que había atrapado a dos nuevas víctimas. Llamó a continuación a los diablillos que le asistían y éstos cargaron con la torre y las demás construcciones, como si fueran un simple decorado. También el monje Tang, el caballo y el equipaje fueron atrapados y conducidos al interior de la caverna, en compañía de Ba-Chie y el Bonzo Sha. El monstruo había tomado asiento en un lugar destacado, hacia el que fue conducido monje Tang.
                - ¿De qué lugar eres para atreverte a robar, sin más, mis ornamentos? - le preguntó el monstruo, una vez que se hubo encontrado de hinojos ante él.
                - Este humilde monje - confesó el monje Tang, sollozando - es un enviado del Gran Emperador de los Tang, de las Tierras del Este, para hacerse con las escrituras del Paraíso Occidental. Al pasar por aquí empecé a sentir hambre y ordené al más antiguo de mis discípulos que fuera en busca de un poco de comida. Antes de partir, nos sugirió que nos quedáramos sentados en la montaña, y he de confesar que, si le hubiéramos hecho caso, jamás habríamos puesto el pie en vuestra corte de inmortales, tratando de
                encontrar abrigo contra el viento. Estos dos discípulos míos cedieron a la avaricia y trataron de quedarse con vuestras prendas. De nada sirvieron mis consejos instándoles a volver a ponerlas en el lugar del que las habían tomado. Querían calentarse un poco el cuerpo y su desobediencia les hizo caer en las garras del Gran Rey. Os suplico que tengáis compasión de nosotros y nos permitáis proseguir nuestro camino, de forma que podamos obtener las escrituras. Si accedéis a mi ruego, os estaremos eternamente agradecidos y hablaremos a nuestro señor de vuestra amabilidad, en cuanto hayamos regresado a las Tierras del Este.
                - He oído decir - comentó el monstruo, sonriendo con picardía - que, si alguien toma un pequeño trocito de carne del monje Tang, las canas se le tornarán negras y le saldrán todos los dientes que haya perdido. Me ha cabido hoy la enorme fortuna de recibiros en mi casa, sin haberos invitado de antemano. ¿Cómo queréis que os perdone la vida? Me gustaría, sin embargo, que me dijeras el nombre de tu discípulo más antiguo y el del lugar al que ha ido a mendigar algo de comida.
                - Nuestro hermano mayor - respondió Ba-Chie, en tono altanero - no es otro que Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que sumió las alturas, hace aproximadamente quinientos años, en una terrible confusión.  Aunque el monstruo no replicó ni una sola palabra, se sintió sacudido por el miedo y se dijo:
                - He oído decir durante muchísimo tiempo que ese tipo posee unos poderes mágicos realmente extraordinarios. Lo que menos me esperaba es que fuera a enfrentarme a él en una situación como ésta. Levantó la voz y ordenó a sus subalternos:
                - Atadlos con cuerdas nuevas y llevadlos a la parte de atrás. En cuanto nos hayamos apoderado de ese otro discípulo que dicen, los coceremos a todos y nos los comeremos.

Los diablillos obedecieron al instante, atándolos concienzudamente, antes de llevarlos a la parte posterior de la caverna. El caballo, por su parte, fue encerrado en los establos, y el equipaje, metido en una especie de almacén. Después todos los moradores de la caverna afilaron sus armas y se dispusieron a esperar la aparición del Peregrino.
Cuando, por fin, regresó Wu-Kung al punto de la montaña en que había dejado al monje Tang y a los demás, se encontró con que no había nadie; todos se habían ido. El círculo que había trazado con la barra de hierro continuaba siendo visible, pero dentro de él no se encontraba ni el caballo. Preocupado, volvió la vista hacia la torre y las otras construcciones y comprobó que también ellas habían desaparecido. En el lugar que antes ocupaban sólo había unas rocas de formas muy raras.
- ¡Eso es! - exclamó el Peregrino, descorazonado -. Por fuerza han tenido que caer en el peligro que les auguré.
Siguiendo las huellas del caballo, recorrió cinco o seis kilómetros del camino que conducía hacia el Oeste, sin encontrar ninguna señal más de sus hermanos. Cuando más desanimado parecía estar, oyó de pronto hablar a alguien hacia la parte norte de la pendiente. Se acercó para echar un vistazo y vio que se trataba de un anciano vestido con una túnica de lana y un gorro, al parecer, muy caliente. Calzaba unas botas casi nuevas de cuero y se apoyaba en un bastón con una empuñadura que semejaba la cabeza de un dragón. Le seguía un criado muy joven. El anciano portaba también una ramita de ciruelo cubierta de capullos y, mientras caminaba, musitaba una especie de canción. El Peregrino dejó en el suelo el cuenco de las limosnas e, inclinándose ante el viejo, dijo, respetuoso:
                - Este humilde clérigo tiene el placer de saludaros.
                - ¿De dónde venís? - preguntó el anciano, devolviéndole el saludo.
                - De la Tierra del Este - contestó el Peregrino - y nos dirigimos al Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. Somos en total cuatro los monjes que hemos
                emprendido tan alta empresa. Puesto que mi maestro llevaba varios días sin comer, partí en busca de un poco de comida vegetariana. Le aconsejé que se sentara en un recodo de la montaña y me esperara allí sin moverse, pero, cuando regresé, tanto él como mis otros dos hermanos habían desaparecido. No sé, pues, qué camino han podido tomar. ¿Puedo preguntaros si los habéis visto?
                 - ¿Tenía uno de ellos un hocico muy largo y unas orejas grandes? - inquirió, a su vez, el anciano.
                - Sí, sí - contestó el Peregrino a toda prisa.
                - ¿Poseía otro un aspecto sombrío e iba tirando de un caballo, a cuyos lomos viajaba un monje de rostro pálido y aspecto fornido? - volvió a preguntar el anciano.
                - Sí, sí - repitió el Peregrino.
                - Os habéis equivocado de camino - sentenció entonces el anciano -. Te aconsejo que no pierdas el tiempo buscándolos y huyas en seguida, si quieres salvar la vida.
                - El del rostro pálido es mi maestro - explicó el Peregrino -, y los otros dos, mis hermanos. A todos nos une nuestro afán por llegar al Oeste y conseguir las escrituras. ¿Cómo voy a renunciar a encontrarlos?
                - Hace algunos años - relató el anciano - pasé por esta región y sé el camino que han tomado los ha llevado directamente a las fauces de un monstruo terrible.
                - Decidme de qué monstruo se trata y dónde vive, para que pueda ir a buscarlos allí - suplicó el Peregrino.
                - Ésta - contestó el anciano - es la Montaña del Yelmo de Oro y en ella se halla enclavada la caverna del mismo nombre, propiedad del Gran Rey Búfalo Unicornio. Posee infinidad de poderes mágicos y es un maestro consumado de las artes marciales. Es muy posible que tus compañeros hayan perdido ya la vida, por lo que opino que debes renunciar a encontrarlos, si quieres escapar a la muerte. ¡No vayas, por favor! No es que quiera decidir por ti, entiéndeme. Lo único que ocurre es que no me gustaría verte muerto. Ahora bien, la última palabra la tienes tú.
                - Os agradezco vuestro interés - replicó el Peregrino, inclinándose una vez tras otra -, pero no puedo renunciar a esa búsqueda.
                Se dispuso entonces a repartir con el anciano el arroz que acababa de tomar del pueblo del sur, pero éste echó a un lado el cuenco de las limosnas con su bastón. Después tanto él como el criado se echaron rostro en tierra y, tras revelar su auténtica identidad, comenzaron a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decían:
                - No nos atrevemos a ocultaros nada, Gran Sabio. En realidad no somos más que el dios de la montaña y el espíritu local de esta región, que hemos corrido a daros la bienvenida, en cuanto nos hemos enterado de vuestra llegada. Permitid que cuidemos de vuestro cuenco de arroz, mientras desplegáis vuestro extraordinario poder. Se lo ofreceremos al monje Tang, cuando lo hayáis liberado, y así comprenderá el cariño y el respeto que le profesáis.
                - ¡Debería moleros a palos, espíritus ignorantes! - bramó enfurecido, el Peregrino -. ¿Por qué no acudisteis antes a darme la bienvenida, si sabíais que llevaba aquí yo qué sé la de tiempo? ¿Queréis explicarme, además, por qué habéis echado mano de unos disfraces tan vulgares?
                - Sabiendo que poseéis un carácter muy fuerte - confesó el espíritu local -, no nos hemos atrevido a enfrentarnos con vos directamente, prefiriendo informaros tras este disfraz protector, que, como muy bien habéis afirmado, carece enteramente de gusto.
                - Está bien - concluyó el Peregrino, dominando su ira -. Por esta vez no os apalearé. Pero debéis cuidar bien de ese cuenco de limosna y tenéis que prestarme vuestra colaboración a la hora de atrapar a ese monstruo.

El espíritu local y el dios de la montaña no tuvieron nada que objetar. El Gran Sabio se levantó la túnica de piel de tigre, ajustándosela a la cintura con la faja. Levantó después en alto la barra de los extremos de oro y corrió hacia el interior de la montaña en busca de la caverna del monstruo. Al pasar por un despeñadero, se percató de que las rocas tenían formas más extrañas que en otras partes y de que, justamente debajo de un antepecho verdoso, había dos puertas de piedra. Delante de ellas se encontraba apostada una gran cantidad de diablillos con lanzas y espadas. En aquel paraje la neblina poseía un aura amenazadora, el musgo tenía un tinte demasiado azulenco, las rocas resultaban demasiado abruptas y escarpadas, y los senderos que lo cruzaban se retorcían como si fueran colas de algún reptil. Pese a todo los simios no dejaban de gritar, los pájaros cantaban sin interrupción y los fénix bailaban en parejas, como si se encontraran en Peng - Ymg 2. Un grupo de ciruelos, orientados hacia el este, habían comenzado a florecer, mientras los bambúes, calentados por la acción directa del sol, desplegaban todo el magnífico verdor de sus hojas. La nieve se apilaba en el fondo de los desfiladeros, como si fuera polvo, helando el agua de los arroyos. A lo lejos se veían dos bosquecillos de pinos y cedros de más de mil años, apreciándose en la cercanía la presencia de varios ramilletes de té rojizo. Sin prestar mayor atención a la belleza del paisaje, el Gran Sabio se llegó hasta las puertas de la caverna y, levantando la voz, gritó, furioso:
                - ¡Diablillos! Entrad inmediatamente en la caverna e informad a vuestro señor que acaba de llegar Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo y discípulo del monje santo procedente de la corte de los Tang. Decidle, además, que, si quiere que todos vosotros continuéis con vida, debe poner inmediatamente en libertad a mi maestro.
                 Los diablillos entraron en tropel en la caverna y dijeron a su señor:
                - Ahí afuera, Gran Rey, hay un monje con el rostro cubierto de pelos y la boca muy grande. Se hace llamar Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, y exige la inmediata puesta en libertad de su maestro.
                - ¡Ya está, por fin, aquí! - exclamó el monstruo visiblemente satisfecho. Tras abandonar mi antiguo palacio y descender a la tierra, nunca he tenido la menor oportunidad de practicar las artes marciales. He aquí que, por fin, puedo enfrentarme a alguien digno de mi pericia.
                Ordenó que le trajeran sus armas y al punto todos los diablillos se pusieron a gritar, enardecidos. Casi de inmediato sacaron una lanza de más de cuatro metros de largo y se la entregaron a su señor. El monstruo levantó la voz y gritó:
                - Todos debéis seguir mis órdenes. El que avance será recompensado y el que retroceda será, por el contrario, ajusticiado.

Todos los diablillos prometieron someterse de buen grado a sus órdenes. Satisfecho de su bravura, la bestia salió a la puerta de su mansión y preguntó en tono arrogante:
-¿Quién es ese tal Sun Wu-Kung?
El Peregrino estudió con atención al monstruo y vio que era feroz en extremo. Su fealdad no le iba a la zaga. Poseía un único cuerno muy mellado, un par de ojos brillantes en extremo, una piel rugosa y áspera que formaba un pliegue horroroso en la zona de la cabeza, y una masa de carne oscura brillante debajo de las orejas. Por si esto fuera poco, su lengua era tan larga que podía muy bien lamerse con ella las narices, en su enorme boca albergaba unos dientes excesivamente amarillentos, su piel estaba cubierta de una extraña tonalidad azul, y sus tendones poseían la dureza y resistencia del acero. Parecía un rinoceronte o un buey, aunque ni podía iluminar las aguas 3 ni arar los campos. A pesar de ser capaz de sacudir el Cielo y la Tierra con su fuerza, era totalmente inservible para la agricultura. En sus manos, azuladas y surcadas por una tupida red de tendones oscuros, sostenía con firmeza la lanza de acero. Con sólo verle y percatarse de su fiereza, se comprendía por qué era llamado el Gran Búfalo Unicornio.
                 - Aquí está tu antepasado Sun - dijo el Peregrino, acercándose a él -. Si dejas en libertad a mi maestro, no te ocurrirá nada; de lo contrario, caerás muerto antes de que puedas escoger el lugar de tu tumba.
                - ¡Cuidado que eres bocazas! - bramó, a su vez, la bestia. ¿Quieres explicarme qué clase de poderes tienes tú, para atreverte hablarme así?
                - ¡Bestia maldita! ¡Eres tú, al parecer, el único que desconoce lo poderes del Rey de los Monos! - replicó el Peregrino con arrogancia
                - Si tu maestro se encuentra en mí poder - explicó el monstruo -, es porque me robó unos cuantos ornamentos y tuvo la mala fortuna de ser apresado. Para tu información, te diré que pienso comérmelo cocido al vapor. ¿Qué clase de guerrero eres tú para venir a mi propia puerta a exigir la liberación de una persona como ésa?
                - Mi maestro es un monje justo y honesto - exclamó con convicción el Peregrino -. Es imposible que haya robado nada a nadie y menos aún a un monstruo como tú.
                - Con mi propio poder levanté una ciudad inmortal en un recodo de la montaña - explicó el monstruo - y tu maestro tuvo la osadía de entrar en ella a husmear, sin ser invitado. Se encaprichó de cuanto vio, pero al final se decidió por tres ornamentos de seda cubiertos totalmente de brocados. Si no quieres creerlo, pregunta a quien le vio hacerlo, porque los testigos son muchos. Si fueras una persona justa, te pondrías de mi lado y le reprenderías como se merece. Pero, puesto que estás empeñado en medir tus armas conmigo, te haré una proposición: si eres capaz de resistirme tres asaltos, perdonaré a tu maestro. De lo contrario, también tú conocerás la Región de las Sombras.
                - ¡Bestia maldita! - gritó el Peregrino -, ¡no es necesario que te muestres tan bravucón! Eres tú quien debes irte despidiendo de esta vida. Si quieres saber lo que es bueno, ven a probar el sabor de mi barra.

El monstruo no tenía ningún miedo al combate y, levantando la lanza, trató de asestarle al Peregrino un terrible golpe en el rostro. Dio, así, comienzo a un extraordinario combate. Cuando la barra de los extremos de oro se elevaba por los aires, su brillo recordaba el de las serpientes de luz de los rayos. Los movimientos de la lanza estriada, por otra parte, traían a la mente los de un dragón a punto de abandonar la negrura del océano. Los diablillos enardecían a los luchadores con el batir de sus tambores, desplegados en orden de batalla frente a las puertas de la caverna. El Gran Sabio sólo confiaba en su poder para hacer frente a tan aguerridos enemigos, avanzando y retrocediendo con inigualable pericia. Frente a él tenía una lanza siempre alerta y cargada de la fuerza de la espiritualidad, pero la barra de hierro no le iba a la zaga. Eran dos héroes los que se enfrentaban en un combate singular. El monstruo vomitaba una especie de vapor rojizo que ascendía en volutas con amenazas de tormenta. Los ojos del Gran Sabio, por su parte, lanzaban rayos que recordaban bordados imposibles realizados en las nubes. Tan terrible combate jamás se hubiera producido, si el gran monje Tang no hubiera sido sometido a una prueba, en verdad, insoportable.
 Más de treinta veces midieron los dos contendientes sus armas, sin que se alcanzara una decisión definitiva. Al comprobar el monstruo la perfección de Wu-Kung en el manejo de la barra - a lo largo de todo el combate no había cometido, de hecho, la menor equivocación -, exclamó, saltando de alegría:
                - ¡Qué mono más extraordinario! En verdad no le faltan cualidades para sumir los cielos en una confusión total.
                El Gran Sabio estaba, igualmente, sorprendido de la forma como blandía la lanza, esquivando todos los golpes con una pericia que no había visto en nadie más.
                - ¡Qué espíritu más fantástico! - exclamó también él -. Este monstruo tiene poderes hasta para robar el elixir - y continuaron luchando durante más de veinte asaltos seguidos.

El monstruo volvió entonces la punta de su lanza al suelo y ordenó a los diablillos que entraran en acción. Blandiendo cimitarras, espadas, porras y lanzas, se lanzaron al ataque, no tardando en rodear completamente al Gran Sabio. Sin alterarse lo más mínimo, el Peregrino no dejaba de gritar:
                - ¡Bienvenidos! Esto es precisamente lo que estaba deseando.
                - Con inimitable pericia detuvo cuantos golpes le llovían por delante, por detrás, por el este y por el oeste, pero los diablillos no cejaron en su empeño. Cansado de tanto guerrear, el Peregrino lanzó la barra al aire, al tiempo que gritaba:
                - ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en cientos y miles de otras barras idénticas, que se volvieron contra los diablillos como si de culebras voladoras se tratara.
                Al verlo, los monstruos se pusieron a temblar de espanto y, cubriéndose el cuello y la cabeza lo mejor que pudieron, huyeron al interior de la caverna. Sólo el Gran Rey permaneció firme en su puesto.
                - Se nota que eres demasiado atrevido - dijo la bestia, sonriendo despectiva -. Pero te aconsejo que prestes atención a este pequeño truco.

Sacó de la manga una especie de escama blanca y brillante, y lanzándola hacia lo alto, gritó:
- ¡Ataca!
Todas las barras de hierro se convirtieron en una sola, que, a su vez, fue absorbida por la corona. De esta forma, el Gran Sabio se quedó con las manos totalmente vacías, viéndose obligado a dar un salto desesperado para poder salvar la vida. El monstruo regresó, victorioso a su caverna, mientras que el Peregrino, avergonzado, no sabía qué camino tomar.
Es claro que el Tao puede alcanzar un metro de altura, pero los monstruos le aventajan por diez. Quien pierde el rumbo de su naturaleza se ve sumido en una confusión absoluta y es incapaz de llevar a término sus propósitos. ¡Apiadaos del dharma que no tiene donde asentarse! Todas sus decisiones están marcadas por el error.
No sabemos de momento en qué terminó todo este asunto. El que desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LI
EL MONO DE LA MENTE RECURRE SIN ÉXITO A MIL TRUCOS. EL FUEGO Y EL AGUA HAN PERDIDO SU PODER, POCO PUEDE HACERSE PARA DOMINAR A LOS DEMONIOS
Decíamos que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, se vio obligado a huir con las manos vacías y el sabor de la derrota en el corazón. En cuanto hubo regresado a la Montaña del Yelmo de oro, se dejó caer en el suelo y comenzó a llorar, desconsolado. ¡Oh, maestro!
                - exclamó, mientras las lágrimas fluían de sus ojos -. Desde siempre había abrigado la esperanza de encontrar con vos la vida y el camino que conduce a la Verdad. ¿No propugnan, acaso las enseñanzas de Buda la benevolencia y la paz? Ése ha sido mi único deseo a lo largo de mis días: poder vivir y trabajar a vuestro lado, descansar cuando vos lo hicierais, poner por obra vuestros actos de virtud y mostrar, así, que nuestros frutos proceden del mismo árbol del espíritu, pensar y meditar lo mismo que vos, haciendo que nuestras mentes parezcan, en realidad, una sola, hollar el sendero que marcaban vuestros pasos y seguirlo, sin desfallecer, hasta el final. Jamás imaginé que pudiera perder el báculo de mi determinación. ¿Cómo voy a poder seguir adelante sin él?
                El Gran Sabio se estuvo lamentando de esta forma durante muchas horas. Después se le abrieron, de pronto, los ojos y se dijo:
                - ¡Es extraño que ese monstruo me haya reconocido! Ahora recuerdo que, cuando estábamos luchando, exclamó, sorprendido de mi forma de guerrear: «¡Sólo quien ha sumido los Cielos en el desorden es capaz de manejar las armas con tanta maestría!». Eso demuestra que esa bestia no pertenece a este mundo mortal. Por fuerza tiene que tratarse de alguna estrella maligna de los Cielos, que ha descendido a la Tierra, atraída por el falso brillo de sus seducciones. Me pregunto a qué clase de demonios pertenecerá y cuál será su lugar de origen. Creo que lo mejor que puedo hacer es dirigirme a las Regiones Superiores y tratar de resolver ese misterio.

Fue así como, valiéndose de la mente para hacer frente a la mente, el Peregrino recobró la seguridad que había perdido. Tras ponerse de pie de un salto, montó en una nube y se dirigió directamente hacia la Puerta Sur de los Cielos. Levantó la cabeza y en seguida reconoció al Devaraja Virupaksa, que le preguntó, después de inclinarse respetuosamente:
-¿Puede saberse adonde va el Gran Sabio?
                - Deseo entrevistarme con el Emperador de Jade - contestó el Peregrino -. Por cierto, ¿qué estás haciendo tú aquí?
                 - Hoy me toca a mí patrullar la Puerta Sur de los Cielos - contestó Virupaksa.

 Apenas había acabado de decirlo, cuando aparecieron los grandes mariscales Ma, Chao, Wen y Kwang y saludaron respetuosamente al Peregrino, diciendo:
                - Sentimos mucho no haber estado aquí para daros la bienvenida, Gran Sabio. Si no os importa, sería para nosotros un gran honor compartir con vos una taza de té.
                - Lamento defraudaros - respondió el Peregrino -, pero la verdad es que tengo mucha prisa - y, tras despedirse de ellos y de Virupaksa, se metió corriendo por la Puerta Sur. En la entrada misma del Salón de la Niebla Divina se topó con Chang Tao - Ling, el inmortal Ke, Xü Ching - Yang, Chiou Hong - Chr, los Seis Oficiales del Mirlo Austral y los Siete Jefes del Mirlo Septentrional. Todos ellos corrieron al encuentro del Peregrino, preguntándole, tras inclinar respetuosamente la cabeza:
                - ¿Puede saberse qué asunto trae por aquí al Gran Sabio? ¿Habéis concluido vuestra misión de conducir sano y salvo al monje hasta las Tierras del Oeste?
                 - Aún no - respondió el Peregrino -. Es tan larga la distancia y tantos los demonios a los que hemos debido hacer frente, que sólo llevamos recorrida la mitad del viaje. Ahora mismo, sin ir más lejos, nos encontramos detenidos en la Caverna del Yelmo de Oro, que se halla enclavada en la montaña del mismo nombre y en donde habita un monstruo de aspecto vacuno que ha logrado capturar al maestro Tang. Me he enfrentado a él delante de su misma cueva, pero posee una fuerza mágica tan extraordinaria, que ha conseguido hacerse con mi barra de los extremos de oro. Eso me ha impedido hasta el momento darle el castigo que se merece y me ha hecho pensar que quizás esa bestia sea alguna estrella malvada de las Regiones Superiores, que ha descendido a la Tierra, atraída por el falso brillo de sus seducciones. En realidad, desconozco qué clase de diablo pueda ser y cuál sea su lugar de origen, pero estoy decidido a entrevistarme con el Emperador de Jade y echarle en cara su total incapacidad para mantener en su lugar a quien le debe una sumisión absoluta.
                - ¡Qué cabezota es este mono! - musitó Xü Ching - Yang -. Si no arma jaleo, no está contento.
                - ¡Yo no soy ningún alborotador! - se defendió el Peregrino -. Lo que ocurre es que siempre he poseído un natural reflexivo y me gusta investigar las cosas.
                - ¿Para qué seguir discutiendo? - concluyó Chang Tao - Ling -. Anunciemos cuanto antes su llegada y asunto concluido.
                 - Gracias por tu comprensión - respondió el Peregrino.

