AUM JÑÀPIKA SATYA GU-RÚ
El maestro desmontó y se dirigió andando hacia sus puertas. El sol estaba ya poniéndose, cuando cruzaron el puente que conducía a ellas. Al ver la gente que deambulaba por las calles que los monjes del Monasterio de la Profunda Sabiduría andaban tranquilamente por ciudad, se separaron de ellos y trataron de evitarlos. Los caminantes no tardaron en llegar al monasterio. Encima de su puerta principal había una enorme placa de piedra en la que aparecía escrito con grandes letras de oro: «Monasterio de la Profunda Sabiduría, mandado construir por orden imperial».
Los monjes abrieron las puertas y condujeron a sus ilustres invitados a través del salón de Vairocana, al templo principal. El monje Tang vistió a toda prisa su túnica de los bordados y se echó rostro en tierra ante la imagen dorada de Buda. Sólo después de que hubiera terminado todo sus rezos, se decidió a seguir a sus anfitriones al interior del monasterio, que, levantando inesperadamente la voz, gritaron:
- ¿Se puede saber dónde te has metido, guardián de la casa?
Al instante apareció un anciano, que, al ver al Peregrino, se echó a sus pies, gimoteando de emoción:
- ¡Por fin habéis llegado, maestro!
- ¿Quién soy yo, para que os dirijáis a mí de una manera tan respetuosa? - preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Vos sois el Gran Sabio, Sosia del Cielo - respondió el anciano con extraña seguridad . Todas las noches soñamos con vos, pues la Estrella de Oro del Planeta Venus se encarga de recordarnos en sueños que nuestras desgracias desaparecerán en cuanto vos aparezcáis. Os reconocería hasta con los ojos cerrados. ¡No sabéis lo contento que estoy de que hayáis venido! Si llegáis a tardar dos o tres días más, nos habríamos convertido todos en espíritus.
- Levantaos del suelo, por favor - le aconsejó el Peregrino, sonriendo -. Mañana hablaremos de todo lo que acabáis de decir.
Los monjes prepararon a toda prisa una comida vegetariana y adecentaron la habitación del abad, para que pudieran descansar dignamente en ella los Peregrinos. Pese a todo, Wu-Kung estaba tan preocupado que, cuando dio la segunda vigilia, no había podido conciliar todavía el sueño. Por si eso fuera poco, de algún lugar cercano llegaba el sonido de gongs y flautas, y le impedía concentrarse en sus planes. Sin que nadie se diera cuenta, abandonó el lecho y se puso la ropa. Se elevó a continuación por el aire y pudo ver, hacia el sur de donde se encontraba, un gran resplandor de antorchas y lámparas. Descendió de la nube y, aguzando aún más la vista, comprobó que los taoístas del Templo de los Tres Puros estaban dirigiendo sus súplicas y oraciones a las Estrellas. El salón era amplio y tan alto como el mismísimo Monte Peng - Lai. Poseía, además, una dignidad que recordaba la del Palacio de la Alegría Transfigurada. A ambos lados se veían hileras de taoístas tañendo instrumentos. Los maestros, con tablillas de jade en las manos, ocupaban la parte central. En aquel momento se hallaban ocupados en la lectura del Tao - Te - King y en el recitado de la Letanía - para - alejar - a - los - enemigos. Al mismo tiempo, redactaban conjuros y oraban a lo alto con el rostro hundido en el polvo. Otros escupían un poco de agua sobre las antorchas y al instante se producía una llamarada que llegaba, sin ninguna duda, hasta las Regiones Superiores. Aquellos taoístas preguntaban a las Estrellas sobre el destino de los hombres, quemando sin cesar incienso, cuyas volutas se confundían con el azul del firmamento, y presentando ofrendas espléndidas que descansaban sobre artísticas mesas. A ambos lados de la puerta habían desplegados dos rollos de seda amarilla, en los que había sido bordado lo siguiente:
Para obtener el beneficio de la lluvia en sazón, suplicamos de continuo la ayuda de los respetables inmortales, cuyo poder es inabarcable. Que nuestro rey y señor alcance los diez mil años de edad, ya que su imperio goza para siempre de paz y prosperidad.