Sin pérdida de tiempo los Cuatro Consejeros Celestes se adentraron en la Neblina Divina y comunicaron la llegada del Peregrino, que no tardó en ser conducido ante el Emperador de Jade.
                - ¡No sabéis cuánto lamento tener que molestaros, respetable señor! - dijo, mientras se inclinaba respetuosamente ante el trono celeste -. Desde el momento mismo en el que acepté acompañar al monje Tang en su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas, han sido más los instantes de sufrimiento que he experimentado que los de auténtica felicidad. No me quejo de ello, porque desde el principio sabía que eso era lo que iba a suceder. Ahora mismo, sin ir más lejos, el monje Tang se halla en poder de un monstruo de aspecto vacuno que habita en la Caverna del Yelmo de Oro, que se halla enclavada en la montaña del mismo nombre. Desconozco si habrá sido ya cocido, cocinado al vapor o, simplemente, secado al sol. Lo que sí puedo afirmar es que me llegué hasta la puerta de esa bestia y me enfrenté a ella con la desazonadora sensación de que, de alguna forma, me conocía. Sus poderes mágicos eran tan extraordinarios que consiguió arrebatarme la barra de los extremos de oro, dejándome prácticamente indefenso ante cualquier otro monstruo que desee pelear conmigo. Tamaña habilidad me ha hecho pensar que ese monstruo pueda ser, en realidad, una estrella malvada de los Cielos, que ha descendido a la Tierra, atraída por el falso brillo de sus seducciones. Ello me ha movido a solicitar una audiencia con vos y a suplicar de vuestra celeste compasión que prestéis oídos a la petición que ahora os hago y que no es otra que ordenéis desenmascarar a esa estrella malvada y la hagáis traer encadenada ante vuestra presencia. Os presento esta súplica con el corazón henchido de respeto y rebosante de temor. ¡No echéis mi petición en saco roto! - añadió inclinándose aún más.
                - ¡Esto es, francamente, desconcertante! - musitó el inmortal Ke -. ¿Cómo explicar que nuestro querido mono se comporte al principio con tanta arrogancia y se exprese después con semejante humildad?
                - ¿Por qué no habría de hacerlo? - se defendió el Peregrino -, Si es cierto que al principio actué con arrogancia y después me expresé con humildad, ahora no soy más que un pobre simio que ha perdido su barra 1.

En cuanto el Emperador de Jade hubo escuchado esas palabras, ordenó lo siguiente al Departamento de Ke - Han 2:
Realícese, según los deseos manifestados por Wu-Kung, una investigación entre las estrellas y planetas de los diferentes cielos y entre los reyes de las diversas galaxias, con el fin de determinar si alguno de ellos ha abandonado las Regiones Superiores, atraído por el falso brillo de las seducciones terrestres. Infórmese del resultado de dichas pesquisas, tan pronto como se hayan llevado a cabo. Tal es nuestro deseo.
Nada más llegar esa orden a manos del respetable Ke - Han, él mismo se encargó de iniciar la investigación solicitada, asistido por el Gran Sabio. Los primeros sometidos a escrutinio fueron los diferentes oficiales a las órdenes de los devarajas de las cuatro puertas celestes; los siguieron los diversos inmortales, tanto jóvenes como entrados en años, que moran en los Tres Recintos Sagrados 3; les tocó el turno después a los dioses del trueno Tao, Chang Hsin, Tang Kou, Pi, Pang y Liou; finalmente fueron los Treinta y Tres Cielos los que sufrieron el peso terrible de la sospecha, pero no se encontró en ellos nada que denotara algo anormal. Fueron examinadas a continuación las Veintiocho Mansiones Lunares: las siete orientales, que abarcan las constelaciones de Citra, Nistia, Visakha, Anuradha, Bahu 4, Mulabarhani y Purva - Asadha; las siete occidentales 5, compuestas por las de Uttara - Asadha, Abhijit, Sravana, Sravistha, Stabhisa, Purva - Prosthapada y Uttara - Prosthapada. En todas ellas, incluidas las siete septentrionales y las siete australes, reinaban el orden y la tranquilidad más absolutos. Correspondió seguidamente el turno al Sol, a la Luna, a Venus, a Júpiter, a Mercurio, a Marte, a Saturno, a los Siete Reguladores, así como a las Cuatro Estrellas de los Excesos, Rahu, Ketu, Chi y Po. Entre todas las estrellas y planetas de los cielos no había ninguna que hubiera descendido a las Regiones Inferiores, atraída por el falso brillo de su seducción.
- No es preciso que vuelva contigo al Salón de la Niebla Divina - concluyó el Peregrino -. ¿Para qué molestar de nuevo al Emperador de Jade? Me quedaré aquí esperando, por si hubiera alguna orden para mí.
El respetable Ke - Han asintió en silencio con la cabeza. Mientras esperaba su vuelta, el Peregrino Sun compuso un poema, reflejo de sus sentimientos, que decía:
La felicidad flota en la suavidad del viento y en la pureza de las nubes, mientras las rutilantes estrellas y los planetas emiten, sin cesar, signos propicios. Cuando el universo se abandona en los brazos de la paz, el Cielo y la Tierra aspiran el aroma de la prosperidad y en cada uno de los Cinco Puntos Cardinales enmudecen las armas y los estandartes se desvanecen.
Una vez finalizada su exhaustiva investigación, el respetable Ke - Han corrió a informar al Emperador de Jade, manifestándole con suma reverencia:
                - No falta ninguna de las estrellas ni de las mansiones celestes y todos los guerreros celestiales se encuentran en sus puestos respectivos. Ni uno solo se ha dirigido a las Regiones Inferiores, atraído por el falso brillo de sus seducciones.
                 Al oírlo, el Emperador de Jade ordenó:
                - Que Wu-Kung escoja a los guerreros que estime oportunos para capturar a esa bestia de la que nos ha hablado.
                Los Cuatro Consejeros Celestes abandonaron entonces el Salón de la Niebla Divina y dijeron al Peregrino:
                - Puesto que, según parece, no hay nadie en todo el Palacio Celeste que se haya sentido atraído por las falsas seducciones del mundo el Emperador de Jade ha determinado, en su gran misericordia, que escojáis a los guerreros que estiméis oportunos para capturar a ese demonio del que habéis hablado.
                 El Peregrino inclinó respetuosamente la cabeza, pero pensó preocupado:
                - Luchadores peores que yo existen muchos en el Cielo; sin embargo, son muy pocos los que pueden compararse conmigo. Aún recuerdo que, cuando sumí el Palacio Celeste en una terrible confusión, el Emperador de Jade envió contra mí a más de cien mil soldados celestes provistos de redes cósmicas, pero ni uno solo fue capaz de hacermefrente. Únicamente lograron dominarme cuando contaron entre sus filas con el Pequeño Sabio Er-Lang. ¿Cómo van a ayudarme ahora a capturar a esa bestia, si su técnica guerrera es tan perfecta como la mía?
                Xü Ching - Yang se percató en seguida de lo que significaba su silencio y se apresuró a decir:
                - ¿Quién os asegura que esta vez va a ocurrir lo mismo que la última? Como muy bien reza el proverbio, «no existe nada que suceda dos veces». Además, no estáis en disposición de desobedecer al Emperador. Reflexionad con tranquilidad y comprenderéis que lo mejor que podéis hacer es escoger a los guerreros celestes que os han ofrecido. La duda sólo puede conduciros a cometer equivocaciones irreparables.
                - Vistas así las cosas - concluyó el Peregrino -, agradeced al Emperador el favor que me ha hecho. Por supuesto que no es mi deseo desobedecer sus órdenes; además, sería ridículo haber realizado en balde un viaje tan largo. Os suplico, pues, honorable Ching - Yang, que informéis al Emperador de Jade que me gustaría que me acompañaran el Devaraja Li y el Príncipe Nata. Sé que poseen unas cuantas armas diseñadas

especialmente para capturar monstruos. Con ellas volveremos a enfrentarnos contra esa bestia, a ver qué tal se nos dan las cosas. Si conseguimos capturarla, será una gran suerte para mí; si no lo logramos, ya decidiremos después qué podemos hacer.
El Consejero Celeste informó inmediatamente de su decisión al Emperador de Jade, el cual ordenó a los Devaraja Li, padre e hijo, que convocaran un ejército de guerreros celestes y partieran en ayuda del Peregrino. El devaraja cumplió la orden sin pérdida de tiempo y acudió a saludar al Peregrino, que volvió a decir al Consejero Celeste:
                - No sé, francamente, cómo agradecer al Emperador de Jade que haya puesto al devaraja a mi disposición. Desearía, sin embargo, que hicierais llegar en mi nombre una nueva petición al Máximo Honorable: que me permita disponer de dos señores del trueno. Así, cuando los desvarajas se enfrenten a esa bestia, ellos se apostarán en las nubes y lanzarán su arsenal de rayos contra su cabeza. ¿No opináis que es un plan fantástico para acabar con ella?
                - ¡Extraordinario, francamente extraordinario! - exclamó el Consejero Celeste, echándose a reír, y corrió a presentar esa nueva petición al Emperador de Jade. Éste hizo llegar al Palacio del Cielo de los Nueve Pliegues una orden conminando a Tang - Hua y a Chang - Fan, los dos señores del trueno, a que prestaran cuanta ayuda pudieran al devaraja a la hora de capturar al monstruo. No les quedó, pues, más remedio que abandonar los Cielos por la Puerta Sur, acompañados del devaraja y del Gran Sabio Sun. No tardaron en llegar a su destino y el Peregrino les dijo muy excitado:
                - Ésa es la Montaña del Yelmo de Oro. La caverna en la que habita la bestia se encuentra justamente en su centro. Ahora os toca decidir a vosotros quién va a ser el primero en enfrentarse a ella.
                El Devaraja Li hizo descender la nube en la que viajaba y ordenó a los guerreros celestes que montaran el campamento en la ladera sur. Se volvió después al Gran Sabio y dijo:
                - Como bien sabéis, en cierta ocasión mi hijo Nata derrotó él solo a los demonios de noventa y seis cavernas. No en balde domina a la perfección el arte de las metamorfosis y siempre lleva consigo infinidad de armas con las que dominar a las bestias. Es justo, por tanto, que sea él quien inicie el combate.

-En ese caso - concluyó el Peregrino -, le serviré de guía.
Sirviéndose de sus extraordinarios poderes, el Príncipe y el Gran Sabio dieron un salto tremendo que los condujo directamente al corazón de la montaña. En un abrir y cerrar de ojos se encontraron ante la puerta de la caverna. La hallaron firmemente cerrada y extrañamente desguarnecida. En dos pasos el Peregrino se llegó hasta ella y gritó:
- ¡Abre la puerta inmediatamente, demonio estúpido, y devuélveme a mi maestro!
Los diablillos que hacían guardia en el interior de la caverna corrieron a informar a su señor, diciendo:
                - Ante vuestra puerta se encuentra, gran soberano, el Peregrino Sun acompañado de un joven que no deja de retaros.
                - Tengo en mi poder la barra de hierro de ese maldito mono - reflexionó el demonio -. Puesto que no puede luchar con las manos vacías, ha debido de ir en busca de ayuda. ¡Traedme inmediata las armas!

Tras tomar la lanza en sus manos, se dirigió hacia la puerta de la caverna a echar un vistazo. Fue así como descubrió a un joven de rasgos llamativamente finos y hercúlea constitución. Su rostro, a la vez tímido y tan consistente como el jade, recordaba la luna llena. Poseía unos labios rojizos y una boca cuadrada que dejaba entrever unos dientes tan blancos como la plata. La viveza de sus ojos era tal, que recordaba el resplandor del rayo. El flequillo le caía libremente por la frente, como si fuera un banco de niebla, mientras que su faja se bamboleaba en el seno del viento, como si, en vez de tela, estuviera hecha de diminutas partículas de fuego. Sus vestiduras, cubiertas totalmente de bordados, emitían destellos dorados bajo la acción directa del sol, compitiendo en brillo con la coraza que protegía su cuerpo y las botas de combate que calzaban sus pies. Aunque su cuerpo no parecía distinguirse del de cualquier otro joven de su edad, su voz era a la vez firme y sonora, como correspondía a un defensor de la fe tan fiero como el Príncipe Nata de los Tres Cielos. Pese a todo, el monstruo soltó la carcajada y dijo:
                - Sé que eres el hijo tercero del Devaraja Li y que respondes al nombre de Príncipe Nata. ¿Quieres explicarme por qué has acudido ante mi puerta con semejante fanfarria?
                - ¡Todo obedece al desorden que has provocado con tu conducta, bestia maldita! - contestó el Príncipe -. De hecho, he llegado hasta aquí con orden de arrestarte, por haber capturado y tratar de devorar al monje santo procedente de las Tierras del Este. Eso ha movido al Emperador de Jade a enviarme con la misión que acabo de comunicarte.
                - ¡Ha sido Sun Wu-Kung el que te ha pedido que vinieras! - contestó el demonio, cada vez más enfadado -. Reconozco que soy la estrella desfavorable de ese tal monje Tang, pero ¿puedes explicarme qué clase de artes marciales domina un jovencito tan inexperto como tú para osar expresarse con semejante arrogancia? ¡No huyas y prueba el sabor de mi lanza!
                Blandiendo su espada de descuartizar monstruos, el Príncipe se lanzó de lleno a la refriega. En el momento mismo en que los dos contendientes daban comienzo al combate, el Gran Sabio se elevó por encima de la montaña y gritó con todas sus fuerzas:
                - ¿Se puede saber dónde os habéis metido, señores del trueno? Bajad aquí inmediatamente y lanzad vuestros rayos contra ese demonio. Es preciso que ayudéis al Príncipe a dominarlo.
                Cuando Tang y Chang, los dos señores del trueno, se disponían a atacar, montados en la luminosidad de sus nubes respectivas, vieron que el Príncipe echaba mano de la magia. Tras sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en un ser con tres cabezas y seis brazos que blandían otras tantas clases de armas diferentes para hacer frente e la bestia.Ésta, por su parte, se transformó igualmente en alguien con tres cabezas y seis brazos, que se valía de tres larguísimas lanzas para defenderse. Poniendo en juego todos sus poderes para dominar a las bestias, el Príncipe lanzó a lo alto sus seis armas. « ¿Cuáles eran?», podrá preguntarse alguien. No eran ni más ni menos que una espada de descuartizar monstruos, una cimitarra de trinchar bestias, una cuerda de atar diablos, un garrote para domar demonios, una bola cubierta de bordados y una rueda de fuego.
                - ¡Transformaos! - gritó con todas sus fuerzas y al punto se multiplicaron por cientos y por miles. Como si de una ventisca o de una lluvia de relámpagos se tratara, las armas cayeron, todas a una, sobre la cabeza del demonio. Pero éste ni siquiera se arredró. Con una de sus muchas manos sacó una escama blanca, la lanzó al aire y gritó:
                - ¡Ataca!

 Al punto se escuchó un sonido tan silbante como el de una culebra y la escama se tragó, sin más, las seis armas. Desesperado, el Príncipe Nata hubo de huir derrotado con las manos totalmente vacías, mientras el demonio regresaba triunfante a su caverna.
A media altura Tang y Chang, los dos señores del trueno, sonrieron aliviados, y se dijeron:
- Menos mal que, antes de lanzar nuestros rayos, decidimos analizar la situación. De lo contrario, los hubiéramos perdido todos y nos hubiéramos muerto de vergüenza, cuando el Honorable Celeste nos hubiera llamado a su presencia.
Tras reducir la altura de las nubes en las que viajaban, los dos señores del trueno se dirigieron hacia la ladera sur y dijeron al Devaraja Li:
                - Ese demonio realmente posee poderes extraordinarios
                - Sus poderes no son una cosa del otro mundo - comentó Wu-Kung, sonriendo -. Lo

que es extraordinario es su escama. Me pregunto qué clase de arma será para tragarse las cosas tan tranquilamente.
                - ¡No hay quien pueda con este Gran Sabio! - se quejó Nata, furioso -. Si he perdido mis armas y he huido derrotado, ha sido precisamente por ti. Me siento totalmente descorazonado y lo único que se te ocurre es echarte a reír como una doncella. ¿Se puede saber por qué eres tan irresponsable?
                - Hablas de descorazonamientos - contestó el Peregrino -. ¿Crees que no me encuentro tan descorazonado o más que tú? La verdad es que, de momento, no disponemos de ningún otro plan. ¿Qué quiere que haga, que me eche a llorar? Como soy incapaz de gimotear, me río. Eso es todo.
                - ¿Cómo podremos poner fin a este asunto? - se lamentó el devaraja.
                - Podéis reflexionar cuanto queráis sobre ello - contestó el Peregrino -. Una cosa es clara: sólo será capaz de acabar con esa escama lo que no pueda ser absorbido por ella. - Únicamente el fuego y el agua poseen la capacidad de no ser absorbidos por nada - contestó el devaraja -. De hecho, existe un dicho que afirma que «no hay nada más despiadado que el fuego y el agua».
                - Es posible que tengas razón - exclamó el Peregrino, al oírlo -. Siéntate y espérame aquí. Creo que voy a hacer otro viaje a los Cielos.
                - ¿Puede saberse para qué? - preguntaron Tang y Chang, los dos señores del trueno.
                - En cuanto llegue, no presentaré ningún informe al Emperador Jade - respondió el Peregrino -, sino que me dirigiré al Palacio Aura Rojiza, que se encuentra en el interior de la Puerta Sur, y pediré a Marte, la Estrella de la Virtud de Fuego, que se llegue hasta aquí y provoque un incendio que acabe con esa bestia. Es posible que hasta la misma escama quede reducida a cenizas y así podamos detener al demonio. De todas formas, primero tenemos que recobrar tus armas y liberar a mi maestro de los sufrimientos que está pasando.
                - ¿Para qué perder más tiempo? - contestó el Príncipe, encantado, tras escuchar esas palabras -. Id y regresad cuanto antes. Todos nos quedaremos aquí esperándoos.

El Peregrino montó en su nube y se dirigió de nuevo hacia la Puerta Sur de los Cielos. En seguida salieron a darle la bienvenida Virupaksa y los cuatro mariscales, diciendo:
                - ¿Cómo es que estáis otra vez por aquí?
                - El Devaraja Li ordenó al Príncipe que iniciara la batalla, pero apenas había cruzado sus armas con el demonio, cuando éste se las arrebató de una manera limpísima ­explicó el Peregrino -. Deseo, por tanto, visitar el Palacio del Aura Rojiza y solicitar la ayuda de la Estrella de la Virtud de Fuego.

Ninguno de los cuatro se atrevió a impedirle la entrada y le dejaron trasponer tranquilamente la puerta. En cuanto hubo llegado al Palacio del Aura Rojiza, los dioses de la Sección del Fuego corrieron a informar:
- Sun Wu-Kung desea entrevistarse con nuestro señor.
El Tercer Espíritu del Sur, la Estrella de la Virtud de Fuego, se puso sus mejores ropas y salió a dar la bienvenida a tan ilustre visitante, diciendo:
                - Ayer mismo registraron este indigno palacio ciertos miembros del Departamento de Ke - Han y no hallaron a nadie que hubiera sido seducido por el falso brillo del mundo.
                - Ya lo sé - contestó el Peregrino -, pero el Devaraja Li y el Príncipe han perdido su primera batalla y, con ella, todas sus armas. Eso me ha movido a venir a solicitar vuestra ayuda.
                - Nata es el presidente del Gran Festival de las Tres Generosidades 6 - comentó la estrella, sorprendida -. Cuando comenzó, por otra parte, su carrera como funcionario celeste, él solo derrotó a todos los demonios de noventa y seis cavernas. ¿Cómo va a poder un dios tan humilde como yo prestaros su ayuda, cuando él, que posee una
                extraordinaria panoplia de poderes mágicos, ha sido incapaz de llevar a buen término esa misión?
                - He hablado de ello con el Devaraja Li y los dos hemos llegado a la conclusión de que ni en los Cielos ni en la Tierra existen elementos más poderosos que el fuego y el agua - explicó el Peregrino -. Ese monstruo posee una escama capaz de absorber todo cuanto existe. De momento desconocemos su naturaleza, pero, dado que el fuego tiene la capacidad de destruir prácticamente todo, he decidido venir a pediros descendáis a las Regiones Inferiores y provoquéis un incendio que termine con ese demonio y salve a mi maestro de sus sufrimientos.
                No había acabado de oírlo, cuando la Estrella de la Virtud de Fuego convocó a los guerreros celestes bajo sus órdenes y se dirigió en compañía del Peregrino, hacia la ladera sur de la Montaña del Yelmo de Oro. Tras saludar al devaraja y a los señores del trueno, aquél dijo:
                - Debéis retar de nuevo a ese tipo y obligarle a salir, Gran Sabio. Esta vez me enfrentaré yo con él. Cuando saque la escama, me retiraré a toda prisa y la Virtud de Fuego se encargará de achicharrarle.
                - De acuerdo - contestó el Peregrino, echándose a reír -. Vayamos cuanto antes para allá
                - y se dirigieron a retar a la bestia mientras la Virtud de Fuego permanecía en lo alto de la montaña en compañía del Príncipe y de los dos señores del trueno. Al llegar a la entrada de la caverna, el Gran Sabio gritó:
                - ¡Abre la puerta, de una vez, y devuélveme a mi maestro!  Los diablillos corrieron a informar a su señor, diciendo:
                - ¡Otra vez está ahí fuera Sun Wu-Kung!
                - ¡Mono maldito! - insultó el demonio al Peregrino, saliendo de la caverna al frente de sus tropas -. ¿Quieres explicarme qué clase de ayuda has ido a buscar esta vez?
                - ¡Eres un demonio que no respeta la ley! - gritó el Devaraja Portador - de - la - Pagoda, dando un paso hacia delante -. ¿Acaso no me reconoces?
                - Me figuro, Devaraja Li - contestó el demonio, soltando la carcajada -, que queréis vengar la derrota de vuestro hijo y recuperar sus armas. ¿No es así?
                - Por una parte, busco, en efecto, venganza - contestó el devaraja -, pero, por otra, deseo detenerte y obtener así la liberación de monje Tang. ¡No huyas y prueba el sabor de mi cimitarra!

El monstruo esquivó el golpe, haciéndose a un lado. Levantó a continuación su larguísima lanza y se volvió diestramente contra su adversario. De esta forma, dio comienzo a uno de los combates mas terribles que jamás se hayan producido. Ante la puerta misma de la caverna la cimitarra del Devaraja pugnaba por sajar la carne de su oponente, emitiendo un brillo gélido y fogoso a la vez. La lanza del monstruo, por su parte, se elevaba, una y otra vez, hacia lo alto, como si estuviera empeñada en herir la masa blanquecina de las nubes. No en balde uno de los contendientes era el demoníaco Señor de la Montaña del Yelmo de Oro, y el otro, un dios venido directamente del Salón de la Niebla Divina. Aquél desplegaba todo su valor, empeñado en poner en ridículo la esencia del Zen, mientras que éste daba gustoso lo mejor de sí mismo por poner fin a los sufrimientos del maestro. Haciendo uso de la magia, el devaraja levantó una enorme polvareda de tierra y arena. Decidido a obtener la victoria, la bestia respondió con una nube inmensa de barro y suciedad. Era tan espesa, que el Cielo y la Tierra quedaron sumidos en una oscuridad absoluta. El polvo que levantaban los dos contendientes a punto estuvo de desecar los océanos y los ríos. Ambos estaban empeñados en revestirse de la gloria del triunfo, porque no ignoraban que el monje Tang había consagrado su existencia a la causa del Más Respetable del Mundo.

En cuanto el Gran Sabio se hubo percatado de que la lucha había dado comienzo, se llegó hasta la cumbre de un salto y dijo a la Estrella de la Virtud de Fuego:
- ¡Prepárate, Espíritu Tercero!
El demonio y el devaraja estuvieron luchando durante cierto tiempo. Cuando más enardecida parecía estar la batalla, la bestia volvió a sacar la escama. Al verlo, el devaraja se dio media vuelta y, saltando sobre su nube, huyó a toda prisa. Apostada en el punto más alto de la montaña, la Estrella de la Virtud de Fuego ordenó a las diferentes deidades de su departamento que comenzaran el ataque. El incendio entonces se produjo fue, en verdad, extraordinario. Con razón afirman los clásicos que «el Sur es el espíritu del fuego». Unas cuantas chispas apenas visibles son capaces de calcinar diez mil hectáreas de campo, porque el poder del Tercer Espíritu puede adoptar la forma de mil dardos de fuego. El cielo se llenó, de hecho, de lanzas, cimitarras, arcos y flechas de fuego de todas las clases y tamaños, que recordaban las que suelen usar los dioses. Por si eso no fuera suficiente, a media altura aparecieron volando bandadas de cuervos de fuego, que no paraban de graznar, mientras retumbaban a lo largo y ancho de toda la montaña los relinchos de corceles de fuego, que galopaban a la misma velocidad que el viento. Por doquier surgían parejas de ratas rojizas, que arrojaban llamas por los hocicos, provocando un pavoroso incendio de más de diez mil millas cuadradas, así como incontables pares de dragones de fuego, que vomitaban densas columnas de humo, tiñendo de negro hasta el último rincón de la tierra. Dondequiera que se fijara la vista se veían carretas cargadas de fuego, se abrían calabazas llenas de semillas de llamas, se sentía el ondear de estandartes de un fuego tan denso como bancos de niebla suspendidos del cielo, y surgían del suelo plantas de fuego que devoraban cuanto se encontraba a su alrededor. ¿Para qué mencionar a Ning - Chi 7 azotando despiadadamente a su buey? El incendio que entonces brotó superaba en fiereza al que provocó Chou en el Acantilado Rojo 8. Con razón se trataba de un fuego celeste, no terrenal, tan temible que todo lo terminaba reduciendo a cenizas.
Sin embargo, el demonio no dio ninguna muestra de temor, al ver avanzar hacia él un incendio tan pavoroso. Lanzó hacia lo alto su escama y al punto se escuchó un sonido silbante, que absorbió a todos los dragones, los caballos, los cuervos, las ratas, los arcos y las flechas de fuego. Se dio después la vuelta y entró en su caverna tan triunfante como había salido. De toda la terrible panoplia de la Estrella de la Virtud de Fuego sólo quedó un estandarte, que sirvió para concentrar a las fuerzas dispersas alrededor del devaraja y sus esforzados capitanes. Desalentados, volvieron a sentarse en la ladera sur de la montaña y la Estrella se quejó al Peregrino, diciendo:
                - ¡Qué pocos monstruos pueden compararse con ése, Gran Sabio! ¿Qué voy a hacer ahora que he perdido todo el poder de mi fuego?
                - ¿A qué viene lamentarse de esa forma? - le reconvino el Peregrino -. Quedaos ahí sentados, mientras hago un nuevo viajecito.
                - ¿Se puede saber adonde pensáis ir esta vez? - preguntó el devaraja.

- Si ese monstruo no tiene miedo al fuego, por fuerza tiene que tenerlo al agua - contestó el Peregrino -. Como muy bien afirma el dicho, «sólo el agua es capaz de derrotar al fuego». Creo, por tanto, que lo mejor será que vaya a la Puerta Norte del Cielo y pida a la Estrella de la Virtud de Agua que abra sus compuertas e inunde la caverna de ese monstruo. En cuanto se ahogue, recuperaremos lo que con tan habilidad nos ha arrebatado.
                - Aunque, ciertamente, se trata de un plan espléndido - objetó el devaraja -, me temo que también perecerá vuestro maestro.
                - No os preocupéis - respondió el Peregrino -. Si mi maestro se ahoga, sé cómo hacerle volver a la vida. De todas formas, si no os parece adecuado, no solicitaré la ayuda de la Estrella de Agua.
                 - ¡Hacedlo, por favor! - suplicó la Virtud de Fuego - ¡Id a buscarla cuanto antes!

 De un salto el Gran Sabio montó en su nube y se dirigió hacia la Puerta Norte del Cielo, donde se topó con el Devaraja Vaisravana, que le preguntó tras inclinarse respetuosamente:
-¿Puede saberse adonde va el Gran Sabio Sun?
- Tengo que ir al Palacio de la Oscura Inmensidad a entrevistarme con la Estrella de la Virtud de Agua. Es preciso que trate cuanto antes con ella de cierto asunto. Por cierto, ¿qué estás haciendo tú aquí?
 -Me toca hoy estar de guardia - contestó Vaisravana.
No había acabado de decirlo, cuando aparecieron los cuatro mariscales Pang, Liu, Kou y Pi e invitaron al Peregrino a tomar el té en su compañía.
                - No os molestéis - se disculpó el Peregrino -. El asunto que hasta aquí me ha traído es de la mayor importancia y no puedo demorarlo ni un segundo.
                - Tras despedirse de ellos, se dirigió al Palacio de la Oscura Inmensidad y pidió a los dioses de la Sección del Agua que anunciaran su llegada a su señor. En cuanto la Estrella de la Virtud de Agua se hubo enterado de que el Gran Sabio Sun Wu-Kung deseaba entrevistarse con ella, ordenó que fueran investigadas las actividades de los cuatro mares, los cinco lagos, los ocho ríos pequeños, los cuatro ríos grandes, las tres corrientes caudalosas y los nueve afluentes. Se instó, así mismo, a los Reyes Dragón de todos esos lugares a que se retiraran inmediatamente a sus feudos y redactaran un informe exhaustivo de todos sus súbditos. La Estrella de Agua se cambió entonces de ropa y salió a dar la bienvenida a tan ilustre visitante. Al entrar en el palacio Estrella:
                - Ayer mismo esta humilde morada fue sometida a cuidadoso escrutinio por parte de ciertos miembros del Departamento de Ke - Han. Según parece, se cree que algún dios de esta sección ha sucumbido a las falsas seducciones de la tierra. Es mi deber informaros que aún no concluido la investigación que se está realizando entre los dioses de los mares y los ríos.
                - Ese demonio no es una simple deidad fluvial - contestó el Peregrino -, sino un espíritu mucho más poderoso. El Emperador de Jade tuvo en un principio la amabilidad de enviar al Mundo Inferior al Devaraja Li, a su hijo y a dos señores del trueno, pero todos sus esfuerzos por capturar a esa bestia resultaron inútiles. Valiéndose de una escama mágica arrebató sus seis armas sagradas y no me quedó más remedio que acudir al Palacio del Aura Rojiza y solicitar a la Estrella de la Virtud de Fuego que provocara un incendio pavoroso. Sin embargo, la escama volvió a absorber a los dragones, a los caballos y a las otras criaturas de fuego que lanzaron contra ella las deidades ígneas. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, si ese demonio no tenía miedo del fuego, por fuerza habría de tenerlo del agua. Eso es, precisamente, lo que me ha movido a venir a pediros que abráis vuestras compuertas y nos ayudéis a capturar a ese monstruo. Así los guerreros celestes recuperarán sus armas y mi maestro podrá poner fin a su sufrimiento.

Sin pérdida de tiempo la Virtud de Agua se volvió hacia el Señor Acuático del Río Amarillo y le ordenó:
                - Poneos a disposición del Gran Sabio y prestadle, gustoso, cuanta ayuda precise.  El Señor Acuático sacó una pequeña copa de jade blanco de una de sus mangas y dijo:
                - Aquí tengo algo que puede serviros de gran ayuda. Sirve, de hecho, para contener agua.
                - ¡Qué cosa más extraordinaria! - exclamó el Peregrino -. ¿Qué cantidad de agua puede contener concretamente? ¿Bastará para ahogar a ese monstruo?
                - Si he de seros sinceros, Gran Sabio - contestó el Señor Acuático -, esta copa es capaz de contener toda el agua del Río Amarillo. La mitad corresponde exactamente a la mitad
                de su cauce, y lleno, a su totalidad.
                - ¡Medio vaso será más que suficiente! - respondió el Peregrino, encantado, y, tras despedirse de la Virtud de Agua, abandonó los arcos celestes en compañía del Dios del Río Amarillo.
                El Señor Acuático llenó la copa hasta la mitad y siguió al Gran Sabio hasta la Montaña del Yelmo de Oro, donde fueron recibidos por el devaraja, el Príncipe, los señores del trueno y la Virtud de Fuego.
                - Me vais a permitir que no entre en detalles sobre las gestiones que he realizado - dijo el Peregrino -. Ahora, si no os importa, Señor Acuático, os conduciré hasta la mansión de la bestia y le conminaré a que abra las puertas. No esperéis a que salga. Verted toda vuestra agua en el interior de la caverna y no la dejéis salir hasta que no se hayan ahogado todos cuantos moran en ella. Yo me encargaré entonces de buscar el cadáver de mi maestro y de hacerle volver a la vida. Mirándolo bien, dispongo de suficiente tiempo para reanimarle.

El Señor Acuático sacudió la cabeza en señal de conformidad y siguió al Peregrino ladera arriba hasta la entrada misma de la caverna.
 - ¡Abre las puertas, monstruo! - gritó éste, una vez más.
Los diablillos que hacían guardia en la puerta no tardaron en reconocer la voz del Gran Sabio Sun y corrieron al interior a informar a su señor:
- Sun Wu-Kung está ahí otra vez.
Al oírlo el demonio cogió su escama y su larguísima lanza y se dirigió hacia la salida. La puerta emitió un extraño chirrido al abrirse y el Señor Acuático lanzó a toda prisa el contenido de su copa al interior de la caverna. Al ver la avalancha de agua que se le echaba encima, el monstruo dejó caer la lanza y sacó la escama, manteniéndola en alto al nivel de la segunda puerta. El agua no sólo encontró allí un punto infranqueable, sino que cambió repentinamente de curso y abandonó a borbotones el acceso a la caverna. Desconcertado, el Gran Sabio dio un salto tan alto que fue a parar a la cumbre más elevada de toda la región, seguido por el Señor Acuático. Los otros dioses montaron a toda prisa en sus nubes y salieron disparados tras ellos. Desde la cima contemplaron, atónitos, cómo el agua iba creciendo en altura y fortaleza. Una simple cucharada adquiría, en un abrir y cerrar de ojos, una profundidad realmente insondable. Contrastaba su afán destructor con la influencia benéfica que ejerce sobre todo cuanto existe, cuando es dirigida por los designios celestes. Su caudal superaba con creces al de cien ríos de gran tamaño. El fragor de la corriente hacía temblar el valle, produciendo olas tan enormes que llegaban a tocar el cielo. El rugido de las aguas era tan formidable que recordaba el rolar de una tormenta. La furia de la inundación rompía, violenta, contra las rocas, levantando montañas de espuma que hacían pensar en ventiscas o en esquirlas de jade arrojadas hacia lo alto. La crecida borraba sin piedad los caminos y reducía a la nada las cumbres más altas. Cuanto arrastraba producía un sonido a veces gorgojeante, que recordaba el que produce el jade al chocar contra el suelo 9, y a veces metálico, que traía a la mente el lánguido tañer de un instrumento musical. Los remolinos se multiplicaban por doquier como el eco, mientras la avalancha proseguía su inexorable camino hacia las tierras más bajas, rellenando los espacios vacíos y haciendo desaparecer hasta el mismo trazado de los arroyos. Alarmado por semejante espectáculo, el Peregrino exclamó:
                - ¡Esto va de mal en peor! El agua está arrasando por doquier los arrozales, pero ni siquiera ha rozado el interior de la caverna. ¿Qué podemos hacer para poner fin a tanta destrucción? - y ordenó al Señor Acuático que recogiera al instante toda el agua vertida.
                - Lo siento mucho - se disculpó el dios -, pero no sé cómo hacerlo. Mis poderes no llegan a tanto. Como muy bien afirma el proverbio, «nadie puede recuperar el agua que

ha sido vertida».
Afortunadamente la montaña en la que se encontraban era relativamente alta y bastante escarpada, por lo que el agua fluyó a toda prisa hacia regiones más bajas. No tardó, pues, en seguir el camino que le marcaban torrenteras y cárcavas, hasta que terminó desapareciendo totalmente. Poco después salió de la caverna un grupo de diablillos y, al comprobar que había descendido totalmente el nivel de las aguas, comenzaron a hacer trastadas, gritando como locos, golpeándose unos a otros con los puños y entrechocando las lanzas y escudos que sostenían en las manos.
- Así que el agua ni siquiera ha llegado a tocar el interior de la cueva - suplicó, desesperanzado, el devaraja -. Resulta duro reconocer que todos nuestros esfuerzos han resultado en vano.
El Peregrino no pudo soportar por más tiempo la furia que le consumía el corazón y, apretando rabiosamente los puños, se lanzó contra la puerta de la caverna, gritando:
-¡No huyáis y disponeos a recibir una buena paliza!
Al verle aparecer tan de improviso, los diablillos cayeron presa del pánico y, abandonando sus escudos y lanzas, buscaron refugio en el interior de la caverna. Temblando de pies a cabeza, informaron a su señor de lo sucedido, diciendo:
- ¡Ha sido, francamente, terrible! ¡Esa bestia a punto ha estado de acabar con nosotros!
El demonio volvió a coger su larguísima lanza y abandonó la caverna, dispuesto a enfrentarse, de una vez por todas, con su enemigo.
                - ¡Cuidado que eres cabezota, mono estúpido! - exclamo, en cuanto le tuvo delante -. Varias veces has intentado derrotarme y ni una sola lo has conseguido. ¿No comprendes que ni el fuego, ni el agua pueden nada contra mí? ¿Por qué te empeñas en morir inútilmente?
                - Creo que estás confundiendo la realidad, hijito - contesto el Peregrino -. Aún no se sabe si voy a ser yo el que va a estirar la pata o va a corresponderte a ti semejante honor. Acércate un poco más y te qué enseñaré que sabor tienen los puños de tu abuelito.
                - ¡Este mono no sabe ni lo que dice! - se burló el demonio, soltando la carcajada -. Pretende enfrentarse a mi lanza con las manos totalmente vacías. Mirándolo bien, los puños no son más que un montón de huesos y piel un poco más grandes que una cáscara de nuez. En fin, allá tú. Si tan dispuesto estás a batirte conmigo, dejaré a un lado la lanza y mediré contigo mis puños.
                - ¡Así se habla! - contestó el Peregrino, echándose a reír -. ¡Acércate aquí, anda!
El monstruo se arremangó la ropa y dio unos cuantos pasos hacia el frente, al tiempo que adoptaba una postura idónea para la lucha. Sus puños parecían, en efecto, dos enormes mazos de hierro. El Gran Sabio, por su parte, flexionó las piernas e inclinó el cuerpo hacia delante, disponiéndose para el ataque. Así dio comienzo, ante la puerta misma de la Caverna, una lucha como no ha vuelto a verse jamás otra igual. Fue, en verdad, extraordinaria. Los dos contendientes estiraban, una y otra vez, los brazos, mientras sus piernas se elevaban como pájaros, hacia arriba, buscando las costillas, el pecho, el hígado y el corazón de su adversario. Sus golpes no podían ser más certeros y peligrosos. Si uno adoptaba la postura del «inmortal señalando el camino», el otro le respondía con la de «Lao-Tse a lomos de una grulla», o la del «tigre hambriento cayendo sobre su presa», o la del «dragón jugando con agua». Cuando el demonio echaba mano de «la serpiente que se da la vuelta», el Gran Sabio recurría al «ciervo que cambia de cornamenta». Todas las figuras encontraban eco en aquel combate: la del dragón que se deja caer en tierra con las garras hacia arriba, la de la muñeca que se retuerce para atrapar la bolsa celeste, la del león verde que se lanza con la boca abierta, la de la carpa que salta hacia atrás, la del que arroja flores por encima de la cabeza, la del que se ata una cuerda alrededor de la cintura, la del abanico que se mueve al ritmo del viento, la de la lluvia que troncha las flores. Si el monstruo aplicaba «la palma de Kuan - Ying», el Peregrino replicaba con «los pies de Arhat» 10. Por supuesto que los puñetazos largos no podían compararse en efectividad con los golpes secos y en corto. Sin embargo, los dos contendientes poseían una técnica tan pareja que, tras luchar incontables asaltos, aún seguía sin definirse un claro vencedor.
Mientras los dos púgiles se batían ferozmente delante mismo de la puerta de puerta de la caverna, los que se encontraban en lo alto de la montaña vivían con tal entusiasmo las evoluciones del combate, que Devaraja Li no dejaba de gritar frases de aliento y la Estrella de la Virtud de Fuego no cesaba de aplaudir, entusiasmada. Los dos señores del trueno y el Príncipe Nata, por su parte, se habían acercado a los luchadores y trataban de ayudar, de alguna manera, a su paladín. Otro tanto hacían los diablillos. En cuanto dio comienzo la lucha, salieron todos en tropel de la caverna y empezaron a animar a su señor, agitando estandartes, batiendo sus tambores y entrechocando sonoramente espadas y cimitarras.
Al comprender el Gran Sabio que la suerte se estaba volviendo en su contra, se arrancó un puñado de pelos del cuerpo, los lanzó hacia arriba y gritó:
                - ¡Transformaos! - y al punto se convirtieron en más de cincuenta monos de reducido tamaño, que se lanzaron a una sobre el demonio, agarrándole de las piernas, colgándose del pecho, cegándole los ojos y tirándole despiadadamente de la cabellera. El monstruo se puso tan nervioso que inmediatamente decidió hacer uso de la escama. Cuando vieron el Gran Sabio y sus acompañantes que la había sacado, montaron a toda prisa en sus nubes y huyeron, despavoridos, a lo alto de la montaña. El monstruo lanzó, una vez más, la escama al aire y los cincuenta monos, tras recobrar la forma que les era habitual, fueron absorbidos por ella sin ninguna piedad, haciendo un ruido que recordaba el silbido de una serpiente. Victoriosos una vez más, el demonio y todos sus súbditos se retiraron al interior de la caverna a celebrar su nueva hazaña.
                - A pesar de todo, sois un púgil realmente extraordinario, Sabio Sun - exclamó el Príncipe -. La forma que tenéis de golpear recuerda la habilidad con que las doncellas van agregando flores a la filigrana de un brocado, y vuestro modo de practicar la división corpórea es una auténtica muestra de nobleza espiritual.
                - ¿Qué os ha parecido mi técnica pugilística comparada con la ese monstruo? ­preguntó, halagado, el Mono -. Desde lejos habéis tenido que apreciarlo con toda claridad.
                - Sus golpes resultaban un tanto desmañados y su forma de mover las piernas era, francamente, lenta - contestó el Devaraja Li -. Por supuesto que no existe punto de comparación entre vuestra precisión, vuestra rapidez y las suyas. Se puso, además, muy nervioso, cuando se percató de nuestra presencia, y, cuando recurristeis a la magia de la división corpórea... ¡bueno!, ¿qué puedo añadir que no hayáis visto vos?, sintió tal desesperación que hubo de echar mano en seguida de su maldita escama.
                - Lo difícil no es poner en evidencia a ese demonio, sino hacer frente al poder de esa escama - reflexionó el Peregrino.
                - Si queremos obtener una victoria definitiva - dijeron a la vez la Estrella de la Virtud de Fuego y el Señor Acuático -, es preciso hacernos primero con esa escama. De lo contrario, jamás lograremos detenerlo.
                - Sí, pero ¿cómo podemos conseguirlo? - objetó el Peregrino -. A no ser, claro está, que le robemos tan preciado tesoro.
                - Hablando de robar - dijo uno de los dioses del trueno, sonriendo -,  no existe nadie más diestro que vos en esas artes, Gran Sabio. Recordad, si no, cómo os las agenciasteis, cuando sumisteis el Cielo en una confusión total, para apropiaros del vino imperial, de los melocotones de la inmortalidad, del hígado del dragón, de la médula del
                fénix y del elixir de Lao-Tse. ¡Qué extraordinario talento el vuestro! Es hora ya de que volváis a practicar tan noble arte.
                - Te agradezco el alto concepto que tienes de mí - respondió el Peregrino -. Si pensáis que eso es lo mejor que puede hacerse en estos momentos, quedaos aquí sentados, mientras yo voy a tantear un poco el terreno.

Dando un salto tremendo, el Gran Sabio abandonó la cumbre de la montaña y se acercó sigilosamente a la entrada de la caverna. Sacudió ligeramente el cuerpo y al instante se convirtió en una mosca diminuta de alas tan finas como el barniz que protege los bambúes y de cuerpo tan grácil como la corola del capullo de una flor. El grosor de sus patas apenas superaba el de un cabello y sus ojos, brillantes como diamantes, emitían una luz propia de astros. Pese a lo reducido de su tamaño, era capaz de identificar los olores a una distancia increíble y de hacer frente al viento con más pericia que un marinero al mar. Poseía un peso tan reducido, que no existía balanza que apreciara su presencia ni ojo que siguiera el jeroglífico de su vuelo. Pese a todo, superaba en utilidad a muchos animales más grandes que ella.
A pesar de ser tan ligera, se llegó volando hasta la puerta y se coló en el interior por una pequeña hendidura que había en la madera. Fue así como descubrió que la caverna estaba llena a rebosar de diablillos de todas las edades. Algunos cantaban y bailaban despreocupadamente, mientras otros permanecían alineados en filas junto a las paredes. En un lugar bien visible destacaba el trono del monstruo, ante el que humeaban platos tan exóticos como carne de serpiente, asado de venado, zarpas de oso, jorobas de camello y toda clase de verduras y frutos silvestres. No faltaban tampoco atractivas copas de vino de porcelana azul, en las que el aroma embriagador del licor de coco se mezclaba con la fragancia dulzona de la leche de cabra. El monstruo y sus oficiales bebían sin cesar de ellas, adoptando posturas escandalosamente relajadas. El Peregrino se dejó caer entre semejante enjambre de diablillos y cambió su forma de mosca por la de un espíritu con cabeza de tejón. De esta forma pudo llegar, sin ser molestado, hasta el mismo trono del monstruo. Husmeó por todos los rincones durante mucho tiempo, pero no encontró ni rastro de la valiosísima escama. Desalentado, miró detrás del trono y vio que se abría allí un pequeño salón, de cuyo techo colgaban los dragones y los caballos de fuego, relinchando lastimosamente y quejándose sin cesar. Levantó aún más la cabeza y, con un sobresalto de alegría, descubrió su preciada barra de los extremos de oro apoyada contra la pared que daba al oriente. Tan contento estaba, que se olvidó de adoptar la forma que le era habitual, mientras corría, dichoso, hacia su valiosa arma. Sólo cuando la tuvo en sus manos, reveló su auténtica personalidad a los diablillos, que huyeron, despavoridos, en todas las direcciones, mientras él se abría paso hacia el exterior de la caverna. Todos sus moradores, incluido el demonio, estaban aterrorizados. El Peregrino pudo, de esa forma, derribar a cuantas bestias quiso, dejando tras él un sendero de sangre. El camino hacia fuera estaba totalmente libre.
Con razón afirman los versos que, cuando el demonio, presa de su propia arrogancia, bajó despreocupadamente la guardia, el báculo volvió a las manos de su auténtico dueño.
Desconocemos, de momento, si fue el bien o el mal lo que se abatió sobre su cabeza. Quien desee descubrirlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LII
WU-KUNG SUME EN CONFUSIÓN LA CAVERNA DEL YELMO DE ORO. TATHAGATA SE APARECE EN SECRETO AL AUTÉNTICO MAESTRO
Decíamos que el Gran Sabio Sun, una vez que hubo recuperado la barra de los extremos de oro, abandonó la caverna, dejando tras él un reguero de muerte. La alegría le manaba por cada uno de los poros del cuerpo, cuando, tras dar un gran salto, fue a caer a la cumbre de la montaña donde le esperaban los otros dioses.
                - ¿Qué tal te ha ido esta vez? - preguntó el Devaraja Li.
                - Haciendo uso de mis poderes metamórficos - explicó el Peregrino -, logré introducirme en el interior de la caverna. El monstruo y todos sus súbditos estaban celebrando la victoria, emborrachándose y cantando como locos. Al principio me resultó del todo imposible descubrir dónde guardaba su preciado tesoro, pero, al dar la vuelta detrás del trono, descubrí una sala secreta, en la que se oían relinchos de caballos y lamentos de dragones. No tuve que pensar mucho para comprender que se trataba de los animales que prestan sus servicios en la Sección del Fuego. La barra de los extremos de oro se encontraba, de hecho, apoyada contra la pared orientada hacia el oriente y no tuve más que cogerla para abrirme camino hasta aquí.
                - Nos parece muy bien que hayas recuperado tu valiosa arma - dijeron a coro los otros dioses -, pero ¿quieres decirnos cuándo vamos a recuperar nosotros las nuestras?

A partir de ahora todo resultará mucho más fácil - contestó el Peregrino -. Con ayuda de mi barra de hierro derrotaré a esa bestia y podréis volver a acariciar vuestros preciosos instrumentos de guerra. Tenedlo por seguro.
No había acabado de decirlo, cuando desde el fondo de la montaña se elevó un estruendo de gritos y voces entremezclado con el batir de los tambores y el metálico vibrar de los gongs. El mismo Rey Búfalo había salido al frente de sus tropas para dar caza al Peregrino, que exclamó entusiasmado, al ver acercarse a las filas de guerreros:
- ¡Estupendo! ¡Esto es, precisamente, lo que andaba buscando! Quedaos aquí sentados,
mientras yo voy a capturar a esa bestia.  Tras levantar por encima de la cabeza la barra de hierro, gritó a sus perseguidores:
                - ¿Se puede saber adonde vas con tanta fanfarria, monstruo maldito? Si quieres seguir adelante, tendrás que probar primero el sabor de mi barra de hierro.
                - ¡Todos los monos sois unos ladrones y no sabéis portaros con la debida decencia! - replicó el monstruo, deteniendo el golpe con su lanza -. ¡Sólo a ti se te podía ocurrir robarme a plena luz del día!
                - ¡Eres una bestia tan inmunda que ni siquiera sabes que vas a morir! - contestó el Peregrino -. Además, aquí no hay más ladrón que tú, que a plena luz del día te dedicas a apropiarte de lo que no es tuyo con ayuda de tu estúpida escama. Dinos, si no, cuáles de las cosas que guardas son realmente tuyas. ¡No huyas y prueba el sabor de la barra de tu respetable abuelito!