Entre todos los taoístas destacaban tres por lo lujoso de sus vestimentas y el Peregrino dedujo en seguida que se trataba de Fuerza de Tigre, Fuerza de Ciervo y Fuerza de Cabra. En una posición inferior respecto a ellos había no menos de setecientos u ochocientos de sus correligionarios. Estaban distribuidos en dos filas que se miraban de frente, y no dejaban de batir los tambores, ofrecer incienso y presentar sus súplicas. Encantado, el Peregrino se dijo:
- Me gustaría mezclarme entre ellos y burlarme un poco de su credulidad, pero, como muy bien dice el proverbio, «no se puede aplaudir con una sola mano». Y otro más afirma: «Se requiere más de un hilo de seda para formar una hebra». Así que lo mejor será que vaya a buscar a Chu Ba-Chie y al Bonzo Sha. Nuestra fuerza será mayor y nos lo pasaremos más divertido los tres juntos.
Sin pérdida de tiempo se dirigió a los aposentos del abad, donde encontró profundamente dormidos a Ba-Chie y al Bonzo Sha. El Peregrino trató de despertar primero a Wu - Neng, pero fue el Bonzo Sha el respondió, diciendo:
- ¿Todavía no te has dormido?
- Levántate - le urgió el Peregrino -. Creo que ha llegado el momento de divertirnos un poco.
- ¿Divertirnos? - repitió, sorprendido, el Bonzo Sha -. ¿Dónde vamos a divertirnos con lo tarde que es? ¿No te cuesta, acaso, mantener los ojos abiertos? Yo tengo la boca muy seca, además.
- Acabo de encontrar el Templo de los Tres Puros - informó el Peregrino -. En este mismo momento los taoístas están celebrando una ceremonia y el salón principal está
lleno, a rebosar, de ofrendas. Se ve que no les falta de nada. No te digo más que sus bollos son tan grandes como barriles y sus pasteles deben de pesar entre cincuenta o sesenta kilos. Eso sin contar los platos de arroz y las frutas de gran tamaño que descansan sobre las mesas. ¡Venga, levántate de un vamos a divertirnos!
Aunque estaba medio dormido, al oír que había tanta comida, Ba-Chie se despertó al instante y preguntó, vivamente preocupado:
- ¿No pensáis llevarme con vosotros?
- Si quieres comer - le dijo el Peregrino -, levántate sin meter ruido y síguenos.
Los dos monjes se vistieron a toda prisa y salieron de la habitación con todo cuidado para no despertar al maestro. El Peregrino los estaba esperando en la puerta. Se montaron, sin decir nada, en la nube y se elevaron inmediatamente por lo alto. El Idiota no tardó en ver la luz de las antorchas y quiso bajar en seguida, pero se lo impidió el Peregrino, tirándole de la ropa y aconsejándole:
- Espera un poco. No seas tan impaciente. Descenderemos cuando se hayan retirado a descansar.
- ¿Cuándo va a ser eso? - preguntó, vivamente preocupado, Ba-Chie -. Según parece, tienen para rato con esas ceremonias.
- No te preocupes - trató de calmarle el Peregrino -. Voy a hacer un poco de magia y ya verás como no queda aquí ninguno.
En efecto, no había acabado de decirlo, cuando hizo un gesto mágico con los dedos y recitó el correspondiente conjuro, mirando hacia el sudoeste. Al instante se levantó un torbellino que recorrió todo el Templo de los Tres Puros, derribando jarrones y candelabros, y haciendo añicos los exvotos que colgaban de las paredes. El templo quedó completamente a oscuras y los taoístas se sintieron tan sobrecogidos que el Inmortal Fuerza de Tigre hubo de terminar sugiriéndoles:
- Es mejor que cada uno se retire a sus aposentos, pues este viento, sin duda de origen divino, ha apagado todos nuestros hachones, antorchas y lámparas. Mañana nos levantaremos un poco más pronto de lo habitual y recitaremos otras cuantas escrituras más, para compensar, de alguna manera, la interrupción de esta noche.
Los taoístas obedecieron al instante y el Peregrino, Ba-Chie y Bonzo Sha pudieron, por fin, descender de la nube y dirigirse al interior del Templo de los Tres Puros. Sin preocuparse de comprobar si estaba cruda o cocida, el Idiota agarró una fuente de verdura y se la tragó de golpe. El Peregrino agarró entonces su barra de hierro y trató de darle un golpecito en la mano. Ba-Chie logró apartarla a tiempo y protestó, malhumorado:
- ¿Por qué quieres pegarme, si todavía no sé a qué sabe esto?