Así dio comienzo una batalla realmente extraordinaria. El Gran Sabio desplegó todo su poderío, mientras el demonio hacía todo cuanto estaba en su mano por no dejarse dominar. Los dos se abandonaron a un caudal de fiereza, dispuestos a alcanzar la victoria como fuera. La barra de hierro, que tan diestramente blandía el uno, parecía la cola de un dragón; la lanza, que tan hábilmente manejaba el otro, era, por su parte, la imagen viva de la cabeza de una serpiente pitón. Cada golpe del hierro producía una especie de fragor de viento huracanado, mientras que los mandobles del acero provocaban una corriente que recordaba la fuerza incontenible de una inundación. La violencia de la batalla había sumido toda la cordillera en un estado de expectante quietud. La incertidumbre de su resultado hacía detenerse a la niebla en lo alto de las cumbres, recubiertas de verde arboleda: los pájaros detenían en pleno vuelo el batir de sus alas y las bestias escondían, aterrorizadas, sus cabezas en la arena. Su silencio contrastaba con los gritos de aliento que lanzaban los diablillos. El Gran Sabio no precisaba de la ayuda de nadie. Se bastaba él solo para darse ánimos. No en balde permanecía invencible tras librar mil y un combates a lo largo de los diez mil kilómetros que constituían el viaje hacia el Oeste. La lanza, sin embargo, no le iba a la zaga en habilidades guerreras. Con razón había dominado con puño de hierro el mundo inaccesible del Yelmo de Oro. Armas tan extraordinarias no podían convivir en paz. Por fuerza tenía que desaparecer una, para que la otra pudiera seguir existiendo.
El demonio y el Gran Sabio estuvieron luchando durante más de tres horas, pero ninguno consiguió una ventaja apreciable. Estaba empezando a oscurecer y el demonio, tras detener con su lanza un nuevo golpe de la barra de hierro, dijo:
                - Si te parece, podemos dar por terminada la lucha por hoy. Se está haciendo de noche y pronto no seremos capaces ni de vernos las manos. Lo mejor será que nos retiremos a descansar cada uno por nuestro lado. Mañana por la mañana reanudaremos el combate.
                - ¿Quieres cerrar la bocaza, de una vez, bestia inmunda? - le increpó el Peregrino -. Es ridículo que abandone la lucha en el momento en el que más en forma me siento. ¿Qué me importa a mí que esté oscureciendo? Es hora ya de que dejemos en claro quién es el mejor.
                 Por toda respuesta, el monstruo dio un grito terrible y se retiró a toda prisa al interior de la caverna, seguido por sus huestes de diablillos. En un abrir y cerrar de ojos, las puertas de piedra quedaron firmemente cerradas y no le quedó más remedio al Gran Sabio que regresar a la cumbre en la que le esperaban los otros dioses. Al verle aparecer con la barra de hierro a sus espaldas, le dieron la enhorabuena, diciendo:
                - ¡Qué extraordinarios son vuestros poderes! ¡Con razón se os conoce por el sobrenombre de Sosia del Cielo, porque vuestra fuerza es, en verdad, idéntica a la de todos los astros!
                - Gracias por vuestras palabras de aliento - contestó el Peregrino -. Cuando queréis, también sabéis ser corteses.
                - No hemos exagerado lo más mínimo - repuso el Devaraja Li, acercándose a él -. No existe ningún ser que pueda compararse con vos. Vuestra forma de combatir nos ha hecho acordarnos de los tiempos lejanos en que usamos contra vos las redes cósmicas.
                - ¿Para qué recordar hechos pasados? - replicó el Peregrino -. Después del largo combate que ha mantenido conmigo, ese monstruo debe de estar agotado. Yo ni siquiera me siento cansado. Creo, por tanto, que lo mejor será que os quedéis aquí descansando, mientras yo voy a ver dónde tiene escondida esa dichosa escama. Estoy decidido a encontrarla, cueste lo que cueste. En cuanto se la haya robado, le capturaremos sin ninguna dificultad. Así podréis regresar al Cielo con vuestras armas.
                - ¿No os parece que se está haciendo un poco tarde? - preguntó el Príncipe -. Opino que deberíais pasar la noche descansando y volver a esa inmunda caverna en cuanto empiece a clarear.
                - ¡Qué poco sabes del mundo! - exclamó el Peregrino, echándose a reír -. ¿Cuándo se ha visto que un ladrón se dedique a su arte a plena luz del día? Para entrar en un lugar sin ser descubierto, es preciso ampararse en la oscuridad de la noche. Las cosas son así y no hay vuelta de hoja.
                - Es mejor que no discutáis sobre ello, Príncipe - le aconsejaron al mismo tiempo la Virtud de Fuego y uno de los señores del trueno -. Mirándolo bien, nosotros no entendemos de eso. El Gran Sabio, por el contrario, es un auténtico maestro. Es fácil comprender, de todas formas, que el demonio debe de estar muy cansado y que eso le obligará a mantener bajada la guardia durante toda la noche. Marchaos cuanto antes, Gran Sabio, y haced, de una vez, lo que tengáis que hacer.

Sin dejar de sonreír, el Gran Sabio cargó con la barra de hierro y de un salto fue a parar justamente a las puertas de la caverna. Sacudió ligeramente el cuerpo y al punto se transformó en un pequeño grillo de boca tan dura como el acero, largos bigotes y cuerpo negruzco. Sus ojos poseían una viveza extraordinaria y sus patas eran tan rugosas como ramas viejas de un árbol. Se apostó encima de una piedra y empezó a cantar, enardecido por la luminosidad de la luna y la pureza de la brisa. Hay algo de humano en el canto de un grillo. Aunque su chirrido es débil y de una tesitura muy alta, llora con el rocío y siembra los campos de melancolía. El viajero que se asoma a una ventana en actitud pensativa se ahoga en sus recuerdos al escuchar ese canto. Tal es la fuerza de un animal tan diminuto, al que encanta habitar en las  hendiduras que forman las losas del suelo o debajo mismo de la cama.
El grillo en el que se había convertido el Gran Sabio estiró las patas traseras y, de un salto, se llegó hasta la puerta de la caverna. Dio tres o cuatro saltitos más y logró meterse por una pequeña rendija que había en la madera. Durante unos segundos permaneció agachado junto a la pared, mirando, a la luz de las teas y antorchas que colgaban de los muros, cuanto ocurría a su alrededor. Los diablillos estaban terminando de cenar. Sabiendo que no podía hacer otra cosa que espera, el Gran Sabio se puso a cantar. Al poco rato los diablillos se levantaron de la mesa y recogieron todo lo que había sobrado. Extendieron a continuación por el suelo las colchonetas y se pusieron a dormir tranquilamente. Hasta que no hubo dado la hora de la primera vigilia no se atrevió el Peregrino a entrar en la sala secreta que había detrás del trono. Allí oyó que el monstruo estaba ordenando a súbditos:
                - A los que toque hacer guardia junto a la puerta, que procuren no rendirse al sueño. Es muy posible que Sun Wu-Kung se transforme en cualquier cosa y trate de robarnos lo que le dé la gana.
                Para no dormirse, los que hacían las rondas sacudían de continuo una especie de matracas que llevaban en las manos. Al Gran Sabio no le importó su molesta presencia. Estaba decidido a hacer triunfar su plan y se puso en seguida manos a la obra. Con increíble facilidad se escabulló, sin ser visto, dentro del dormitorio del monstruo. El lecho era de piedra y a ambos lados del mismo había un grupo de espíritus árboles y otras bestias de la montaña, todos ellos empolvados y cubiertos de pintura roja. Algunos estaban ocupados haciendo la cama, mientras otros ayudaban a desvestir a su señor, desabrochándole las botas y desabotonándole la túnica. En cuanto el monstruo se hubo desprendido de todas sus ropas, apareció la blancura fantasmal de la escama. La tenía sujeta al hombro izquierdo, como si de una ristra de perlas o de un brazalete se tratara. En vez de quitársela, la apretó un par de veces contra la carne y quedó firmemente ajustada en el hombro. Sólo entonces se decidió a tumbarse. El Peregrino volvió a sacudir ligeramente el cuerpo y se transformó en una pulga de cuerpo amarillento. De un salto se llegó hasta el lecho de piedra, se metió hábilmente entre las mantas y, cuando hubo comprendido que se encontraba justamente en el hombro izquierdo de la bestia, le propinó un picotazo terrible. El monstruo se dio inmediatamente la vuelta y empezó a gritar:
                - ¡Malditos esclavos! Debería mandaros azotar, por no haber sacudido las mantas. ¡A causa de vuestra negligencia, acabo de ser picado por un insecto terrible!

Tras rascarse un par de veces más el sitio donde tenía incrustada la escama, volvió a quedarse dormido. El Peregrino recorrió con cuidado la porción de piel que la cubría y de nuevo le asestó un tremendo picotazo. Incapaz de conciliar el sueño, el monstruo se sentó desesperado, en la cama y empezó a rascarse de una manera brutal, mientras gritaba:
- ¡Este picor me está matando!
El Peregrino comprendió entonces que la escama estaba tan firmemente incrustada en su carne, que, por mucho que lo intentara jamás lograría que se desprendiera de ella, haciendo inútiles todos sus esfuerzos por robarla. Saltó de la cama y, tras transformarse de nuevo un grillo, abandonó el dormitorio y se dirigió a la habitación secreta donde volvió a oír los relinchos de los caballos y los lamentos de los dragones, que continuaban suspendidos del techo. El Peregrino recobró la forma que le era habitual y se dispuso a practicar la magia para abrir puertas. Tras recitar el correspondiente conjuro, el candado saltó por los aires y los dos batientes giraron por sí solos. El Peregrino no tuvo más que empujarlos ligeramente para entrar en la habitación, tan perfectamente iluminada por los cautivos miembros de la sección del fuego, que daba la impresión de ser de día. Había varias armas apoyadas, tanto contra la pared que miraba hacia el oriente, como contra la que estaba situada hacia el poniente. Entre ellas se encontraban la cimitarra de descuartizar monstruos del Príncipe y los arcos y flechas íg­neas de la Virtud de Fuego. El Peregrino miró con cuidado a su alrededor y vio que encima de una mesa de piedra, que había detrás de la puerta, descansaba una cesta de bambú. Dentro de ella podía verse un puñado de pelos. Loco de alegría, los cogió en una mano, sopló sobre ellos dos veces y gritó:
- ¡Transformaos! - y al instante se convirtieron en cuarenta o cincuenta monos de pequeño tamaño, que se adueñaron de la cimitarra, de la espada, del garrote y de la rueda, junto con los arcos, las flechas, las carretas, las calabazas, los cuervos, las ratas y los caballos de fuego, todo cuanto, en definitiva, había sido absorbido por la escama.
 Sin pérdida de tiempo, se montaron en los dragones de fuego y provocaron un pavoroso incendio que arrasó el interior de la caverna. Los pasadizos que conducían al exterior se llenaron de explosiones tan terribles, que parecía como si los rayos y las bolas de cañón hubieran tomado posesión de ellos. Los diablillos estaban aterrorizados. Era tal su estupefacción, que algunos se agarraban desesperadamente a las mantas, mientras otros trataban de protegerse la cabeza con ellas, llorando y gritando como locos. Ninguno sabía por dónde huir, provocando una confusión tan tremenda, que más de la mitad pereció víctima de las llamas. De esta forma, el Hermoso Rey de los Monos pudo regresar, por fin triunfante a su campamento a eso de la tercera vigilia.
El Devaraja Li y sus compañeros estaban descansando tranquilamente en la cumbre de la montaña, cuando de repente vieron acercase hacia ellos un enjambre de luces muy brillantes. Se sintieron aliviados, al descubrir que se trataba del Peregrino. Venía volando, de hecho, ladera arriba, montado en un dragón y sin dejar de dar órdenes a su pequeño ejército de monos. En cuanto hubo alcanzado la cumbre, gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Aquí tenéis vuestras armas! ¡Venid a recogerlas, si queréis!
Los primeros en obedecerle fueron la Virtud de Fuego y el Príncipe Nata. El Peregrino, mientras tanto, sacudió ligeramente el cuerpo e inmediatamente se reintegraron a él todos los pelos que había perdido. EL Príncipe Nata acarició con cariño su preciosa arma. La Virtud de fuego, por su parte, ordenó a los oficiales que le atendían que se hicieran cargo de los dragones de fuego y del resto del equipo. Las sonrisas llenaban sus rostros y las frases de agradecimiento al Peregrino fluían constantemente de sus labios, por lo que, de momento, no seguiremos hablando de ellos.
Sí lo haremos, sin embargo, de la Caverna del Yelmo de Oro, donde el incendio no había podido ser todavía sofocado. Hasta el mismo Rey Búfalo estaba aterrado. Cuando comprendió lo que ocurría, salió a toda prisa de su habitación, levantó la escama con las dos manos y la hizo girar en la dirección del fuego. De esta forma, consiguió dominar el incendio. Aun así, los pasadizos seguían estando llenos de rescoldos y humo, que desaparecieron totalmente, cuando el monstruo los fue recorriendo uno tras otro. En vano trató de salvar a sus diablillos. Más de la mitad habían muerto abrasados y, entre los que quedaron, apenas había un centenar capaz de empuñar las armas, contando a las hembras. Desesperado, se dirigió a la sala secreta en la que guardaba el botín de sus correrías y vio que en ella no quedaba absolutamente nada. Finalmente, optó por inspeccionar la parte posterior de la caverna, descubriendo con cierto alivio que Ba-Chie, el Bonzo Sha y el maestro continuaban firmemente atados. Incluso el dragón blanco, que hacía las veces de caballo, permanecía amarrado a una estaca; sus equipajes tampoco habían sido tocados para nada. Eso hizo que el demonio exclamara, furioso:
                - ¿Quién habrá sido el descuidado que ha provocado este incendio, trayendo semejante ruina sobre nuestras cabezas?
                - Ninguno de nosotros hemos podido hacerlo, gran señor - dijo tímidamente uno de los diablillos que le acompañaban -. Por fuerza ha tenido que ser alguien interesado en arrasar nuestro campamento. Eso explica que hayan sido liberados todos los miembros de la Sección del Fuego y las armas celestes hayan desaparecido.
                - ¡Esto sólo puede ser obra de una persona! - exclamó el demonio cayendo en la cuenta de lo que había ocurrido -. ¡No existe ladrón más experimentado que ese tal Sun Wu-Kung! Ahora me explico que me resultara tan difícil conciliar el sueño. Ese maldito mono debe de haberse metido en mi habitación, haciendo uso de sus poderes metamórficos, y debe de haberme dado esos picotazos tan tremendos. Sin lugar a dudas, trataba de apoderarse de mi preciada escama, pero, al ver lo bien agarrada que estaba a mi cuerpo, decidió desistir de su empeño. Por eso robó las armas de sus compañeros y liberó a los caballos y a los dragones de fuego. ¡No conozco un ser más malvado que él! ¡Si hasta ha intentado quemarme vivo! Pero te aseguro, mono ladrón, que es la última vez que te vales de trucos tan sucios. Con la escama en mi poder, nadie puede ahogarme, aunque me ate al fondo del océano, ni puedo perecer pasto de las llamas, aunque se me arroje a un lago de fuego. Tú ándate, sin embargo, con cuidado, porque, cuando te eche mano, voy a arrancarte la piel a tiras y a cortarte la carne en trocitos, como se hace con los ladrones. ¡Sólo entonces me daré por satisfecho!
                El monstruo estuvo hablando durante mucho tiempo de esta forma, hasta que, finalmente, empezó a clarear por el oriente. En lo alto de la montaña el Príncipe cogió las seis armas que acababa de recuperar y dijo al Peregrino:
                - Se está haciendo de día, Gran Sabio. Creo que lo mejor será que, en vez de seguir esperando, aprovechemos la confusión que habéis sembrado en el reino de esa bestia, para infligirle una nueva derrota. Hagámosle frente, una vez más, con la ayuda de los miembros de la Sección del Fuego. Estoy convencido de que esta vez caerá en nuestro poder.
                - Tiene razón - contestó el Peregrino, sonriendo -. Unamos nuestras fuerzas y divirtámonos un poco.

El optimismo se había apoderado de ellos y hasta el último soldado se sentía con ánimos de luchar. En cuanto llegaron a la entrada de la caverna, el Peregrino alzó la voz y dijo:
- ¡Ven aquí, monstruo maldito! ¿A qué esperas para salir a luchar?
El fuego de la noche anterior había calcinado los dos portones de piedra que protegían el acceso a la cueva. Un grupo de diablillos se encontraba en aquel mismo momento recogiendo los cascotes y barriendo el suelo. Al ver acercarse al grupo de sabios, sintieron tal terror que, dejando caer los escobones y los rastrillos, corrieron al interior de la caverna a informar a su señor.
- Sun Wu-Kung - dijeron, muy excitados - acaba de llegar con un destacamento de dioses y está lanzando contra vos frases injuriosas de reto.
 La sorpresa que recibió el monstruo fue tan grande, que empezó a rechinar los dientes y a hacer extrañas chiribitas con los ojos. Pronto recobró, sin embargo, el aplomo y, agarrando la lanza y su preciada escama, salió inmediatamente a la puerta, lanzando imprecaciones y denuestos contra su adversario.
                - ¡No eres más que un mono ladrón e incendiario! - gritó con todas las fuerzas -. ¿Quieres explicarme qué habilidades posees tú para atreverte a venir a retarme de una forma tan insolente?
                 - Si quieres descubrir mis habilidades, monstruo cruel - replicó el Peregrino, soltando la carcajada -, no tienes más que venir hasta aquí y escuchar lo que voy a decirte. Como muy bien sabe todo el cosmos,  grandes han sido, en verdad, mis cualidades desde el momento mismo de mi nacimiento. Siendo todavía muy joven, recibí la iluminación y puse por obra los principios que conducen a la inmortalidad, llegando a alcanzar en muy poco tiempo el misterio de la eterna juventud. No contento con eso, abandoné mi hogar y fui a vivir con un sabio al que serví con sumo respeto, esperando obtener la auténtica sabiduría del corazón. Con él aprendí todas las técnicas de la metamorfosis y la magia dejó de encerrar secretos para mí. El universo entero fue testigo de mis hazañas, domesticando tigres, cuando no tenía nada que hacer, y sometiendo a todos los dragones del océano, cuando me sentía aburrido. Fue así como ocupé el trono del lugar en el que había nacido, la Montaña de las Flores y Frutos, estableciendo mi corte en la inexpugnable Caverna de la Cortina de Agua. Todo me parecía poco. Osé, incluso, fijar mi residencia en los reinos celestes, convirtiéndome en una auténtica pesadilla para los moradores de las Regiones Superiores. Allí se me concedió el título de Gran Sabio, Sosia del Cielo, aunque seguía siendo conocido por doquier como el Hermoso Rey de los Monos. Consideré como una gran ofensa que no se me invitara al Festival de los Melocotones Inmortales y eso me movió, en venganza, a apropiarme del zumo de jade que llenaba el Estanque de Jaspe. En la torre sagrada bebí de él cuanto quise y tuve, incluso, la desvergüenza de robar y comer manjares tan exquisitos como los melocotones de los mil años, la comida de los dioses y las píldoras de la inmortalidad. Míos fueron los tesoros de los Cielos y las valiosísimas piezas que guardaban las mansiones de los sabios. Cuando llegaron a oídos del Emperador de Jade semejantes tropelías, envió contra mí a sus mejores guerreros, pero conseguí derrotar a los Nueve Planetas y logré herir a las Estrellas de los Cinco Puntos Cardinales. Ninguno de los soldados celestes me llegaba a la altura de los zapatos, y conseguí mantener a raya a todo un ejército de más de diez mil miembros. El Emperador de Jade no sabía qué partido tomar, decidiendo, por fin, solicitar la ayuda del Pequeño Sabio del Torrente de las Libaciones. A lo largo de nuestro combate realizamos más de setenta y dos metamorfosis, empeñado cada uno en dar lo mejor de sí. La lucha fue tan feroz, que hasta la misma Kwang-Ing de los Mares del Sur hubo de ponerse de parte de mi adversario, prestándole su jarrón y su ramita de sauce. Lao-Tse aportó su lanza de diamante y así lograron, finalmente, capturarme. Atado de pies y manos, fui conducido ante el Emperador de Jade, que decidió que fuera juzgado sin demora. Los funcionarios celestes me hallaron culpable de todos los cargos que se me imputaban y me condenaron a morir decapitado. Nada pudieron contra mí las hachas de los verdugos. Cuando su filo tocaba mi cuello, despedían un reguero de chispas y saltaban por los aires. Al comprender que era imposible darme muerte, me confiaron al cuidado de Lao-Tse, que trató de refinar mi cuerpo, duro como el acero, en su brasero bajo la atenta mirada de los Seis Dioses de la Luz. Cuando a los cuarenta y nueve días exactos levantaron la tapa para ver qué había sido de mí, abandoné de un salto aquel suplicio y continué haciendo de las mías. Conocedores de mi fortaleza, todos los dioses corrieron a esconderse. Los sabios decidieron, entonces, impetrar la ayuda de Buda y la suerte se volvió definitivamente en mi contra. ¡Qué extraordinario poder el de Tathagata!, ¡qué insondable su sabiduría! Le reté a ver quién daba el salto más grande y ni siquiera conseguí separarme de su mano. Perdí totalmente mis poderes y fui recluido en la raíz de una montaña. De esta forma, el Emperador de Jade pudo celebrar, por fin, en los Cielos, un espléndido banquete de paz y el Oeste volvió a recuperar su título de Suprema Felicidad. Más de cincuenta años permanecí encerrado, sin probar un gramo de arroz o un simple sorbo de té. Pero, cuando la Gran Cigarra de Oro decidió reencarnarse y el Este tomó la decisión de enviarle al país de Buda en busca de las escrituras, haciendo posible que el Gran Señor de los Tang liberara a los muertos, Kwang-Ing me convenció para que me sometiera al Bien y abrazara la Fe y renunciara a mi naturaleza salvaje. El juramento que entonces pronuncié me libró de mi prisión de piedra y ahora me encuentro de paso hacia el Oeste en busca de las escrituras sagradas. ¡Deja, pues, de portarte con tanta irreflexión, bestia inmunda, y devuelve la libertad al monje Tang! ¡Todos deben doblegarse ante el auténtico dharma!
                - ¡Así que tú eres el ladronzuelo que osó robar al mismísimo Cielo! - exclamó el monstruo, amenazando al Peregrino -. ¡No huyas y prueba el sabor de mi lanza!
                El Gran Sabio paró el golpe con la barra de hierro, dando así comienzo a un extraordinario combate. Por su parte, el Príncipe Nata y la Estrella de la Virtud de Fuego se abandonaron al ardor guerrero que desde hacía tiempo dominaba sus cuerpos y lanzaron contra el demonio las seis armas celestes y toda la panoplia de la Sección del Fuego. Eso hizo que el Gran Sabio redoblara la fiereza de su ataque, al tiempo que los dos señores del trueno preparaban sus rayos y el devaraja desenvainaba su cimitarra, dispuestos a arrojarse a una sobre su enemigo. Sonriendo con desprecio, el monstruo sacó tranquilamente la escama y, tras tirarla hacia arriba, gritó:
                - ¡Ataca! Al punto se oyó un fuerte silbido y las seis armas celestes, el equipo completo de la Sección del Fuego, los rayos, la cimitarra del devaraja y hasta la misma barra del Peregrino fueron arrebatados hacia lo alto, como si fueran meras plumas de ave. De nuevo volvieron a encontrarse con las manos vacías el Gran Sabio Sun y los otros dioses. El demonio regresó, triunfante, a la caverna y ordenó a sus súbditos:
                - Recoged todas las piedras y rocas que encontréis y reconstruid los pasadizos y las salas. En cuanto lo hayamos concluido, daremos muerte al monje Tang y a sus compañeros, como prueba de agradecimiento a la Tierra. Entonces podremos todos vivir en felicidad y armonía.
                 Los diablillos obedecieron sin rechistar, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, sin embargo, del Devaraja Li, que, al frente de los otros dioses, regresó, cabizbajo, a la cumbre de la montaña. La Virtud de Fuego empezó, entonces, a regañar al Príncipe Nata por no haber sido capaz de dominar su entusiasmo, mientras los dos señores del trueno hacían otro tanto con el devaraja por haber actuado con tan lamentable precipitación. El Señor Acuático, por su parte, se quedó a un lado con la cabeza gacha y tan mohíno como un adolescente malhumorado. Al ver el Peregrino lo abatidos que estaban, no tuvo más remedio que tratar de levantarles el ánimo y, aparentando una alegría que, en realidad, no sentía, dijo, sin dejar de sonreír:
                - ¿A qué vienen esas caras tan largas? Como muy bien afirma el dicho, «la victoria y la derrota son cosas corrientes entre los que se dedican a la guerra». Si nos detenemos a valorar la capacidad luchadora de ese monstruo, por fuerza hemos de concluir que no es mucho mejor que la nuestra. La única clave de su victoria está en esa dichosa escama, que ha vuelto a tragarse nuestras armas. Tranquilizaos y descansad, mientras voy a averiguar algo más sobre su posible origen.
                - Cuando acudisteis por primera vez al Emperador de Jade - contestó el Príncipe -, se escudriñó hasta el último rincón del cielo y no pudo encontrarse ni rastro de ese monstruo. ¿Dónde pensáis proseguir ahora vuestra búsqueda?
                 - He reflexionado mucho sobre ese problema y he llegado a conclusión de que no existe

poder mayor que el dharma de Buda. Tengo pensado, pues, llegarme hasta el Paraíso Occidental y preguntar a Tathagata sobre ese demonio. Le pediré que recorra los Cuatro Grandes Continentes con el ojo de su insondable sabiduría y que descubra de qué lugar es originaria esa bestia que tantos problema nos está causando. Deseo, igualmente, conocer qué tipo de fuerzas se encierran en esa escama. Estoy decidido a hacerme con ella, cueste lo que cueste. Sólo entonces podremos detener al monstruo. Es hora ya de que sea vengado vuestro honor y de que regreséis, victoriosos, al Cielo.
- Si tal es vuestro deseo - dijeron los dioses a coro -, no demoréis más la marcha. Cuanto antes vayáis, más pronto regresaréis.
Dando un salto tremendo, el Peregrino se montó en una nube y se dirigió a toda prisa hacia la Montaña del Espíritu. Fue tal la velocidad a la que se desplazó por los aires, que no tardó en avistarla. Era, en verdad, un lugar maravilloso rodeado de nubes de una pureza difícil imaginar. Sobre su cumbre, que se perdía en el azul de los cielos, se levantaba la gran ciudad del Paraíso Occidental, cuya belleza superaba la de todos los tesoros que posee China. El Aliento Primordial se movía libremente por sus calles, marcando una clara frontera entre el Cielo y la Tierra. Por doquier se veían alfombras de flores y, de vez en cuando, podía escucharse el límpido tañer de campanas, que acompañaban el interminable recitado de las santas escrituras. A la sombra de los pinos, grupos de mujeres proclamaban las gestas del Único, mientras los arhats paseaban con actitud recogida bajo cedros que parecían hechos de jade. Bandadas de grullas venían a posarse sobre el Pico del Buitre. El batir elegante de sus alas contrastaba con el quietismo de los fénix azulados, que parecían estar haciendo guardia en la copa de cada árbol. Parejas de simios de negro pelaje ofrecían a los viandantes frutos de la inmortalidad, compitiendo en generosidad con ciervos entrados en años, que no dejaban de regalar capullos de un llamativo color rojizo. El cielo se veía surcado, sin parar, por bandadas de exóticos pájaros, que parecían conversar con su lenguaje de trinos. En cada rincón crecían macizos de flores de nombres tan bellos como los colores que les daban vida. La línea de montañas que servía de fondo a la ciudad trazaba sobre el horizonte un jeroglífico que ni los calígrafos podían imitar. Todo era belleza en aquel mundo de serena armonía. ¿Cómo podía ser de otra forma, si se trataba de un lugar regido por el Espíritu del Vacío Absoluto? Hasta en el detalle más mínimo se apreciaba la solemne luminosidad del propio Buda.
Cuando más concentrado estaba el Peregrino admirando la belleza que se extendía ante sus ojos, oyó que alguien decía a sus espaldas:
- ¿De dónde venís y adonde vais, Sun Wu-Kung? El Gran Sabio se dio a toda prisa la vuelta y vio que se trataba de la honorable Bhiksuni
1. Tras saludarla con respeto, el Peregrino contestó:
                - Tengo un pequeño problema que desearía exponer directamente Tathagata.
                - ¡Sigues tan mentiroso como siempre! - le regañó Bhiksuni -. Si quieres entrevistarte con Tathagata, ¿por qué no hasta el templo, en vez de detenerte en esta montaña?
                - Es la primera vez que visito este santo lugar y no sé moverme por él - se disculpó el Peregrino.
                - En ese caso, sígueme - le urgió Bhiksuni y el Peregrino corrió tras ella en dirección hacia el Monasterio del Trueno. Allí le cerraron el paso las heroicas figuras de los Ocho Grandes Guardianes del Diamante 2.
                - Espera aquí, Wu-Kung, mientras yo voy a dar cuenta de tu llegada - dijo, entonces, Bhiksuni.

Al Peregrino no le quedó más remedio que quedarse aguardando a la puerta. Cuando Bhiksuni se hubo encontrado en presencia de Buda, juntó respetuosamente las palmas de las manos y dijo:
 - Sun Wu-Kung desea entrevistarse con Tathagata.
Tathagata ordenó que fuera conducido a su presencia y los Guardianes del Diamante no tuvieron ningún inconveniente en dejarle pasar. El Peregrino se echó rostro en tierra y Tathagata le dijo:
                - Había oído comentar que la respetable Kwang-Ing te había puesto en libertad, tras abrazar el budismo y comprometerte a acompañar al monje Tang hasta estas tierras en busca de las escrituras sagradas. ¿Cómo es que has venido tú solo? ¿Quieres explicarme qué es lo que ha sucedido?
                - Permitidme informaros - contestó el Peregrino, volviendo a golpear el suelo con la frente - que desde el momento mismo en el que abracé vuestra fe y me convertí en discípulo vuestro, no me he separado en ningún instante del monje Tang, siguiendo a su lado la larga senda que conduce hacia el Oeste. Al llegar a la Caverna Yelmo de Oro, que se halla enclavada en la montaña del mismo nombre, nos topamos con un demonio que ostenta el pomposo título de Gran Rey de los Búfalos. Sus poderes son tan extraordinarios, que logró apoderarse de mi maestro y de mis otros hermanos y los encerró en el interior de su caverna. Varias veces le he exigido que los ponga en libertad, pero sólo he conseguido enfurecerle aún más. Posee una escama tan blanca como un espíritu, con la que ha logrado arrebatarme en dos ocasiones la barra de hierro. Eso me hizo sospechar en un principio que podría tratarse de un guerrero celeste, atraído al Mundo Inferior por el falso brillo de sus seducciones, por lo que decidí realizar ciertas investigaciones en las Regiones Superiores. El Emperador de Jade tuvo la amabilidad de poner a mi disposición al Devaraja Li y a su respetable hijo, pero el monstruo los desarmó de la misma forma que a mí. Pedí a continuación a la Estrella de la Virtud de Fuego que le quemara vivo, pero los resultados no mejoraron lo más mínimo. Pensando que el agua pondría fin su poderío, acudí a la Estrella de la Virtud de Agua, con el fin de que provocara una inundación que acabara con su vida; sin embargo, la suerte continuó sin ponerse de nuestro lado. Fueron muchas las energías que hube de emplear para recuperar la barra de hierro y las armas de mis otros compañeros; pero, aunque al principio conseguimos hostigarle, al final terminó quitándonoslas otra vez de las manos y volvimos a probar el amargo sabor de la derrota. Tan repetidos fracasos me han movido a venir a suplicaros que volváis vuestra vista hacia el mundo y descubráis cuál es el lugar de origen tan singular criatura. Eso me servirá de gran ayuda para capturarle y poner, por fin, en libertad a mi maestro. Todos nos inclinaremos, entonces, ante vos con las palmas unidas y el firme propósito de buscar en adelante los frutos del bien.
                Tras escuchar tan largo relato, Tathagata escudriñó la distancia con los ojos de su insondable sabiduría y al instante quedó desenmarañado todo el enigma.
                - Aunque acabo de descubrir la identidad de ese monstruo - dijo, volviéndose hacia el Peregrino -, no puedo comunicártela, porque los monos sois incapaces de guardar el menor secreto. Si en algún momento se te llega a escapar que he sido yo el que ha desenmascarado su personalidad, dejaría de luchar contra ti y vendría a la Montaña del Espíritu a pedirme cuentas. Como no quiero, por otra parte, que te marches con las manos vacías, te prestaré el poder de mi dharma y así podrás capturarle.
                - ¿Cuáles son esos poderes que vais a concederme? - preguntó el Peregrino, inclinándose, una vez más, en señal de gratitud.
                Tathagata ordenó a los Dieciocho Arhats que abrieran la sala del tesoro y cogieran dieciocho granitos de arena de mercurio dorado.
                - Regresa a esa caverna - prosiguió Tathagata - y reta, una vez más a ese demonio. Cuando haya abandonado su escondite, los arhats dejarán caer sobre él los granos de arena y quedará tan inmóvil como la montaña en la que mora. Así podrás golpearle
                cuanto quieras.
                - ¡Fantástico! - exclamó el Peregrino, entusiasmado -. ¡Francamente fantástico! Traed inmediatamente esa arena.
                Los arhats tomaron, entonces, el mercurio dorado y abandonaron el palacio. Tras dar las gracias a Tathagata, el Peregrino corrió tras ellos y descubrió que sólo eran dieciséis.
                - ¿Qué clase de lugar es este en que los sobornos corren con la misma facilidad que el agua de lluvia por una torrentera? - gritó, cuando los hubo alcanzado.
                - ¿Quieres decirnos quién está recibiendo sobornos aquí? preguntaron los arhats, sorprendidos.
                - Si no recuerdo mal - respondió el Peregrino -, al principio erais dieciocho. ¿Cómo es que ahora quedáis sólo dieciséis?
                No había acabado de decirlo, cuando se añadieron al grupo el Conquistador de Dragones y el Domador de Tigres.
                - ¿Cómo puedes ser tan malpensado, Wu-Kung? - le regañaron, ofendidos -. Si no hemos salido con vosotros, ha sido porque Tathagata quería darnos algunas instrucciones más.
                - A eso precisamente me refería, cuando hablaba de sobornos - replicó el Peregrino -. Si no llego a ponerme a gritar, seguro que aún estaríais dentro.
                - Los arhats soltaron una sonora carcajada y montaron a toda prisa en sus nubes. En un abrir y cerrar de ojos, llegaron a la Montaña del Yelmo de Oro, donde fueron recibidos respetuosamente por el Devaraja Li y los otros dioses.
                - No es preciso que entréis en detalles - dijo uno de los arhats -. Bajad a retar a esa bestia y hacedla salir, cuanto antes.
                El Gran Sabio se llegó hasta la caverna, levantó el puño en alto y gritó con todas sus fuerzas:
                - ¡Sal de ahí inmediatamente, monstruo llorón, y prueba el sabor de los puños de tu querido abuelito Sun!
                Los diablillos que montaban la guardia de nuevo volvieron a refugiarse en el interior de la cueva.
                - ¡Maldito mono! - exclamó el demonio, en cuanto se hubo enterado de su llegada -. Me pregunto con qué ayuda contará esta vez.
                - No hay ningún guerrero con él - informaron los diablillo -. Está totalmente solo.
                - ¡Qué cosa más rara! - volvió a exclamar el demonio -. ¿Cómo se atreve a venir a retarme él sólito, cuando su arma se encuentra en mi poder? ¿Será que quiere que luchemos otra vez con los puños?
                Tras coger la lanza y la escama, ordenó a los diablillos que giraran la enorme piedra que protegía el acceso a la caverna y, de un salto, se puso ante su adversario, al que insultó, diciendo:
                - ¡Jamás había conocido a nadie tan cabezota como tú! ¿Cómo te atreves a venir a molestarme, cuando te has enfrentado conmigo yo qué sé la de veces y en todas has salido trasquilado? Tenías que haberte conformado con una o dos derrotas.
                - ¡Se nota que eres incapaz de distinguir el bien del mal! - replicó el Peregrino -. Si no quieres que tu abuelito destruya totalmente tu morada, ríndete, pon en libertad a mi maestro y a mis otros hermanos y pide disculpas por todas las tropelías que has cometido con ellos así podré perdonarte la vida.
                - Esos tres monjes de los que hablas acaban de ser depilados - contestó el monstruo -. No comprendo cómo sigues interesándote por ellos, cuando están a punto de ser sacrificados. Te aconsejo, pues, que te marches cuanto antes.

Al oír la palabra «sacrificados», el fuego de la ira ascendió hasta el volcán de su rostro. Incapaz de dominar la furia que le embargaba, apretó cuanto pudo los puños y se lanzó contra el demonio, dando puñetazos y ganchos. El monstruo no tuvo más que extender su lanza para detenerle, pero el Peregrino empezó a saltar de un lado para otro y la bestia cayó en la trampa. Seguro de la victoria, abandonó la entrada de la caverna y corrió tras su adversario en dirección sur. Sin pérdida de tiempo, el Peregrino gritó a los arhats que dejaran caer sobre el demonio los granos de arena del mercurio dorado. ¡Qué extraordinaria era, en verdad, esa arena! Se extendió, al principio, si fuera una especie de niebla y empezó a descender lentamente hacia el suelo. Aunque su color era blanco, no había ojo capaz de traspasarla, como si, en realidad, se tratara de una densa oscuridad empeñada en borrar todos los caminos. Los leñadores que se encontraban, de hecho, trabajando en el bosque eran incapaces de verse unos a otros y los jóvenes que habían salido a recoger hierbas no podían encontrar el camino que conducía hasta sus casas. La neblina volaba en las del viento, como si fuera flor de harina purísima, aunque a veces los granos que la componían parecían poseer el grosor de semillas de alpiste. A medida que la oscuridad se iba apoderando de las cumbres, el mundo se iba tornando más gris cada vez, hasta que el sol quedó totalmente oscurecido y el firmamento desapareció por completo. En nada se parecía esa arena al polvo que levantan los cascos de los caballos ni al aroma que dejan tras sí los carros cargados de heno, porque su naturaleza es tan terrible, que posee la capacidad de hacer desaparecer el mundo entero, con tal de capturar a una bestia. Suya era únicamente la culpa. Si no hubiera abandonado el camino del bien, los arhats jamás hubieran liberado una fuerza tan destructora, que a veces poseía el brillo de las perlas y, otras, la oscuridad más absoluta.
Cuando el demonio vio que los granos de arena cegaban sus ojos agachó en seguida la cabeza, pero entonces comprobó que los pies no le obedecían, como si formaran parte de la tierra. El volumen de arena iba creciendo a su alrededor de una manera increíble. Desesperado, trató de saltar hacia arriba, pero la arena continuaba elevándose, como si fuera una riada, y no pudo hacerlo. Como último intento, sacó la escama, la lanzó hacia lo alto y gritó:
- ¡Ataca! - y al punto se escuchó un penetrante silbido que absorbió los dieciocho granitos de arena de mercurio dorado. De esta forma, pudo regresar, por fin, a su caverna.
Los arhats se quedaron boquiabiertos y con las manos vacías en lo alto de sus nubes. El Peregrino se acercó a ellos, alarmado, y les preguntó:
-¿Se puede saber por qué habéis dejado de arrojar arena?
                - Se oyó un sonido muy agudo - explicó uno de ellos, desconcertado - y nuestros granitos de arena de mercurio dorado desaparecieron como por arte de magia.
                - ¿Así que también os los ha chupado esa maldita escama? - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada.
                - ¿Cómo vamos a detener a ese monstruo? - se quejó el Devaraj Li -. De seguir así, jamás podremos regresar a los Cielos. ¿Quien va a atreverse a presentarse ante el Emperador de Jade, sin haber cumplido la misión que le había sido confiada?
                - ¿Sabes, Wu-Kung, por qué tardamos más que los demás en salir del Palacio? - preguntaron, entonces, el Conquistador de Dragón el Domador de Tigres.
                - ¡Yo qué sé! - contestó el Peregrino -. Llegó un momento en que temí que os hubierais echado atrás. ¿Qué otra explicación podía ocurrírseme?
                - Tathagata nos advirtió que ese monstruo poseía poderes extraordinarios - explicó uno de los arhats -. Nos aconsejó, al mismo tiempo, que, en caso de que perdiéramos nuestros granitos de arena de mercurio dorado, vos deberíais rastrear sus orígenes en el Palacio del Cielo Impasible de Lao-Tse. El monstruo sería, entonces, capturado con la misma facilidad con que uno chasca los dedos.
                - ¡Es increíble! - exclamó el Peregrino, visiblemente ofendido -. ¡Hasta el mismísimo

Tathagata se burla de mí! ¿Por qué no me dijo eso, cuando fui a visitarle a su palacio? De esa forma, me hubiera ahorrado un viaje en balde.
                - ¿A qué viene quejarse de esa forma? - repuso el Devaraja Li -. Si Tathagata dispuso que lo hicierais así, no os queda más remedio que obedecer.
                - En ese caso - concluyó el Peregrino -, no hay más que hablar - y, montando en su nube, se dirigió a la Puerta Sur de los Cielos.

Allí fue recibido por los Cuatro Grandes Mariscales, quienes, tras doblar las manos y elevarlas a la altura de la barbilla en señal de saludo, le preguntaron:
                - ¿Qué tal va el asunto del monstruo? ¿Habéis conseguido ya capturarle?
                 - Todavía no - contestó el Peregrino, sin detenerse -, pero a punto estamos de lograrlo.

Los Cuatro Grandes Mariscales no se atrevieron a echarle el alto y le dejaron trasponer tranquilamente las puertas del Cielo. Mudos de asombro, comprobaron que esta vez no se dirigió al Salón de la Niebla ni a la Mansión del Mirlo Acuático, sino al Palacio Tushita del Cielo Impasible, que se encontraba más allá, incluso, del Trigesimotercer Paraíso. Fuera del palacio había dos inmortales jóvenes. Sin decirles quién era, el Peregrino trató de seguir adelante, pero los asombrados jóvenes le agarraron de la ropa y le preguntaron, malhumorados:
-¿Se puede saber quién eres y adonde vas?
                - Soy el Gran Sabio, Sosia del Cielo - contestó escuetamente el Peregrino - y deseo ver a Lao-Tse.
                - Podías tener un poco más de educación, ¿no? - le echó en cara uno de los jóvenes -. Espera aquí, mientras vamos a anunciar tu llegada.

Pero el Peregrino no quiso atenerse a razones y, dando un grito tremendo, se metió corriendo en el palacio, yendo a chocarse de morros con el propio Lao-Tse, que salía en aquellos momentos a dar un paseo. Tras inclinarse a toda prisa ante él, el Peregrino preguntó:
                - ¿Puedo hablar con vos un momento?
                - ¿Quieres explicarme qué estás haciendo aquí? - preguntó Lao Tse -. ¿Por qué has renunciado a tu compromiso de ir en busca de las escrituras?
                - Ésa es una empresa que parece que nunca vaya a tener fin - contestó el Peregrino -. Ahora mismo, sin ir más lejos, se encuentra detenida. Por eso, precisamente, he decidido acudir a vos.
                - Si es verdad lo que dices - objetó Lao-Tse -, ¿por qué piensas que pueda servirte yo de ayuda?
                - Estoy tratando de encontrar una pista que me deje expedito el camino que conduce al Paraíso Occidental - volvió a responder el Peregrino -. Su nombre es tan pomposo, que a veces suena a burla. De todas formas, hasta que no haya llegado a él, no proferiré queja alguna.
                - ¿Qué pista piensas encontrar en una morada tan perfecta de inmortales como es este palacio? - inquirió, una vez más, Lao-Tse.

Por toda respuesta, el Peregrino entornó los ojos y se adentró en la mansión, mirando nerviosamente a derecha e izquierda. Tras recorrer un auténtico dédalo de pasillos, descubrió junto a los establos a un muchacho que estaba profundamente dormido. Tenía en las manos un ronzal, pero no había ni rastro del carabao.
- ¡Se os ha escapado el carabao! - gritó el Peregrino, despertándole a empellones -. ¿Es
que no pensáis ir a buscarle?  Eran tales las voces que daba el Peregrino, que terminó acudiendo el mismo Lao-Tse.
- ¿De qué carabao estáis hablando? - preguntó, entre sorprendido y alarmado.
El muchacho, que había terminado de despertarse del todo, cayó de rodillas y confesó, lloroso:
                - Me he quedado dormido y no sé ni cómo ni cuándo se ha apartado de mi lado el animal que me habéis confiado.
                - ¿Cómo es posible que te hayas rendido al sueño? - le regañó Lao-Tse.
                - Tomé una píldora de la cámara del elixir - confesó el muchacho, golpeando repetidamente el suelo con la frente - y, en cuanto la hube tragado me quedé dormido.
                - Debe de ser una pastilla del Elixir de las Siete Transformaciones del Fuego, que hice el otro día - reflexionó Lao-Tse en voz alta -. Se me cayó una y este mocoso la cogió y se la comió. En fin, esas píldoras tienen la virtud de hacer dormir a quien las pruebe durante siete días seguidos. Al ver que el muchacho no despertaba y que nadie se ocupaba de él, ese dichoso carabao se escapó y se marchó a las Regiones Inferiores. De eso debe de hacer ya por lo menos siete días.
                Lao-Tse quiso averiguar si faltaba alguno más de sus tesoros, pero el Peregrino lo tranquilizó, diciendo:
                - Creo que no se ha llevado consigo más que una pequeña escama blancuzca, aunque su poder es, francamente, asombroso.

Pese a todo, Lao-Tse hizo un rápido recuento de todos sus tesoros y descubrió que, en efecto, sólo le faltaba una pequeña lasca de diamante.
                - ¡Esa maldita bestia se ha llevado mi lasca! - exclamó Lao-Tse, preocupado.
                - ¡Así que se trata de la misma esquirla que en su día me derribó a mí! - exclamó, a su vez, el Peregrino -. En manos de ese monstruo parece haberse vuelto loca y se ha tragado yo qué sé la de cosas.
                - ¿Dónde se encuentra ahora esa maldita bestia? - preguntó Lao-Tse.
                - En la Caverna del Yelmo de Oro, que, como sabéis, se encuentra enclavada en la montaña del mismo nombre - contestó el Peregrino -. Con ayuda de vuestro tesoro atrapó primero al monje Tang y se hizo después con mi barra de los extremos de oro. No contento con eso, cuando solicité la ayuda de los guerreros celestes, arrebató al Príncipe todas sus armas. Lo mismo le ocurrió a la Estrella de la Virtud de Fuego. Únicamente el Señor Acuático logró escapar indemne de él, pero sus huestes de agua se mostraron incapaces de ahogarle. Recurrí, finalmente, a Tathagata, pero hasta la arena de cinabrio dorado de los arhats fue a parar al vientre de esa arma tan poderosa. ¿De qué puede acusarse a un monstruo, cuando alguien como vos le permite adueñarse de vuestros más preciados tesoros para castigar a la gente?
                - Desde que era joven he estado perfeccionando esa lasca de diamante -confesó Lao-Tse -. Precisamente con ella convertí a los bárbaros, cuando traspuse el paso de Han - Ku. Nada, incluidos el fuego y el agua, puede hacerle el menor daño. Si ese monstruo hubiera llegado a robarme también el abanico de llantén, ni yo mismo podría mover un solo dedo en su contra.
                 Lao-Tse tomó, entonces, su preciado abanico y montó en una nube, seguido por el Gran Sabio, que no dejaba de sonreír. Abandonaron los Cielos por la Puerta Sur y se dirigieron a toda prisa hacia la Montaña del Yelmo de Oro. Allí fueron recibidos por los Dieciocho Arhat, los señores del trueno, el Señor Acuático, la Virtud de Fuego y el Devaraja Li y su hijo, que volvieron a ponerle al tanto de lo ocurrido.
                - Creo que debes bajar a retarle, una vez más - dijo Lao-Tse a Wu-Kung -. Eso facilitará mucho mi tarea.