- Debes cuidar un poco tus modales - le reprendió el Peregrino -. Antes de empezar a comer es preciso sentarse con educación.
- ¡Cuidado que eres pesado! - protestó Ba-Chie -. Robas toda esta comida y todavía tienes la cara de hablar de modales. ¿Qué harías, si fueras un simple invitado?
- ¿Quiénes son esos bodhisattvas que hay sentados allí? - preguntó de pronto el Peregrino.
- ¿De quién estás hablando? - exclamó Ba-Chie.
- ¿Es que eres incapaz de reconocer a los Tres Puros?
- ¿Qué Tres Puros? - repitió Ba-Chie.
- El del medio - explicó el Peregrino - es el Respetable Inmortal de los Orígenes; el de la izquierda, el Señor de los Tesoros Espirituales; el de la derecha, Lao-Tse. Opino que, si queremos comer sin ser molestados, lo mejor que podemos hacer es adoptar sus figuras y hacernos pasar por ellos.
El aroma de las ofrendas era, en verdad, embriagador y el Idiota no pudo esperar más tiempo. De un salto se subió al estrado y, tras tirar al suelo la imagen de Lao-Tse con el morro, dijo:
- Lo siento, pero llevas ya mucho tiempo sentado aquí. Permíteme ocupar tu puesto durante un rato.
De esta manera Ba-Chie se convirtió en Lao-Tse, mientras el Peregrino - adoptaba la forma del Respetable Inmortal de los Orígenes y el Bonzo Sha se transformaba en el Señor de los Tesoros Espirituales. Sus imágenes yacían lastimosamente por el suelo. En cuanto se hubo sentado, Ba-Chie empezó a engullir comida sin ningún miramiento, cosa que le valió una reprimenda del Peregrino.
- ¿Es que no puedes esperar un poco? - le dijo éste.
- ¡No hay quien te entienda! - se quejó Ba-Chie -. ¿A qué viene esperar? ¿Acaso no nos hemos convertido en esos inmortales que decías?
- Comer es lo de menos - sentenció el Peregrino -. Lo realmente importante es divertirse. ¿No te das cuenta de que esos taoístas se piensan levantar muy temprano para tañer la campana y barrer los suelos? ¿Qué pasará cuando vean tiradas estas sagradas imágenes? Si queremos que no descubran nuestro secreto, es preciso que las escondamos en algún sitio.
- Sí, pero dónde - replicó Ba-Chie -. No conocemos este lugar y no sabemos cuál es el mejor sitio para guardar cosas.
- Al entrar - explicó el Peregrino -, vi, por casualidad, una puerta que había a la derecha. A juzgar por el hedor que despedía, creo que debe de tratarse de las Dependencias para la Transmigración de los Cinco Granos. No estaría mal que los metiéramos allí.
El Idiota era excelente para las labores más penosas. Sin pensarlo dos veces, saltó al suelo, cargó con las imágenes y las sacó del salón. De una patada abrió la puerta que le había dicho el Peregrino y vio que se trataba de un simple retrete.
- ¡Cuidado que le gusta tergiversar las palabras a ese «pi - ma - wen» de mala muerte! - se dijo Ba-Chie, ahogando una carcajada -. Hasta para un retrete dispone de un nombre religioso. ¡Mira que llamarlo Dependencias para la Transmigración de los Cinco Granos! ¡Sólo a él puede ocurrírsele semejante estupidez!
Antes de desprenderse de las imágenes, sin embargo, el Idiota sintió miedo y les dirigió la siguiente oración:
En vos confío, Tres Puros. Venimos desde muy lejos, derrotando a innumerables enemigos y arrostrando peligros sin cuento. A lo largo de nuestro viaje no hemos tenido ni un solo momento de comodidad. No os importará, por tanto, que os hayamos tomado prestados durante un rato vuestros tronos. Lleváis sentados mucho tiempo en ellos. De hecho, no los habéis abandonado ni para venir al retrete. ¡Qué triste suerte la vuestra, siempre apoltronados en esos asientos! Jamás os ha faltado de nada, caracterizándoos en todo momento por vuestra limpieza y pureza. Me temo que hoy tendréis que aguantar un poco de suciedad y que, cuando salgáis de ahí, seréis los Respetables Inmortales - que - peor - huelan.