De un salto, el Peregrino volvió a situarse delante mismo de la caverna y, alzando la voz, dijo:
- ¡Sal, de una vez, de tu escondite, bestia llorosa, y prepárate para morir!
Los diablillos corrieron al interior de la caverna a informar al monstruo de su llegada, tan asustados como si fuera la primera vez que le veían.
- ¡Qué pesado es ese dichoso mono! - exclamó con fastidio -. Me pregunto a quién habrá traído esta vez - y, cogiendo su lanza, se dirigió con paso seguro hacia la entrada de la caverna.
- ¡Ten la certeza de que no vas a volver a trasponer esa puerta con vida, bestia inmunda! - gritó el Peregrino, al verle -. ¡No huyas y prueba el sabor de mis puños!
Antes de que el monstruo pudiera reaccionar, le asestó una patada tremenda en la zona del oído y huyó a toda prisa. El demonio se repuso en seguida y corrió tras él con la lanza en ristre. Fue entonces cuando oyó que alguien decía desde lo alto de la montaña:
- ¿A qué espera ese carabao para regresar a casa?
El demonio levantó la cabeza y, al ver que se trataba de Lao-Tse, el corazón le dio un vuelco y se puso a temblar, como si fuera una hojita diminuta de bambú.
- ¡Ese mono es el ser más malvado de toda la tierra! - se dijo con rabia -. ¿Cómo se las habrá arreglado para dar con mi maestro?
Lao-Tse, por su parte, recitó un conjuro y empezó a dar aire con su abanico. El monstruo arrojó, entonces, la escama contra él, pero maestro la atrapó sin ninguna dificultad. Sacudió por segunda vez el abanico y el demonio perdió toda su fuerza. Los músculos se le agarrotaron y al poco tiempo se convirtió en un carabao de color verdoso. Lao-Tse lanzó su aliento sobre la esquirla de diamante y, tras transformarla en una argolla de hierro, se la pasó a la bestia por el tabique nasal. No contento con eso, se quitó la faja que rodeaba su a cintura y, atándola a un extremo de la anilla, dirigió al bruto por los senderos que estimó más apropiados. Fue así como quedó fijada la costumbre, que aún subsiste hoy en día, de guiar a los carabaos con ayuda de un aro de hierro.
Después de despedirse de los otros dioses, Lao-Tse se montó en el carabao y se elevó hacia lo alto, camino del Palacio Tushita. ¿Qué otra cosa podía hacer, una vez cumplida su misión de doblegar a la bestia, que retornar a su Cielo Impasible?
El Gran Sabio Sun y los otros dioses entraron, entonces, a saco en la caverna y acabaron con todos los diablillos que quedaban, poco más de un centenar. Una vez recuperadas sus armas, el Devaraja Li y su hijo regresaron a los Cielos, los señores del trueno retornaron a sus mansiones, la Estrella de Fuego volvió a su palacio, el Señor Acuático se zambulló en las aguas de un río y los arhats iniciaron su camino de vuelta hacia el Oeste. El Peregrino, por su parte, tomó la barra de hierro y corrió a liberar al monje Tang, a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que le agradecieron con lágrimas en los ojos cuanto había hecho por ellos. Cargaron a continuación el equipaje a lomos del caballo y abandonaron para siempre aquella caverna. No les costó mucho trabajo dar con el camino principal. De esta forma, pudieron seguir adelante con su viaje. Mientras caminaban, oyeron una voz, que decía:
- Antes de marcharte, es preciso que te alimentes, monje Tang.
Un temor abismal se apoderó del maestro. No sabemos quién podía ser el que así le hablaba. El que desee averiguarlo por fuerza tendrá que prestar atención a las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO LIII
TRAS PROBAR LA COMIDA, EL MAESTRO ZEN QUEDA EMBARAZADO POR OBRADE LOS ESPÍRITUS. LA BRUJA AMARILLA PONE FIN AL EMBARAZO CON AYUDA DEL AGUA
Ochocientas veces deben repetirse las obras virtuosas, hasta lograr amontonar tres mil méritos secretos. Es preciso aprender a tratar de la misma forma al amigo y al enemigo, lo que nos es propio y lo que nos es ajeno. Sólo entonces podremos pronunciar el primer voto 1 del Paraíso Occidental. Nada pueden contra el demonio con forma de toro las armas celestes, la pureza delagua y la inocencia del fuego. Únicamente Lao-Tse es capaz de dominarlo, conduciendo, sonriente, el carabao verde por los caminos que llevan directamente al Cielo.
Decíamos que, mientras caminaban, alguien llamó a los peregrinos. Más de uno se preguntará quién podría ser. Pues bien, no eran otros que el dios de la cordillera y el espíritu de la Montaña del Yelmo de Oro. Llevaban en las manos una escudilla para pedir limosnas de oro rojizo y no dejaban de gritar, mientras andaban:
                - Maestro, éste es el cuenco de arroz que el Gran Sabio Sun mendigó para vos en un lugar lleno de corazones generosos. Si caísteis en manos de ese monstruo, fue porque no prestasteis oídos al consejo que os dio. Por ello, antes de lograr devolveros hoy mismo la libertad, el Gran Sabio hubo de soportar muchos trabajos y pasar un sinfín de penalidades. Comed, pues, de este arroz, antes de proseguir vuestro viaje, y no abuséis de la piedad filial que el Gran Sabio muestra hacia vos.
                - Ahora comprendo lo mucho que te debo - dijo Tripitaka, volviéndose hacia el Peregrino -. Jamás podré agradecerte bastante lo que has hecho por nosotros. De haber sabido que iba a pasar lo que después ocurrió, no habría abandonado el círculo que trazaste y, así, no habría corrido el peligro que a punto ha estado de poner fin a mi empresa.
                - A decir verdad, maestro - contestó el Peregrino -, si fuisteis a parar al círculo de otro, fue porque no creísteis en el mío. ¡Cuánto habéis tenido que sufrir por ello! Sólo de pensarlo, la tristeza se apodera de mi corazón.
                - ¿Qué quieres decir con eso del círculo de otro? - preguntó Ba-Chie.
                - Que el maestro haya padecido tanto ha sido debido únicamente a tu maldita bocaza y a esa lengua que tú tienes - contestó el Peregrino -. Todo cuanto tuve la desdicha de remover en Cielo y Tierra - el fuego, el agua, los soldados celestes y la arena de mercurio del propio Buda - fue tragado por esa escama tan blanquecina como el rostro de un fantasma. Tathagata tuvo, sin embargo, la delicadeza de revelarme, por medio de los arhats, cuáles eran los orígenes de ese monstruo y, así, pude acudir a Lao-Tse y pedirle que viniera a arrestarle. Suyo era, en efecto, el carabao verde que provocó tantos desastres.
                - Mi querido discípulo - exclamó Tripitaka, al oír eso, invadido por una ola de profunda gratitud -, ten por seguro que, después de haber pasado por una experiencia tan terrible, no volveré a echar en saco roto tus consejos.

 Seguidamente dividieron el arroz en cuatro partes iguales y comenzaron a comerlo. Tan caliente estaba que hasta echaba humo.
                - ¡Qué raro que todavía esté quemando, cuando lleva aquí yo qué sé la de tiempo!
                - En cuanto me enteré de que el Gran Sabio había adquirido un mérito tan extraordinario - confesó el espíritu local, echándose rostro en tierra -, decidí calentároslo yo mismo, antes de servíroslo.

En un abrir y cerrar de ojos dieron buena cuenta del arroz y volvieron a guardar la escudilla de pedir limosnas. Tras despedirse del dios de la cordillera y del espíritu de la montaña, el maestro montó en el caballo y siguió adelante con su viaje. Libre su mente de toda preocupación, ajustaron totalmente su modo de obrar a las exigencias de la sabiduría 2, descansando junto a los cursos de agua y saciando su hambre en los salones del viento que conducía al Oeste.
Caminaron sin detenerse durante mucho tiempo y, de nuevo, volvió a hacerse presente la primavera. Hasta sus oídos llegaron los murmullos de las rojizas golondrinas, tan tenaces en sus cantos que sólo los abandonaban cuando sus picos se negaban a seguirles obedeciendo, y los límpidos trinos de las oropéndolas, cuyas notas quedaban vibrando en el aire durante horas y horas. El suelo aparecía totalmente cubierto de pétalos, como si fuera un inmenso paño lleno de bordados. Toda la montaña era una auténtica explosión de colores. En su cumbre los ciruelos mostraban, orgullosos, el tímido verdor De sus capullos, mientras a lo largo de los barrancos los cedros hacían gala de una vitalidad aún mayor, deteniendo entre sus ramas las nubes. Los pastos aparecían difuminados, en la lejanía, por una tenue neblina azulada, los arenales, por su parte, brillaban como gemas bajo el calor sofocante del sol. Por doquier se llenaban de capullos los árboles y los sauces se revestían de hojas nuevas. ¿Cómo podía ser de otra forma, si el sol volvía a acercarse, una vez más, a la tierra?
Cuando más embelesados estaban con tanta belleza, se toparon con un río, no muy ancho, de aguas claras y frías. El monje Tang tiró de las riendas del caballo y vio a lo lejos un grupo de chozas con los tejados de ramas, construidas a la sombra de unos sauces tan verdes que recordaban el jade.
                - Por fuerza tiene que vivir en esas casas alguien que se encargue de pasar a los caminantes a la otra orilla - dijo el Peregrino, apuntándolas con el dedo.
                - Es posible - contestó Tripitaka -, pero, dado que por ninguna se ve balsa alguna, no me atrevo a afirmarlo con toda seguridad.
                - ¡Eh, barquero! - gritó Ba-Chie, dejando caer al suelo el equipaje que llevaba -. ¡Acerca aquí tu balsa!

Aunque no se veía a nadie, Ba-Chie no se arredró y continuó chillando. Al poco tiempo por entre los sauces apareció, en efecto, una balsa, que crujía lastimosamente al ritmo de la batea. Tanto el maestro como los discípulos se quedaron mirándola fijamente, mientras se acercaba a la orilla. Dejaba tras de sí una cola de espuma, que las ligeras ondas del río se encargaban de disolver en seguida. Su cubierta estaba hecha de troncos tan uniformes que parecían, en realidad, tablas. Justamente en su centro se levantaba una pequeña construcción de madera pintada de verde y sujeta a la proa con un cable de hierro, que pasaba, igualmente, por unas argollas de la popa, muy cerca del timón. Aunque se trataba de una embarcación muy sencilla, se veía a las claras que estaba capacitada para surcar océanos y lagos. Llamaba la atención que sus remos fueran de cedro y de pino, cuando carecía hasta de mástil. Pese a que, con toda seguridad, no podría realizar los grandes trayectos de los barcos celestes, bastaba para atravesar la anchura de un río. Su misión era, de hecho, unir de continuo, sus dos márgenes por el punto más fácil de vadear. En cuanto hubo llegado a la orilla, el hombre que la bateaba levantó la voz y dijo:
- ¡Venid aquí, si queréis cruzar el río!
Tripitaka espoleó el caballo y vio que el batelero llevaba cubierta la cabeza con un turbante de lana y calzaba unos zapatos de seda negra. Vestía, igualmente, una chaqueta de lana y unos pantalones tan remendados, que no se sabía de qué estaban hechos. Lo mismo le ocurría a la camisa, que se le salía descuidadamente por la cintura. Aunque se apreciaba claramente que poseía unas muñecas firmes y una musculatura propia de un luchador, sus ojos carecían de brillo, poseía profundas arrugas y todos sus rasgos eran los de una persona entrada ya en años. Por contraste, su voz resultaba llamativamente suave y tan melodiosa como el canto de una oropéndola. Eso le hizo comprender al maestro que se trataba, en realidad, de una anciana.
                - ¿Eres tú la encargada de batear esta balsa? - preguntó el Peregrino, acercándose a ella.
                - Sí - respondió la mujer.
                - ¿Cómo es que no hay bateleros por aquí? - volvió a preguntar el Peregrino -. ¿Por qué os dedicáis las mujeres a esos menesteres?

La anciana no contestó. Sólo sonrió y se puso a bajar la plancha. El Bonzo Sha saltó, entonces, a la balsa con la pértiga a la espalda. Lo hicieron después el maestro y el Peregrino, que hubieron de echarse a un lado para dejar pasar a Ba-Chie con el caballo.
La anciana volvió a levantar la plancha y comenzó a batear con fuerza. Lo hizo con tal energía que en seguida llegaron a la orilla opuesta. Nada más poner el pie en tierra, el maestro pidió al Bonzo Sha que abriera la bolsa y entregara unas cuantas monedas a la mujer. Sin detenerse siquiera a discutir sobre el precio, la anciana ató la balsa a un tocón que había junto al agua y se dirigió hacia el pueblecillo de chozas, sin dejar de reírse, como si fuera una jovencita. Al ver Tripitaka lo clara que estaba el agua, sintió sed y dijo a Ba-Chie:
                - Coge la escudilla de pedir limosnas y tráeme un poco de agua.
                - Yo mismo estaba a punto de echar un trago - contestó el Idiota, sacando la escudilla y entregándosela al maestro, tras llenarla hasta arriba de agua.

El maestro apenas bebió la mitad. El Idiota, por su parte, lo apuró del todo y le ayudó a montar, otra vez, en el caballo. Apenas transcurrido medía hora desde que reanudaron el viaje, cuando el maestro empezó a quejarse de una forma francamente lastimosa.
                - Me duele el estómago - dijo, sin bajar de la cabalgadura.
                - A mí también - exclamó Ba-Chie.
                - Debe de ser por el agua que bebisteis - confirmó el Bonzo Sha.  No había acabado de decirlo, cuando el maestro volvió a quejarse, diciendo:

-¡No puedo soportar este dolor!
- ¡Yo tampoco! - repitió Ba-Chie, retorciéndose -. ¡El dolor es, francamente, tremendo!
Mientras se quejaban de forma tan lastimera, el vientre empezó a hinchárseles, como si fuera una vejiga de cerdo. Dentro comenzó a formárseles una especie de coágulo de sangre que crecía y crecía, como un muñón de carne. Poniendo la mano sobre la barriga, podía sentírsele dar patadas y saltar, como un salvaje, de un lado para otro. Tripitaka se encontraba muy mal, cuando lograron, por fin, llegar a una aldea que se alzaba más adelante. De las ramas de un árbol cercano colgaban dos manojos de heno y el Peregrino dijo, al verlas:
                - Estamos de suerte, maestro. La casa de ahí delante debe de ser una posada. Me acercaré a ella y le pediré a su dueño que me dé un poco de agua caliente. También le preguntaré si hay por aquí cerca alguna farmacia, así podrá aplicaros un ungüento con el que aplacar vuestro dolor.
                Animado por esas palabras, Tripitaka espoleó su caballo y no tardaron en llegar a la aldea. Al desmontar, vio junto a las puertas del lugar a una anciana tejiendo cáñamo encima de un montón de hierba. El Peregrino se acercó a ella y, juntando las palmas de las manos a manera de saludo, se inclinó ante ella y dijo:
                - Este humilde monje, señora, viene del Gran Reino de los Tang, que se haya situado en las Tierras del Este. El maestro al que sigo posee de hecho, la misma sangre que el señor que lo rige. Desgraciadamente se encuentra enfermo con un terrible dolor de estómago, que le entró al beber un poco de agua del río que vadeamos algo más arriba.
                - ¿Dices que habéis bebido agua del río? - preguntó la anciana, tratando de contener a duras penas la risa.
                - Así es - contestó el Peregrino -. Hemos tomado un poco de agua del río que corre al este de aquí.
                - ¡Jamás había oído nada más divertido! - exclamó la mujer, soltando, finalmente, la carcajada -. ¡Qué risa! Entrad y os contaré algo.

El Peregrino agarró, entonces, al monje Tang del brazo, mientras el Bonzo Sha hacía otro tanto con Ba-Chie. A cada paso que daban, lanzaban un lastimero quejido. Con no poca dificultad, lograron entra en la cabaña y se sentaron, sin dejar de gemir. El vientre les había crecido de una forma increíble y tenían el rostro amarillento de tanto como sufrían.
- Por favor, señor - repetía, una y otra vez, el Peregrino -. Traednos un poco de agua caliente. Ya os recompensaremos después por ello.
En vez de traer lo que se le pedía, la anciana se metió dentro y gritó, sin dejar de reír a carcajadas:
 -¡Venid a echar un vistazo! ¡Venga, rápido!
Se oyó un revuelo de pasos torpes y al punto apareció un grupo de mujeres, que clavaron la vista en el monje Tang, mientras se unían a las escandalosas carcajadas de la vieja. El Peregrino perdió los estribos y dio un grito tan fuerte que se movieron hasta los cimientos de la choza; tal era su furia. Las mujeres se desperdigaron, asustadas, chocando cómicamente unas contra otras. Rechinándole los dientes, el Peregrino se lanzó contra la anciana y, agarrándola con fuerza del brazo, volvió a gritar:
- ¡Te he dicho que traigas un poco de agua caliente! ¡Si quieres seguir con vida, ya sabes lo que tienes que hacer!
- El agua caliente no sirve para nada - contestó la anciana, temblando de pies a cabeza ­. De hecho, no puede curar los dolores de estómago. Soltadme y os contaré algo. Éste ­prosiguió diciendo, una vez que se hubo sentido libre - es el País de las Mujeres del Liang Occidental 3. En esta tierra no hay un solo varón; todas somos hembras. Eso explica que nos pusiéramos tan contentas, al veros. El agua que ha tomado vuestro maestro no puede decirse que sea de las más puras, ya que pertenece al Río de la Madre y el Hijo. En las afueras de nuestra capital existe una posada para los varones, que está situada exactamente junto al Arroyo de los Embarazos. Hasta que no cumplimos los veinte años ninguna de nosotras se atreve a tomar agua de este río, porque quedaría embarazada tan pronto como tragara un sorbo. Caso de hacerlo, debería ir a los tres días a la Posada de los Varones a mirarse en el arroyo que corre por allí. Si su figura aparece reflejada en el agua dos veces, tendrá por seguro que dará a la luz a un hijo. Con ello quiero deciros, en definitiva, que, si, como afirmáis, vuestro maestro ha probado del agua del Río de la Madre y el Hijo ha quedado embarazado y, con el tiempo, dará a luz a un niño. ¿Qué puede hacer el agua caliente por aliviar sus males?
Al oírlo, Tripitaka se quedó tan pálido como la cera y exclamó, temblando de pies a cabeza:
                - ¿Qué vamos a hacer?
                - ¿Cómo vamos a dar a luz, si somos hombres? - se lamentó Ba-Chie, abriéndose cuanto pudo de piernas -. ¿Por dónde vamos a echar a la criatura, si no tenemos agujero para ello?
                - Según los antiguos - dijo el Peregrino, soltando la carcajada -, “los melones maduros se caen por su propio peso». Cuando llegue la hora, lo más seguro es que te aparezca un agujero en el sobaco y el niño salga tranquilamente por allí.

Al oírlo, Ba-Chie se puso a temblar de miedo y eso acrecentó aún más el dolor que sentía.
                - ¡Estoy acabado! ¡Acabado! - gritaba, desesperado -. ¡Prefiero irme!
                - ¡No te muevas tanto, por favor! - le aconsejó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. A lo mejor estropeas el cordón umbilical y el niño nace con alguna deformación.
                Eso alarmó aún más al Idiota, quien, con lágrimas en los ojos, agarró al Peregrino de la ropa y le suplicó, diciendo:
                - Pide a esa mujer que vaya en seguida en busca de alguna comadrona que no haga mucho daño. Por fuerza tiene que haberlas en este lugar. Las contracciones se están haciendo cada vez más frecuentes. Eso quiere decir que la hora del parto está cerca. ¡Ya viene, ya viene!
                - Si estás a punto de parir - volvió a decir el Bonzo Sha, sin poder tener la risa -, lo mejor que puedes hacer es quedarte quieto de vez. ¿No querrás romper la bolsa de aguas, verdad?
                - ¿No hay por aquí cerca ningún médico? - preguntó Tripitaka a la mujer, sin parar de gemir -. Dales la dirección a mis discípulos y que vayan a buscarle en seguida. A lo mejor dispone de algún remedio para hacer abortar.
                - Las medicinas no valen para nada - contestó la anciana -. De todas formas, al sur de aquí se encuentra la Montaña de la Supresión de los Machos, en la que se abre la Caverna de la Anulación de los niños. Dentro de ella corre, precisamente, el Arroyo de los Abortos. Para acabar con un embarazo, sólo es necesario tomar un sorbo de sus aguas. El problema es que actualmente no es nada fácil llegar hasta ellas. El año pasado apareció un taoísta llamado el Auténtico Inmortal Complaciente y cambio el nombre de Caverna de la Anulación de los Niños por el de Santuario de la Reunión de los Inmortales. No contento con eso, declaró que el agua del Arroyo de los Abortos era exclusivamente suya y desde entonces se ha negado a distribuir sin pagar nada. El que quiera un poco tiene que darle, a cambio, fuertes sumas de dinero, junto con una gran cantidad de carne, vino y toda clase de frutas. Además, debe inclinarse ante él con un respeto que únicamente se debe a los dioses. Sólo entonces se aviene a entregar una ridícula cantidad de esa agua. Según veo, todos vosotros vivís de la limosna. ¿De dónde vais a sacar tanto dinero como exige ese inmortal? Lo mejor que podéis hacer es quedaros aquí y esperar a que deis a luz.
                - Señora - preguntó el Peregrino, aliviado, al oírlo -, ¿a qué distancia se encuentra de aquí la Montaña de la Supresión de los Machos?
                - A tres mil kilómetros aproximadamente - respondió la anciana.
                - ¡Estupendo! - exclamó el Peregrino -. No os preocupéis más, maestro. Ahora mismo

voy a ir a por un poco de esa agua.  Se volvió después hacia el Bonzo Sha y le ordenó:
- Cuida del maestro. Si esta gente se porta mal con vosotros y trata de haceros el menor daño, asústala un poco con tu fiereza. Me voy a por el agua.
El Bonzo Sha sacudió la cabeza en señal de conformidad. La anciana sacó, entonces, una palangana grande de porcelana y dijo, entregándosela al Peregrino:
- Coge toda el agua que puedas. La guardaremos para algún imprevisto.
El Peregrino cogió la palangana, salió de la choza y se montó en una nube. Al verlo, la anciana cayó de hinojos e, inclinándose como si hubiera perdido el juicio, empezó a gritar:
- ¡Es increíble! ¡Este monje sabe cabalgar por las nubes!
 Inmediatamente corrió a llamar a las otras mujeres y, todas a una, se arrodillaron ante el monje Tang, golpeando respetuosamente el suelo con la frente y llamándole arhat y bodhisattva. Sin pérdida de tiempo, hirvieron agua y prepararon un poco de arroz, con que agasajar a huéspedes tan distinguidos, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellas.
Si lo haremos, sin embargo, del Gran Sabio Sun. Con el fin de llegar cuanto antes a su destino, dio un salto tremendo, pero se encontró con que le cortaba el paso la cumbre de una montaña altísima. Descendió a toda prisa de su nube y, abriendo cuanto pudo los ojos, miró, sorprendido, a su alrededor. La montaña en la que se encontraba era, en verdad, extraordinaria. Por doquier se veían inmensas alfombras de flores exóticas, extensísimos paños de hierbas salvajes y una filigrana de arroyos, que parecían perseguirse unos a otros. De ese ambiente de ociosa relajación participaban también las nubes, que se precipitaban por los barrancos, numerosísimos y cubiertos totalmente de enredaderas y vides. Las cumbres de otras montañas gemelas se extendían hasta más allá de donde llegaba la vista, cubiertas de una espesa vegetación, en la que cantaban los pájaros, las ánades salvajes mostraban todo el esplendor de su plumaje, abrevaban los ciervos, los simios saltaban de árbol en árbol. Era tal la belleza de aquel paisaje, que, más que real, la montaña parecía sacada de un biombo de jade y sus ondulaciones recordaban los bucles de una espléndida cabellera. Con razón resultaba prácticamente inaccesible para los moradores de este mundo de sombras. Allí era posible ver a jóvenes inmortales recogiendo hierbas, el agua saltando, relajante y caprichosa, piedra en piedra y a leñadores portando pesados haces de leña. La belleza de su enclave igualaba a la del Tien - Tai, llegando incluso a superar a la de los tres picos del Monte Hwa.
Mientras el Gran Sabio contemplaba, embelesado, el paisaje, descubrió, en la porción sombreada de la montaña, una construcción con un patio trasero, en el que había un perro ladrando. El Gran Sabio se dirigió hacia ella y comprobó que se trataba de un lugar encantador. Un pequeño cauce de agua atravesaba, de parte a parte, un puente de ni muy grandes proporciones, junto al que se elevaba una casa con el tejado de ramas. Al lado de la cerca ladraba, hasta desgañitarse, un perro. Nada impedía ir adonde quisiesen a quienes habitaban en un lugar tan solitario. El Gran Sabio se acercó a la puerta y vio a un taoísta sentado sobre la hierba con las piernas cruzadas. Se levantó ligeramente, cuando el Peregrino le saludó con una leve inclinación de cabeza y, dijo, al tiempo que le devolvía el saludo:
                - ¿De dónde venís y cuál es el propósito que os trae hasta este humilde santuario?
                - No soy más que un humilde monje enviado en busca de escrituras por el Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este. Al pasar por el Río de la Madre y el Hijo, mi maestro bebió inadvertidamente de sus aguas y tiene ahora el vientre hinchado, mientras el dolor no le deja vivir. Por las gentes que viven junto a su cauce supe que el embarazo que padece no tiene ninguna cura. También me dijeron, de todas formas, que sólo puede poner fin al mismo el agua del Arroyo de los Abortos, que se encuentra en el interior de la Caverna de la Anulación de los Niños, enclavada, a su vez, en la Montaña de la Supresión de los Machos. Ése es el motivo que me ha movido a venir en busca del Auténtico Inmortal Complaciente y suplicarle que me dé un poco de esa agua, con la que poner fin a los sufrimientos de mi maestro. ¿Tendríais la bondad de indicarme dónde vive ese respetable taoísta?
                - Este lugar se llamaba antes la Caverna de la Anulación de los Niños - contestó el taoísta, haciendo todo lo posible por no soltar la carcajada -. Ahora se le conoce, sin embargo, por el nombre de Santuario de la Reunión de los Inmortales. Yo soy el discípulo primero del Auténtico Inmortal Complaciente. ¿Os importaría decirme cómo os llamáis? Así podré dar cuenta de vuestra llegada a mi maestro.
                - Soy el primer discípulo de Tripitaka Tang, el Maestro de la Ley - respondió el Peregrino -, y se me conoce por el nombre de Sun Wu-Kung.
                - ¿Dónde tenéis el dinero, el vino y las otras cosas? - volvió a preguntar el taoísta.
                - Nosotros únicamente vivimos de las limosnas que nos dan durante el viaje - contestó el Peregrino -. No disponemos, por tanto, de nada propio.
                - ¡Estáis mal de la cabeza! - contestó el taoísta, soltando la carcajada -. Mi maestro es ahora el dueño de ese arroyo y jamás ha dado a dado a nadie gratis ni una gota de sus aguas. Te aconsejo, por tanto, que vayas a por lo que te he dicho. De lo contrario, es mejor que te marches y te olvides para siempre del agua.
                - La buena voluntad posee más poder que una orden del emperador - sentenció el Peregrino -. Si corres a decir a tu maestro que el Mono se encuentra aquí, estoy seguro de que no mostrará conmigo ninguna brusquedad. Hasta es posible que ponga a mi disposición todo el arroyo.

Ante semejantes razones, al taoísta no le quedó más remedio que entrar a anunciar la llegada del Peregrino. El Auténtico Inmortal estaba tañendo el laúd y el taoísta tuvo que esperar a que hubiera concluido la pieza para decirle:
- Maestro, ahí fuera hay un monje budista que afirma ser Sun Wu-Kung, el primer discípulo de Tripitaka Tang. Desea que le deis un poco de agua del Arroyo de los Abortos para curar a su maestro.
Hubiera sido mejor que el Auténtico Inmortal no hubiera escuchado esas palabras. En cuanto oyó el nombre de Wu-Kung, comenzó a arder la hoguera del odio en su corazón y la planta de la ira echó raíces en su hígado. A toda prisa dejó a un lado el laúd, se quitó la túnica que llevaba y se puso sus ropas de taoísta. Cogió un garfio y, saliendo a la puerta del santuario, gritó:
- ¿Dónde está Su Wu-Kung?
El Peregrino volvió la cabeza y quedó asombrado de la forma como iba vestido el Auténtico Inmortal. Llevaba en la cabeza un gorro de vivísimos colores con forma de estrella, vestía una túnica roja tejida con hilos de oro y calzaba unos zapatos cubiertos totalmente de bordados. Alrededor de la cintura lucía un valiosísimo cinturón, que en nada desdecía de medias de seda recamada y su faldón, apenas visible, de lana. Portaba en las manos un garfio dorado de afilada cuchilla y mango largo con forma de dragón. Sus ojos de fénix emitían un brillo extraño, que recalcaban sus desconcertantes cejas verticales. Su boca, roja como la sangre, dejaba entrever unos dientes tan afilados como el acero y, cada vez que se movían sus labios, hacían que danzara libremente en el viento una larga barba, que, a manera de llamas, le arrancaba directamente de la barbilla. Junto a las sienes le nacían unos mechones de cabellos rojizos, que parecían juncos salvajes. Por la agresividad que transmitía, su apariencia recordaba la del mariscal Wen 4, aunque, obviamente, sus vestimentas no fueran las mismas. En cuanto el Peregrino le vio, juntó las palmas de las manos e, inclinándose ante él, dijo:
                - Sun Wu-Kung es este humilde monje.
                - ¿Eres el auténtico Sun Wu-Kung o únicamente un impositor, que sea ha adueñado de su nombre y de su apellido? - volvió a preguntar el maestro, soltando la carcajada.
                - ¿Os parece bien hablar así, maestro? - replicó el Peregrino -. Como muy bien afirma el dicho, «una persona virtuosa no cambia de nombre cuando se sienta, ni de apellido, cuando se pone de pie». ¿Qué razón habría de tener para hacerme pasar por otro?
                 - ¿No me reconoces? - preguntó, una vez más, el maestro
                - Desde el momento mismo en que decidí cambiar de vida y abracé de todo corazón las enseñanzas budistas, sólo me he dedicado a escalar montañas y a vadear ríos - contestó el Peregrino -. No mantengo ya ningún contacto con mis amigos de la juventud. Por otra parte, es la primera vez que vengo a visitaros y juro que jamás hasta ahora había visto vuestro rostro. Los habitantes de la aldea que se encuentra al oeste del Río de la Madre y el Hijo me dijeron que os llamabais el Auténtico Inmortal Complaciente. Eso es todo cuanto sé de vos.
                - Así que tú sigues tranquilamente tu camino y yo me dedico a mi prácticas de inmortalidad, ¿no es así? - respondió el maestro en tono burlón -. ¿Por qué has venido, realmente, a visitarme?
                - Os lo he dicho ya - volvió a contestar el Peregrino -. Mi maestro bebió inadvertidamente del Río de la Madre y el Hijo y su dolor de estómago se convirtió en un auténtico embarazo. He venido, simplemente, hasta vuestra muy digna morada con el único deseo de obtener de vuestra generosidad un poco de agua del Arroyo de los Abortos y, así, librar a mi maestro del dolor que le domina.
                - ¿Es Tripitaka Tang tu maestro? - inquirió, una vez más, el maestro con los ojos encendidos.

-Así es - reconoció el Peregrino.
                - ¿No os habéis topado en vuestro deambular con el Santo Niño? - continuó indagando el maestro, al tiempo que hacía rechinar los dientes con visible desprecio.
                - Ése es el sobrenombre de un monstruo - contestó el Peregrino -, el Muchacho Rojo,

que habitaba en la Caverna de la Nube de Fuego, junto al Arroyo del Pino Seco de la Montaña Rugiente. ¿Por qué se interesa por él el Auténtico Inmortal?
                - Porque a la casualidad de que es mi sobrino y el Rey Monstruo Toro, mi hermano - aclaró el maestro -. Hace cierto tiempo mi hermano mayor me dijo en una carta que Sun Wu-Kung, el discípulo primero de Tripitaka Tang, era un auténtico embustero, que había traído la desgracia sobre su hijo. Quise vengarle en seguida, pero no sabía adonde acudir. Ahora resulta que tú mismo vienes a llamar puerta. ¿Cómo quieres que te dé una gota tan siquiera de mi agua?
                - Estáis muy equivocado, señor - dijo el Peregrino con una risa, tratando de apaciguarle -. Vuestro hermano fue uno de mis mejores amigos. De jóvenes los dos pertenecíamos a la misma hermandad. Si no he venido hasta ahora a visitaros, ha sido porque ni siquiera sabía que existíais. Vuestro sobrino salió, por otra parte, muy bien parado, ya que ahora es nada más y nada menos que el sirviente personal de la Bodhisattva Kwang-Ing. Se ha convertido en el Paje de la Riqueza de la Bondad y ni siquiera juntos podemos compararnos con él. ¿Es justo que ahora me culpéis de su buena suerte?
                - ¡Maldito mono! - gritó el maestro -. ¿Cuándo aprenderás a dominar tu lengua? ¿Cómo crees que le irá mejor a mi sobrino, siendo rey o convirtiéndose en el criadillo de alguien? ¡Deja, pues, de proferir sandeces y prueba el sabor de mi garfio!
                - No uséis, por favor, un lenguaje tan belicoso - suplicó el Gran Sabio, deteniendo el golpe con su barra de hierro -. Dadme un poco de agua y me marcharé para nunca volver.
                - ¿Es que no se te ocurre nada mejor que decir, mono inútil? - exclamó el maestro con desprecio -. Si eres capaz de resistir tres asaltos seguidos, te daré el agua; en caso contrario, te haré picadillo y, así, vengaré a mi sobrino.
                - ¡Qué rematadamente tonto sois! - replicó el Peregrino en el mismo tono -. Ni siquiera sabéis lo que os conviene. Si deseáis luchar, acercaos y medios con mi barra.

El maestro volvió a voltear su garfio y así dio comienzo, ante el Santuario de la Reunión de los Inmortales, una de las mejores batallas que han contemplado los siglos. Por haber bebido el monje venerable de las aguas de la procreación, el Peregrino hubo de ir en busca del Inmortal Complaciente. ¿Quién iba a haber sospechado que el Auténtico Inmortal, que se había apropiado por la fuerza del Arroyo de los Abortos, era, en realidad, un monstruo? Cuando se encontraron frente a frente, se hablaron como si fueran enemigos, no cediendo ninguno ni un solo ápice. Así se confirmó que las palabras únicamente engendran desavenencias y que el odio y las malas intenciones conducen únicamente a la venganza. Uno, sabiendo que la vida de su maestro corría peligro, vino en busca de agua. El otro, pensando que había perdido para siempre a su sobrino, se negó a entregársela. ¡Qué formidables eran las armas que usaron! El garfio poseía la fiereza del escorpión, mientras que la barra de los extremos de oro se mostró digna heredera de la furia de los dragones. ¡Con qué fiereza buscaban ambas atravesar el pecho de su adversario! Los golpes sesgados del garfio amenazaban constantemente las piernas y la cabeza de su oponente, como si fuera una mantis lanzando su mortal abrazo. La barra, por su parte, trataba de cebarse en el vientre y en los genitales de su contrario, como un halcón abatiéndose sobre un pájaro. Los dos se  movían de un lado para otro, buscando inútilmente la victoria. De nada servían sus incontables pases y fintas. El triunfo se resistía a caer del lado de uno cualquiera de tan formidables guerreros.
Más de diez veces cruzaron sus armas el maestro y el Gran Sabio, sin que ninguno de los dos desfalleciera. A partir del undécimo encuentro, no obstante, el taoísta empezó a dar muestras de cansancio. Eso acrecentó aún más la fiereza del Peregrino, que levantó cuanto pudo la barra y la dejó caer sobre la cabeza de su adversario, como si fuera una lluvia de meteoritos. Al maestro no le quedó otro remedio que huir monte adentro, arrastrando tras él su espléndido garfio. En vez de perseguirle, el Gran Sabio se volvió hacia el santuario con la intención de coger el agua, pero se encontró con que el taoísta había cerrado las puertas. El Gran Sabio no se arredró. Agarró la palangana, tomó carrera y, de una tremenda patada, las echó abajo. Corrió hacia el interior y vio al taoísta inclinado sobre el brocal del pozo del que manaba el agua, tratando de protegerlo con su cuerpo. Bastó que el Gran Sabio levantara la barra de hierro por encima de su cabeza, para que el taoísta huyera a toda prisa a la parte de atrás. No le fue difícil encontrar un cubo, pero, cuando se disponía a arrojarlo dentro del pozo, el maestro apareció de improviso y le agarró de las piernas por detrás con el garfio. El Gran Sabio perdió el equilibrio y cayó de morros al suelo. Logró, sin embargo, reponerse en seguida y contraataco con su barra. El maestro esquivó el golpe, dando un paso hacia atrás, y gritó sonriendo enigmáticamente:
                - Te apuesto lo que quieras a que no eres capaz de coger una sola gota de esa agua.
                - ¡Acércate! - gritó el Peregrino -. ¡Acércate y acabaré contigo!

Pero el maestro se negó a seguir luchando. Se quedó de pie donde estaba, dispuesto a impedir que el Gran Sabio se apoderara del agua. Cuando éste comprendió sus intenciones, agarró con la mano izquierda la barra de hierro mientras que  con la derecha tiraba de la cuerda que sostenía el cubo. Apenas había dado un tirón cuando el maestro volvió a la carga con el garfio. Incapaz de defenderse con una sola mano, el Gran Sabio no pudo impedir que el arma de su enemigo le enganchara de las piernas y le hiciera caer al suelo. El cubo y la cuerda se perdieron, al mismo tiempo, en el interior del pozo.
- ¡Este tipo es un bestia! - se dijo el Gran Sabio, poniéndose de pie y agarrando la barra con las dos manos, antes de dejar caer sobre la cabeza de su adversario una auténtica lluvia de golpes.
Pero el maestro no respondió a ninguno de ellos y huyó, como había hecho antes. De nuevo trató el Gran Sabio de sacar un poco de agua, sin embargo, no tenía con qué hacerlo y, además, estaba seguro de que el maestro volvería a impedírselo. Eso hizo que renunciara a su pesa y se dijera:
- Es preciso que vaya en busca de ayuda; de lo contrario, nunca lo conseguiré.  Se montó en la nube y regresó a toda prisa a la aldea, gritando a grandes voces:
-¡Bonzo Sha!
Dentro de la choza Tripitaka no cesaba de gemir, mientras Ba-Chie hacía otro tanto, incapaces ambos de soportar el dolor. Al oír los gritos del Peregrino, se les iluminó el rostro y dijeron al Bonzo Sha:
                - Wu-Kung está de vuelta, ¿no le oyes?
                 - ¿Has traído el agua? - preguntó el Bonzo Sha, saliendo a su encuentro.

 El Gran Sabio entró en la choza y contó al monje Tang cuanto había ocurrido. Tripitaka se echó a llorar y exclamó, desesperado:
                - ¿Cuándo va a terminar todo esto?
                - No os preocupéis, maestro - contestó el Peregrino, tratando de tranquilizarle -. He venido a buscar al Bonzo Sha. Así, mientras yo me enfrento con este tipo, él cogerá el agua capaz de devolveros la salud.
                - ¿Quién cuidará de nosotros, si los que estáis sanos os vais y dejáis abandonados a los que estamos enfermos? - se lamentó Tripitaka.
                - Tranquilizaos, arhat - dijo la anciana, acercándose a ellos -. Ahora no necesitáis a vuestros discípulos. Nosotras nos encargaremos de cuidaros y serviros. Cuando llegasteis, todas quedamos prendadas de vos. Después, cuando vimos cómo ese bodhisattva que tenéis por discípulo era capaz de volar a lomos de una nube,
                comprendimos que vos mismo erais un arhat. ¿Cómo vamos a osar haceros el menor daño?
                - ¿A quién vais a hacer daños vosotras, si aquí todas sois mujeres? - se burló el Peregrino.
                - Habéis tenido suerte de venir a mi casa - respondió la anciana riéndose -. Si llegáis a haber caído en cualquier otra, no estarías ahora todos juntos.
                - ¿Qué quieres decir con eso de que no seguiríamos juntos? - preguntó Ba-Chie, sin dejar de quejarse.
                - Las cuatro o cinco mujeres que vivimos aquí tenemos ya nuestros años y hace cierto tiempo que hemos renunciado a la práctica del amor - contestó la anciana, sonriendo -. ¿Creéis que, si llegáis a haber llamado a las puertas de otra familia, las jovencitas de la casa os habrían dejado marchar, así como así? ¡Ni soñando! Se habrían acostado con vosotros y, si os hubierais negado, os habrían matado, cortando vuestra carne en trocitos para hacer con ella bolsitas perfumadas.
                - En ese caso - contestó Ba-Chie -, yo habría sido el único que me hubiera salvado, porque, como soy un cerdo, huelo mal hasta cuando se me corta por la mitad. Ellos, por el contrario, habrían servido muy bien para esas bolsitas. ¿No os parece que alguna ventaja debíamos tener los que somos tan guarros?
                - ¡Cuidado que te gusta hablar! - le reprendió el Peregrino -. ¿Por qué no guardas toda esa fuerza para cuando te llegue la hora de dar a luz?
                - No conviene que os retraséis más - dijo, entonces, la anciana -. Id cuanto antes a por esa dichosa agua.
                - ¿Tienes algún cubo en casa? - le preguntó el Peregrino -. Necesitaremos uno. La anciana se fue a la parte de atrás y sacó un cubo y una cuerda, que entregó al Bonzo Sha.
                - Creo que es conveniente que nos prestes dos - dijo éste, tras calcular a ojo su longitud -. Si el pozo es muy profundo, no bastará con uno.
                Con el cubo y las dos cuerdas en su poder, el Bonzo Sha no tuvo ningún inconveniente en acompañar al Gran Sabio. Montaron en una nube y abandonaron juntos la aldea. En menos de media hora llegaron a la Montaña de la Supresión de los Machos. Tras bajar de la nube, se dirigieron al santuario. El Gran Sabio ordenó, entonces, al Bonzo Sha:
                - Coge el cubo y las cuerdas y escóndete. Yo iré, mientras tanto a retar a ese taoísta. Cuando más enfrascados estemos en la batalla, entra dentro, coge el agua y márchate en seguida, ¿de acuerdo?

El Bonzo Sha hizo un gesto afirmativo con la cabeza y él, agarrando con fuerza la barra de hierro, se llegó hasta el santuario y empezó a gritar:
- ¡Abrid las puertas inmediatamente!  El taoísta que montaba la guardia corrió a informar a su maestro, diciendo:
-Ahí fuera está otra vez ese tal Sun Wu-Kung.
                - ¡Qué pesado es ese maldito mono! - exclamó el maestro, malhumorado -. Había oído decir que era un espléndido luchador y ahora puedo afirmar, por experiencia propia, que su bravura no le va a la saga a sus técnicas guerreras. Su barra de hierro es un arma francamente formidable.
                - Es posible, maestro - contestó el taoísta -, que sus técnicas guerreras sean excelentes, pero las vuestras no tienen nada que envidiar a las suyas. Sólo vos sois capaz de mantenerle a raya.
                - Sí, pero me ha hecho huir dos veces - objetó el maestro.

En situaciones en las que únicamente contaba la fuerza bruta - matizó el taoísta -. De hecho, cuando trató de sacar el agua, por dos veces se lo impedisteis con vuestro garfio. Eso iguala el número de sus victorias. Ya visteis que tuvo que marcharse con su maldita barra entre las piernas. Si ha vuelto, ha sido porque el embarazo de Tripitaka debe de andar tan avanzado que las molestias no le dejan prácticamente vivir. ¡Cualquiera puede cambiar de opinión, al ver sufrir a su maestro! Estoy seguro de que esta vez acabaréis con él, porque el desprecio nunca ha sido buen consejero.
Al oír esas palabras, el Auténtico Inmortal cayó presa de una profunda alegría y el rostro se le iluminó de sonrisas. Cogió su garfio y, dirigiéndose hacia la puerta, gritó:
                - ¿Qué te trae otra vez por aquí, mono estúpido?
                - He venido a por un poco de agua - contestó el Gran Sabio.
                - Muy bien - respondió el Auténtico Inmortal -, pero da la casualidad de que esa agua mana dentro de mi pozo. Para conseguirla, tendrías que ofrecerme grandes cantidades de carne y licor. De eso no se salva ni los príncipes ni los reyes. ¿Cómo te atreves a venir con las manos vacías, siendo así que eres enemigo mío?
                 - ¿Te niegas a dármelo? - preguntó el Gran Sabio.
                - ¡Así es! - contestó el Auténtico Inmortal.
                - ¡Qué estúpido eres! - le insultó el Gran Sabio -. Ya que no estás dispuesto a hacerme ese favor, prueba el sabor de mi barra.

Con una facilidad increíble, la levantó por encima de la cabeza y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre el Auténtico Inmortal, que se hizo diestramente a un lado, mientras respondía con un golpe de su temible garfio. La lucha que dio, entonces, comienzo fue aún más feroz que la de la última vez. El odio de los hombres se traslucía en la velocidad con que el garfio y la barra intercambiaban sus golpes. Los contendientes levantaban tal cantidad de tierra y arena, que el sol y la luna se oscurecieron, quedando el universo sumido en las tinieblas más profundas. Tragedia tan desastrosa se originó cuando el Gran Sabio fue en busca de un poco de agua para salvar a su maestro y el monstruo se la negó, por vengar a su sobrino. Los dos dieron lo mejor que tenían para ver cumplidos sus propósitos. Por eso, les rechinaban los dientes y se decían a sí mismos frases de aliento, que los ayudaran a mantener despiertas todas sus energías. Las nubes de polvo que levantaban pusieron en alerta a los dioses y a los espíritus, mientras que el entrechocar de las armas y los gritos que proferían sus gargantas, ávidas de sangre, hacían temblar toda la cordillera. Sus golpes levantaron un viento huracanado que arrasó bosques enteros y llegó a alcanzar las estrellas. Cuanto más luchaban, más felices y seguros de sí mismos se sentían el Gran Sabio y el Auténtico Inmortal. No en balde se habían entregado en cuerpo y alma al combate, decididos a no darlo por terminado hasta que uno de ellos hubiera muerto.
Aunque habían empezado a pelear a la puerta misma del santuario, poco a poco se fueron desplazando ladera abajo. Dejaremos, por ahora, de hablar de su lucha, para contar lo que acaeció al Bonzo Sha. En cuanto vio que tenía el camino libre, cogió el cubo y corrió hacia el interior del santuario. Pero le salió al encuentro el taoísta y trato de cerrarle el camino, diciendo:
- ¿Quién eres tú, para atreverte a venir a robarnos el agua?
Sin decir nada, el Bonzo Sha dejó caer el cubo, sacó su báculo de matar monstruos y lo lanzó con todas sus fuerzas sobre la cabeza del taoísta. La sorpresa impidió a éste reaccionar con la suficiente rapidez y, aunque consiguió hacerse a un lado, no pudo evitar que el golpe le destrozara el hombro y el brazo izquierdos. El Bonzo Sha le vio caer al suelo, como si fuera una fruta madura, pero no le remató. Al pasar a su lado, se limitó simplemente a insultarle, diciendo:
- Tenía pensado aplastarte, pero, a pesar de todo, eres un humano y me das pena. Por esta vez, te perdonaré la vida. Ahora, si no te importa, déjame pasar para coger el agua.
El taoísta se arrastró, con no poca dificultad, hacia la parte de atrás, pidiendo al Cielo y a la Tierra que acudieran en su ayuda. El Bonzo Sha, por su parte, tiró el cubo al pozo y lo llenó de agua hasta el borde. Abandonó después el santuario y, montándose en una nube, gritó al Peregrino:
                - ¡No le mates, hermano! Acabo de hacerme con el agua y voy a llevársela ahora mismo al maestro.
                Al oírlo, el Gran Sabio, detuvo con la barra de hierro un nuevo golpe del garfio y dijo, triunfante:
                - Tenía pensado acabar contigo para siempre, pero, puesto que no has hecho nada malo, te perdonaré la vida, no en atención a tu propia virtud, sino a los sentimientos que aún abrigo por tu hermano, el Rey Toro. La primera vez me echaste la zancadilla dos veces con tu garfio y no pude conseguir el agua. La segunda no me quedó otro remedio que valerme del truco de «atraer al tigre para hacerle abandonar su escondite». Es decir, te obligué a medir tus armas conmigo, para dejar totalmente libre a uno de mis hermanos el camino del agua. Que conste, además, que no he querido usar contigo toda mi fuerza; de lo contrario, aunque hubieras sido capaz de multiplicarte por diez, habría terminado contigo en un abrir y cerrar de ojos. Sé que es más valioso dejar vivir que matar. Por eso, te perdono la vida y te permito que sigas existiendo durante unos años más. A cambio te exijo que, si alguien te pide un poco de agua, no le extorsiones, como si fueras un funcionario sin escrúpulos.

Sin saber exactamente lo que hacía, el descarriado inmortal trató, una vez más, de agarrar al Peregrino por las piernas, pero el Gran Sabio esquivó a tiempo el golpe y se arrojó sobre él, gritando:
-¡No huyas!
El Inmortal se llevó tal sorpresa, que cayó al suelo patas arriba. El Gran Sabio le arrancó de las manos el garfio y lo partió por la mitad. Después juntó otra vez los trozos y volvió a partirlos en cuatro cachos con la facilidad con que uno quiebra una rama.
- ¡Júntalos, si puedes, bestia maldita! - gritó el Peregrino, tirándolos al suelo -. ¡Espero que, de ahora en adelante, seas un poco más honesto!
Temblando de pies a cabeza, el inmortal descarriado no se atrevió a decir nada. El Gran Sabio, por su parte, soltó la carcajada y, tras montarse en una nube, se elevó hacia lo alto. De todo esto existe un poema, que afirma:
Para fundir plomo puro, es preciso disponer de agua límpida, porque ésta se mezcla bien con el mercurio seco. El mercurio y el plomo puros no tienen progenitores, por eso se elabora con ellos el elixir celeste. No sirve de nada concebir. Observar la facilidad con que la Madre Tierra acumula méritos sobre su cabeza En momento en el que desaparecen las falsas doctrinas surgen, victoriosas, las enseñanzas auténticas y el Señor de la Mente regresa con el rostro cubierto de sonrisas.
A lomos de su nube sagrada, el Gran Sabio no tardó en alcanzar al Bonzo Sha. Con el agua en su poder, no cabían en sí de contento y regresaron a toda prisa al lugar del que habían partido. Nada más bajar de la nube, se dirigieron a la cabaña. En la puerta, apoyado contra el marco, encontraron a Chu Ba-Chie, gimiendo y con el vientre más grande que antes. El Peregrino se llegó hasta él y le preguntó:
                - ¿Has empezado ya el proceso del parto?
                - No te burles de mí, por favor - exclamó el Idiota, muerto de miedo -. ¿Habéis conseguido el agua?