En cuanto hubo concluido esta plegaria, los tiró sin ninguna consideración en el retrete. Al caer en el centro de la letrina, saltó una ola de agua fétida, que manchó de mierda la mitad de su túnica.
- ¿Los has escondido bien? - le preguntó el Peregrino, al verle entrar otra vez en el salón.
- Sí - contestó Ba-Chie -, pero se me ha manchado la túnica de mierda. ¿No lo hueles? Espero que resistáis el aroma.
- No te preocupes por eso - dijo el Peregrino -. Ahora ven a divertirte un poco. Me
pregunto si vamos a salir con bien de ésta. El Idiota volvió a adoptar la figura de Lao-Tse y, sentándose en los tronos, los tres comenzaron a darse la buena vida. Primero dieron cuenta de los enormes bollos, engullendo a continuación los platos de verdura, los condimentos de arroz, las empanadillas, las galletas, los pastelillos, las fritangas y los platos cocinados al vapor, sin importarles si estaban calientes o fríos. El Peregrino Sun no era muy amigo de ese Tipo de comida y tomó unas cuantas frutas, más por acompañar a los otros que por llenar la barriga. Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, fueron terminando un plato tras otro con la velocidad con que los cometas persiguen a la luna, o el viento dispersa las nubes. Al poco rato no quedaba absolutamente nada. Sin embargo, no parecieron desanimarse. Se sentaron tranquilamente en los tronos y empezaron a charlar a la espera de que comenzara a hacerles la digestión.
Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir. Estaba escrito en las estrellas. En el ala este vivía un joven taoísta, que, en cuanto puso la cabeza en la almohada, volvió a levantarse de un salto, diciéndose, sobresaltado:
- ¡Qué cabeza la mía! Creo que he dejado mi campanilla en el salón de las ofrendas. Si la pierdo, los maestros me echarán mañana una bronca terrible. Será mejor que vaya inmediatamente a por ella.
Se volvió, pues, hacia su compañero de habitación y le dijo:
- Tú duérmete. Tengo que ir a por una cosa que me he dejado olvidada.
Sin ponerse los calzoncillos siquiera, se cubrió con una túnica y se dirigió al salón de las ofrendas en busca de la campanilla. Estaba muy oscuro y tuvo que tantear en las sombras hasta que, finalmente, dio con ella. Pero, al darse la vuelta para regresar a su cuarto, oyó a alguien respirando y se puso a temblar de miedo. Sacó, no obstante, fuerzas de flaqueza y se lanzó a una alocada carrera, con tan mala suerte que pisó una pepita de lechíes, perdió el equilibrio y la campanilla se le hizo añicos. Al ver lo ocurrido, Ba-Chie no pudo aguantarse y soltó una sonora risotada, que asustó aún más al taoísta. El pobre muchacho logró levantarse lo mejor que pudo y, sin dejar de trastabillar lastimosamente, logró, por fin, llegar a los aposentos de sus maestros.
- ¡Respetables Instructores! - se puso a gritar como un loco, al tiempo que golpeaba sin parar la puerta -. ¡Ha ocurrido una terrible desgracia!
Los tres taoístas no se habían dormido todavía y, abriendo la puerta, le preguntaron en tono recriminatorio:
- ¿Se puede saber de qué desgracia estás hablando?
- Me dejé la campanilla en el salón de las ofrendas y, antes de acostarme, volví a por ella - explicó el joven taoísta, temblando de pies a cabeza -. Estaba muy oscuro, pero, al ir a cerrar la puerta, oí una tremenda risotada, que casi me hace perder la razón.
- Traed antorchas - ordenaron al punto los tres taoístas -. Es preciso que comprobemos en seguida de qué se trata.
Todos los taoístas que moraban a lo largo de los dos pasillos se levantaron a toda prisa de la cama y se dirigieron en tropel al salón de las ofrendas con lámparas y hachones en las manos.
No sabemos, de momento, qué resultó de todo esto. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar las explicaciones que se facilitan en el próximo capítulo.