El Peregrino se disponía a gastarle una nueva broma, cuando el Bonzo Sha proclamó, triunfante, sonriendo como un héroe:
-¡Aquí llega el agua!
- ¡Cuántos problemas os he causado! - exclamó Tripitaka, irguiéndose un poco y haciendo muecas de dolor.
La anciana estaba tan encantada, que hizo salir a todos sus familiares y, golpeando repetidamente el suelo con la frente, gritó, agradecida:
- ¡Qué suerte hemos tenido, bodhisattva! ¡Qué suerte!
Cogió una taza de porcelana con flores, la llenó hasta la mitad y la dio a beber a Tripitaka, diciendo:
                - Tomadla despacito, maestro. Para poner fin a vuestro embarazo, sólo necesitaréis un pequeño sorbito.
                - ¡Yo no quiero una tacita! - protestó Ba-Chie -. ¡Yo necesito el cubo entero!
                - ¿Sabéis bien lo que decís? - exclamó la anciana -. Si tomáis todo el cubo, el agua disolverá hasta el estómago y los intestinos.
                Al oír eso, el Idiota cogió tal miedo, que no se atrevió a decir nada más y tomó sólo media taza. En un abrir y cerrar de ojos, los dos sintieron un dolor insoportable en el vientre, junto con unos calambres, que los dejaron medio muertos. Siguieron cuatro o cinco borborigmos, que casi les destrozan las tripas. El Idiota no pudo aguantarlo y empezó a arrojar orín y suciedad, como si fuera una fuente. El monje Tang sintió también una urgencia irresistible de hacer sus necesidades y pidió que le llevaran a un lugar más reservado.
                - Es mejor que no os mováis - le aconsejó el Peregrino -. Si salís,  cogeréis frío y eso puede acarrearos bastantes problemas post - parto.
                Sin pérdida de tiempo, la anciana sacó dos orinales y así pudieron ellos aliviarse a gusto. Tras contraérseles las tripas varias veces seguidas, el dolor empezó a remitir y el vientre se les fue reduciendo poco a poco de tamaño, dando a entender, de esa forma, que el muñón de carne y sangre había quedado disuelto del todo. Las parientas de la anciana cocieron un poco de arroz y se lo dieron, para que recuperaran cuanto antes las fuerzas que habían perdido en el parto.
                - Yo, señora - dijo Ba-Chie -, poseo una constitución fuerte y no necesito ningún tipo de alimentación extra. Lo que sí os agradecería es que me calentarais un poco de agua para poder bañarme.
                - ¿Estás loco? - le increpó el Bonzo Sha -. ¡No puedes tomar ningún baño! Si te entra algo de agua después de un mes de haber dado a luz, puedes caer gravemente enfermo.
                - Pero yo realmente no he parido nada - protestó Ba-Chie -. A lo sumo, he sufrido un aborto. ¿A qué vienen tantos temores? Ahora lo que yo necesito es lavarme y asearme un poco.
                La anciana corrió, gustosa, a calentar un poco más de agua, para que se lavaran las manos y los pies. El monje Tang comió, entonces, dos escudillas de arroz, mientras que Ba-Chie devoró más de quince y aún seguía exigiendo más.
                - No comas tanto, por favor - le aconsejó el Peregrino, riéndose de él -. Vas a estar muy feo con una barriga tan grande como un saco lleno de arena.
                - No te preocupes - contestó Ba-Chie -. Afortunadamente no soy una cerda, así que no tengo por qué preocuparme del tipo que tenga.

Pese a todo, las mujeres fueron a preparar un poco más de arroz. La anciana se volvió, entonces, hacia Tripitaka y le dijo: s ¿Tendríais la bondad de darme el agua que ha sobrado?
                 - ¿No quieres beber más? - preguntó el Peregrino al Idiota.
                - No - contestó Ba-Chie -. Se me ha quitado el dolor de estomago y el embarazo ha desaparecido totalmente. He de confesar que nunca me he encontrado mejor que ahora. ¿Para qué habría de bebe más agua?
                - Puesto que estáis ya perfectamente - concluyó el Peregrino -, se la entregaré a la

familia de esta mujer. ¿Para qué la queremos nosotros? La anciana dio las gracias al Peregrino y, tras echar el agua que había sobrado en una jarra de porcelana, corrió a esconderla en el jardín de la parte de atrás, no sin antes advertir a los miembros de su familia:
- Esta agua servirá para pagar los gastos de mi funeral.
Todas las mujeres que vivían en aquella casa, tanto las jóvenes como las que no lo eran tanto, no cabían en sí de contento. A toda prisa prepararon una comida vegetariana y pusieron la mesa. De esa forma, el monje Tang y sus discípulos pudieron recuperar las fuerzas. Al amanecer del día siguiente dieron las gracias a la anciana y a su familia y abandonaron la aldea. El monje Tang montó, como siempre, en el caballo, el Bonzo Sha cargó con el equipaje y Ba-Chie se encargó de tirar de las riendas, mientras el Gran Sabio Sun abría tranquilamente la marcha. No podía ser de otra manera: una vez que la boca ha sido purificada de sus pecados y disuelto el embarazo de lo terreno, el espíritu queda purificado y el cuerpo recupera toda su energía.
Desconocemos a qué clase de peligros hubieron de hacer frente nada más llegar a la capital. Quien desee averiguarlo deberá escuchar las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO LIV
CAMINO DEL OESTE, EL DHARMA LLEGA AL PAÍS DE LAS MUJERES. EL MONO DE LA MENTE INVENTA UN PLAN PARA ESCAPAR DEL SEXO BELLO
Decíamos que, tras salir de la aldea, el monje Tang y sus discípulos reemprendieron el camino que conducía hacia el Oeste. Apenas llevaban recorridos cuatro kilómetros, cuando llegaron a la frontera del Liang Occidental. El monje Tang señaló con el dedo hacia delante y dijo:
- Creo, Wu-Kung, que estamos acercándonos a una ciudad y, a juzgar por las voces y ruidos que de ella nos llegan, o muy equivocado estoy o se trata del País de las Mujeres. Debemos andar, por tanto, con los ojos muy abiertos y comportarnos en todo momento como lo que somos. Es preciso que no demos rienda suelta a nuestras pasiones y sigamos a rajatabla las enseñanzas que nos marca la Ley.
Los tres discípulos se comprometieron a no echar en saco roto tan digno consejo. No tardaron, en efecto, en llegar al final de la calle que miraba hacia el oriente. Los viandantes eran todos mujeres de la más variada condición. Vestían, sin excepción, blusas cortas y faldas largas y llevaban la cabeza llena de aceites y los rostros totalmente empolvados. Muchas de ellas estaban ocupadas en los más variados negocios. Al ver aparecer a los cuatro monjes, empezaron a aplaudir y a gritar, locas de alegría:
                - ¡Aquí están las semillas humanas! ¡Acaba de llegar un grupo de semillas humanas!
                - Desconcertado, Tripitaka detuvo su caballo. En un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de mujeres, que no dejaban de reír ni de charlar atropelladamente. Ba-Chie estaba tan excitado que no dejaba gritar a pleno pulmón:

-¡Soy un cerdo en venta! ¡Soy un cerdo en venta!
- ¡Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota! - le reconvino el Peregrino -. Ya ven lo que eres. De todas formas, no estaría de más les mostraras, sin ambages, toda tu belleza.
Ba-Chie no lo pensó más. Sacudió la cabeza un par de veces punto aparecieron sus enormes orejotas, grandes como un abanico hecho con hojas entrelazadas de palma. Dejó libres, después, sus labios gordos y alargados como una raíz de loto, y empezó a dar tales gritos, que las mujeres huyeron despavoridas, tropezando lastimosamente unas con otras. De ese momento disponemos de un poema, que dice:
Buscando sin cesar a Buda, el monje sabio llegó al Liang Occidental, una tierra en la que todos sus habitantes son hembras y no existe un solo macho. En ella los labradores, los literatos, los obreros, los comerciantes, los pescadores y granjeros son todos mujeres. ¿Qué hay de extraño, pues, en que las doncellas se lanzaran a las calles, gritando « ¡Semillas humanas!» y las jovencitas se apelotonaran, jubilosas, para dar la bienvenida a los varones que acababan de llegar? Si Wu - Neng no les hubiera mostrado la fealdad de su rostro, ninguno de ellos habría podido resistir el acoso tremendo del sexo bello.
Todas estaban tan asustadas que no se atrevían a acercarse; se habían puesto en cuclillas, para defenderse mejor de un posible ataque, y se frotaban las manos sin cesar. Alineadas a lo largo de la calle, no dejaban de sacudir la cabeza ni de morderse las uñas. Pero el miedo no era suficiente para hacerlas apartar los ojos del monje Tang. Para abrirse camino entre ellas, el Gran Sabio hacía muecas horrorosas, mientras el Bonzo Sha desplegaba todas sus cualidades de monstruo, tratando de poner un poco de orden. Sin soltar el caballo de riendas, Ba-Chie, por su parte, estiraba cuanto podía el hocico y agitaba las orejas, como si fueran dos enormes abanicos. Mientras caminaba, los Peregrinos pudieron apreciar que todas las casas de la ciudad estaban primorosamente alineadas y que sus tiendas mostraban un orden muy difícil de encontrar en otras partes. No faltaban vendedores de arroz o de aceite, ni tabernas, ni casas de té, ni torres con sus correspondientes campanas y tambores, ni almacenes repletos de mercancías, ni mansiones cubiertas de estandartes y con las persianas coquetamente bajadas. Tras recorrer, una tras otra, infinidad de calles, se toparon con una funcionaría, que dijo con voz autoritaria:
                - No está permitido a ningún extranjero entrar en la ciudad sin el correspondiente permiso. Es preciso, pues, que apuntéis vuestros nombres en el libro de registros. De esa forma, podré dar cuenta de vuestra llegada a nuestra soberana. Sólo entonces se os dejará libre el paso.
                Al oír eso, Tripitaka bajó del caballo en seguida. Cerca de allí vio un edificio de corte oficial, en el que había un letrero que decía: «Posada de los Varones». Visiblemente nervioso, el maestro se volvió hacia Wu-Kung y dijo:
                - Todo esto confirma lo que nos comentó la anciana de la aldea que acabamos de dejar. Entonces no creí que pudiera existir una posada tan extraña como ésta.
                - Hermano segundo - dijo el Bonzo Sha, por su parte, dirigiéndose a Ba-Chie -, ¿por qué no vas a mirarte en el Arroyo de los Embarazos? A lo mejor se refleja allí tu imagen dos veces.
                - ¡Deja de burlarte de mí, por favor! - contestó Ba-Chie -. Ya no estoy embarazado. ¿Acaso has olvidado que he bebido una taza del agua del Arroyo de los Abortos? ¿Qué necesidad tengo ahora de ir a mirarme a ese sitio que dices?
                - Ten cuidado con lo que hablas, Wu - Neng, le aconsejó Tripitaka y, tras saludar a la funcionaría con el debido respeto, entró en la posada.

En cuanto hubieron tomado asiento en el salón principal, ordenó que les sirvieran el té. Todas las criadas llevaban trenzas y vestían túnicas abiertas por la mitad. Incluso cuando servían, no paraban de reírse. Una vez que hubieron dado cuenta del té, la funcionaría se puso de pie y preguntó:
-¿Tendríais inconveniente en decirnos de dónde venís?
- Nosotros - contestó el Peregrino - somos originarios de las Tierras del Este y nos dirigimos al Paraíso Occidental, por mandato expreso del Gran Emperador de los Tang, a presentar nuestros respetos a Buda y conseguir unas cuantas escrituras. Nuestro maestro, hermano del propio emperador, es conocido por el nombre de Tripitaka Tang. Yo, Sun Wu-Kung, soy su discípulo primero y estos dos, Chu Wu - Neng y Sha Wu-Ching, son mis hermanos. Con el caballo, hacemos un total de cinco viajeros. Portamos con nosotros un permiso de viaje, por lo que os estaríamos profundamente agradecidos, si tuvierais a bien concedernos un salvoconducto, para poder cruzar vuestras tierras.
La funcionaría tomó buena nota de todo ello y, echándose rostro en tierra, comenzó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
                - Perdonadme por no haber salido a daros la bienvenida. Vuestra humilde servidora no es más que una encargada de la Posada de los Varones. Tened por seguro que, de haber sabido que erais los representantes de una nación tan noble, os habría tratado con todo el respeto que merecéis.
                A continuación se puso de pie y ordenó que se les diera inmediatamente de comer y beber, diciendo:
                - Procurad que no falte de nada a nuestros huéspedes - después añadió, dirigiéndose a ellos -: Descansad en esta indigna posada mientras voy a dar cuenta a nuestra soberana de vuestra llegada. Estad tranquilos. En cuanto sea posible, se os entregará el salvoconducto que solicitáis y así podréis continuar vuestro camino hacia el Oeste.
                Encantado, Tripitaka tomó asiento y se dispuso a tomar las viandas que se le ofrecían, por lo que, de momento, no hablaremos más de él. Sí lo haremos, sin embargo, de la funcionaría de la posada, la cual, tras cambiarse de ropa, se dirigió hacia la Torre del Fénix, erigida en el centro mismo de la capital, y dijo a la Guardiana de la Puerta Amarilla:
                - Soy la funcionaría de la Posada de los Varones y deseo tener una entrevista con la soberana.

La Guardiana de la Puerta Amarilla corrió a dar cuenta de su llegada y la oficiala fue conducida sin tardanza al interior del palacio, donde la soberana le preguntó:
                - ¿Qué es lo que trae por aquí a la funcionaría de la Posada de los Varones?
                - Vuestra humilde servidora - contestó la funcionaría - acaba de dar la bienvenida a Tripitaka Tang, hermano del Gran Emperador de los Tang de las Tierras del Este, y a sus tres discípulos Sun Wu-Kung, Chu Wu - Neng y Sha Wu-Ching. Junto con el caballo, forman un grupo de cinco viajeros. Se dirigen, de hecho, hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras de Buda. He creído conveniente informaros de su llegada y consultaros, al mismo tiempo, si ha de concedérseles el salvoconducto que solicitan para seguir adelante con su viaje.
                Al oír eso, la soberana cedió a la alegría y dijo a las funcionarías, tanto civiles como militares, que la rodeaban:
                - Anoche soñé que de los biombos de oro salían luces de colores muy vivos y los espejos de jade emitían rayos muy brillantes. Por fuerza tenía que tratarse de un augurio favorable para hoy.
                - ¿Cómo podéis afirmarlo con tanta seguridad, señora? - preguntaron todas las funcionarías al mismo tiempo, postrándose de hinojos ante los escalones del trono.
                - Como muy bien acabamos de oír - contestó la soberana -, ese hombre procedente de las Tierras del Este es hermano del Emperador de los Tang. Desde los tiempos de la división del caos, jamás se había visto en esta corte a hombre alguno. ¿Qué otra cosa puede ser ese viajero de sangre real que un regalo de los Cielos? Tomaré todas las riquezas del país y se las pondré a sus pies con la condición de que acepte ser nuestro rey. Yo, por mi parte, estoy decidida a convertirme en su reina. De dicha unión nacerá una prolífica descendencia y, así, quedará asegurada para siempre la sucesión de nuestro reino. ¿Cómo no va a tratarse de un buen augurio, cuando las ventajas que eso nos reportará son incalculables?
                Todas las funcionarías se echaron rostro en tierra y empezaron a golpear el suelo con la frente en señal de alegría. Sólo la encargada de la posada se atrevió a objetar con timidez:
                - He de reconocer que vuestra idea de alargar vuestra descendencia hasta más allá de la diezmilésima generación es, francamente, excelente. Debéis tener en cuenta, no obstante, que los tres discípulos de hombre con sangre real son maleducados en extremo y de una apariencia que mueve al pánico.
                - Según tu opinión - preguntó la soberana -, ¿cuál es el aspecto de ese caballero y qué rasgos presentan sus discípulos?
                - El hermano del emperador Tang - contestó la funcionaría - posee unos rasgos tan finos, una dignidad tan natural y una belleza tal rostro, que son suficientes para enorgullecer a una nación tan noble como la China del sur de Jambudvipa. Sus discípulos, por el contrario, tienen un aspecto tan repulsivo, que, más que hombres, parecen espíritus.
                - En ese caso - concluyó la soberana -, les daremos todas las provisiones que precisen y les concederemos el salvoconducto que han solicitado. Así podrán continuar su viaje hacia el Paraíso Occidental.

 El caballero con sangre real se quedará con nosotras. ¿Qué hay de malo en ello?
- Las palabras de nuestra soberana - volvieron a exclamar a coro las funcionarías ­están, en verdad, cargadas de sabiduría y pondremos por obra con toda la dedicación de que seamos capaces. El asunto del matrimonio, sin embargo, exige una casamentera, puesto que, como muy bien afirmaban los antiguos, «el contrato matrimonial depende de las hojas rojas 1 y a las parejas las une el hombre de la luna, con hilos de seda roja 2».
- No os preocupéis por eso - respondió la soberana -. Seguiremos vuestro consejo. De casamentera hará nuestra querida Consejera Mayor, actuando como oficiante de la ceremonia la encargada de la Posada de los Varones. Antes de todo es preciso, no obstante, presentar nuestra proposición al viajero de sangre real. Caso de aceptarla, saldré a recibirle en mi carruaje a las puertas mismas de palacio.
Mientras tanto, cuando más satisfechos estaban Tripitaka y sus discípulos, gozando tranquilamente de las viandas vegetarianas que les habían ofrecido, vino corriendo una sirvienta a informarlos, diciendo:
                - Acaba de llegar la Consejera Mayor de nuestra soberana.
                - ¿Para qué vendrá aquí esa buena señora? - preguntó Tripitaka, sorprendido.
                - Quizás la reina quiere invitarnos a ir a su palacio - contestó Ba-Chie.
                - Me huele - replicó el Peregrino - que desea haceros una proposición de matrimonio.
                - ¿Qué podemos hacer, si, en efecto, se empeñan en no dejarnos marchar y nos obligan a casarnos con ellas? - preguntó Tripitaka al Peregrino, muerto de miedo.
                - No os preocupéis y aceptad su proposición - le aconsejó el Peregrino -. Ya me ocuparé yo de todo.
                Apenas había acabado de decirlo, cuando se presentaron dos funcionarias y se inclinaron respetuosamente ante el maestro.
                - Yo, señoras - dijo Tripitaka, devolviéndoles el saludo -, no soy más que un pobre monje que ha renunciado a la familia. ¿Qué cualidades puede tener una persona tan insignificante como yo, para que os inclinéis ante ella con tanto respeto?
                 La Consejera Mayor quedó encantada del porte y de las maneras del maestro y se dijo:
                - En verdad, no existe nación más afortunada que la nuestra. Este hombre ciertamente merece ser el marido no sólo de nuestra soberana, sino de otras diez mil mujeres como ella.

Tras saludarle con la deferencia que la situación requería, las demás funcionarias permanecieron de pie alrededor del monje Tang y, finalmente, dijeron:
                - Os deseamos, señor, diez mil felicidades.
                - No soy más que un pobre monje que ha renunciado a la familia - repitió Tripitaka -. ¿De dónde voy a sacar tanta felicidad como la que ahora me deseáis?
                - Éste, señor - explicó la Consejera Mayor, volviéndose a inclinar con respeto -, es el País de las Mujeres del Liang Occidental, en el que desde tiempos inmemoriales jamás ha puesto el pie un solo varón. Esta vez, no obstante, hemos tenido la suerte de dar la bienvenida a un miembro tan destacado de la realeza como vos, cabiéndome el alto honor de haceros llegar el deseo de nuestra soberana de contraer nupcias con vos.
                - ¡Santo cielo! - exclamó Tripitaka, temblando -. Este humilde monje llegó a este gran reino sin más compañía que sus tres discípulos y según parece, no va a abandonarlo, a no ser cargado de hijas e hijos. Me pregunto cómo se le habrá ocurrido semejante idea a vuestra soberana.
                - Cuando fui a palacio a dar cuenta de vuestra llegada - explicó la encargada de la posada -, nuestra soberana nos contó que ayer por la noche había tenido un sueño, en el que vio cómo de los biombos de oro salían luces de colores muy vivos y los espejos de jade emitían rayas muy brillantes. Ella lo interpretó como un buen augurio y, así, cuando se enteró de que había llegado, procedente de la gran nación china, un hombre de sangre real, no tuvo ningún inconveniente en poner a sus pies todas las riquezas del reino, con tal de que acepte desposarse con ella 3. Vos os convertiréis en un hombre elegido y ocuparéis el trono que mira hacia el sur, mientras que ella será para siempre vuestra reina. Si la Consejera Mayor se ha desplazado hasta aquí, ha sido precisamente con la misión de obtener vuestro consentimiento y ofrecerme a mí la posibilidad de actuar de oficiante de la ceremonia de nupcial. Ahora tenéis vos la palabra.
                 Sin saber qué contestar, Tripitaka agachó la cabeza y se sumió en un profundo silencio.
                - Cuando alguien se topa con una ocasión tan ventajosa como ésta, no debe dejarla pasar - le aconsejó la Consejera Mayor -. Soy consciente de que puede sonar un tanto extraño que el marido entre a formar parte de la familia de la mujer, pero pensad que son todas las riquezas del país las que ahora se os ofrecen como dote. De todas formas, os agradecería que me dierais pronto una respuesta, para transmitírsela a nuestra soberana.
                El maestro permaneció tan mudo como si no hubiera oído ni una sola de sus palabras. Fue Ba-Chie quien, alargando su maloliente morro, dijo:
                - Regresad a palacio y comunicad a vuestra soberana que mi maestro es un arhat que ha alcanzado, tras muchos sacrificios, la iluminación del Tao y que no se casará con nadie, aunque se le entreguen todas las riquezas del mundo o la novia sea tan hermosa que haya provocado la caída de varios imperios. Concededle, pues, el salvoconducto y dejadle partir, cuanto antes, rumbo hacia el Oeste. Yo ocuparé su lugar en el tálamo. En fin, ¿qué os parece la idea?
                Al oír semejante desatino, le dio un vuelco el corazón a la Consejera Mayor y se quedó con la boca abierta, sin poder articular palabra.
                - Por muy macho que seáis - replicó la encargada de la posada, sois extremadamente feo y me temo que nuestra soberana no va a encontraros lo suficientemente atractivo.
                - ¡Qué poca agilidad mental poseéis! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Como muy bien afirma el proverbio, «con los sauces finos se hacen toneles y con los gordos, cestas». ¿Quién es capaz de afirmar que un hombre sea feo?
                 - Deja de decir tonterías, de una vez, Idiota - le aconsejó el Peregrino -. Es al maestro al que le corresponde la decisión, no a ti. Si quiere quedarse, que se quede; y que se marche, si ése es su deseo. No está bien hacer perder tanto tiempo a una casamentera tan ilustre como la que su alteza ha enviado.
                - ¿Qué crees que debo hacer, Wu-Kung? - exclamó Tripitaka.
                - En mi opinión, deberíais quedaros - respondió el Peregrino -. Como muy bien afirmaban los antiguos, «por muy lejos que se encuentren dos personas, terminarán uniéndose, si ése es el deseo del Cielo». En ningún sitio podréis encontrar una
                oportunidad mejor que ésta, os lo aseguro.
                - Pero, si nos quedamos aquí, disfrutando de riquezas y honores, nadie conseguirá las escrituras del Paraíso Occidental - objetó Tripitaka -. ¡La espera acabará con el Gran Emperador de los Tang!
                - No nos atrevemos a ocultaros la verdad - dijo, entonces, la Consejera Mayor -. Nuestra soberana está interesada únicamente en vos. En cuanto haya concluido el banquete nupcial, se darán provisiones y un certificado de viaje a vuestros discípulos, para que puedan seguir su viaje hacia el Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas.
                Lo que acabáis de decir es muy razonable - dijo el Peregrino -. Por nuestra parte, no pondremos la menor objeción. Estamos completamente de acuerdo en que nuestro maestro se quede aquí y contraiga matrimonio con vuestra señora. Firmad, pues, el salvoconducto y permitidnos partir cuanto antes hacia el Oeste. Cuando hayamos conseguido las escrituras, regresaremos a este lugar y os pediremos que nos sufraguéis el viaje de vuelta. Así podremos alcanzar el Reino de los Tang sin ninguna dificultad.
                - Os damos las gracias, maestro, por haber puesto fin al problema de una forma tan brillante - dijeron la Consejera Mayor y la encargada de la posada, inclinándose respetuosas.
                - No tan deprisa, Consejera Mayor - exclamó Ba-Chie -. Dado que no hemos planteado ninguna objeción, sería justo que vuestra señora nos ofreciera un banquete de despedida

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