CAPÍTULO XLV
EL GRAN SABIO DEJA CONSTANCIA DE SU NOMBRE EN EL TEMPLO DE LOS TRES PUROS. EL REY DE LOS MONOS REVELA TODO SU PODER EN EL REINO DE LA CARRETA LENTA
Comprendiendo lo que sucedía, el Gran Sabio Sun dio al Bonzo Sha un pellizco con la mano izquierda, y otro a Ba-Chie con la derecha. Los dos captaron en seguida lo que quería decirles y se callaron al punto, sentándose en los tronos con ademanes solemnes. Los taoístas los examinaron por detrás y por delante con ayuda de sus antorchas y lámparas, pero no vieron en ellos otra cosa que ídolos de barro pintados en oro.
- No se ve por aquí ningún ladrón - comentó el Inmortal Fuerza de Tigre -. ¿Quién ha podido comerse, entonces, todas las ofrendas?
- Por fuerza han tenido que ser seres humanos los que han acabado con ellas - sentenció el Inmortal Fuerza de Ciervo -. ¿No veis cómo han pelado las frutas y tirado después las pepitas? Eso sólo pueden hacerlo hombres de carne y hueso.
- No seáis tan suspicaces, hermanos - les aconsejó el Inmortal Fuerza de Cabra -. Yo, por mi parte, opino que, debido a nuestra incuestionable piedad y al hecho de que día y noche recitamos de continuo oraciones y textos sagrados por el bien del Emperador, los Inmortales Celestes se han conmovido y han decidido hacernos una visita. Es mi opinión, por tanto, que han bajado de buenas a primeras a la tierra y han comido estas ofrendas. Sugiero que, puesto que sus carrozas de garzas todavía se encuentran en este lugar, les supliquemos respetuosamente que nos concedan un poco de elixir de oro y de agua sagrada para que podamos regalárselos después a su majestad. De esa forma su vida se vería alargada considerablemente y jamás envejecería. ¿No nos estaría eternamente agradecido por tan extraordinario favor?
- Tienes razón - concluyó el Inmortal Fuerza de Tigre -. Discípulos - ordenó a continuación, volviéndose a sus seguidores -, empezad a tocar y a recitar escrituras, y traednos las vestimentas rituales. Es preciso que nos elevemos hasta las estrellas para presentar nuestras súplicas.
Los taoístas obedecieron al instante, colocándose en dos filas contrapuestas. No pasó mucho tiempo, antes de que empezaran a recitar al ritmo de los golpes de gong, el texto conocido como Las Auténticas Escrituras de la Corte Amarilla.
En cuanto se hubo puesto la túnica ritual, el Inmortal Fuerza de Tigre cogió la tablilla de jade y se puso a bailar. A ratos detenía su danza y, echándose rostro en tierra, elevaba hacia lo alto la siguiente petición:
Ante vos nos inclinamos con respeto y temor. Nuestra fe está presta para lanzarnos a la búsqueda de la Pureza. Si lanzamos estos gritos, es porque deseamos presentar nuestros respetos al Tao en este sagrado templo que construimos por mandato real. En él desplegamos los estandartes del dragón, presentamos nuestras ofrendas y hacemos quemar incienso día y noche. Somos conscientes de que un solo pensamiento sincero es capaz de mover la voluntad de los Cielos. Por eso, vuestras carrozas sagradas han hollado el suelo de este humilde lugar. Os suplicamos, por tanto, tengáis a bien concedernos un poco de vuestro elixir y vuestra agua sagrada, para que podamos entregársela al Emperador y, de esta forma, vea alargados sus días por años sin fin.
- Todo esto es culpa nuestra - murmuró Ba-Chie, arrepentido de lo que había hecho -. No teníamos que haber tocado esas ofrendas. ¿Qué respuesta vamos a dar a una súplica tan sincera como ésa?
El Peregrino le dio inmediatamente un pellizco para que se callara. Sin embargo, lo más sorprendente fue que él mismo abrió la boca y dijo en voz alta:
- Dejad vuestras oraciones, inmortales de la nueva generación. Aunque nos gustaría complacer vuestros deseos, nos tememos que no podremos hacerlo de momento, porque venimos del Festival de los Melocotones Inmortales y no hemos traído nada de elixir de oro. Si no os importa, volveremos otro día y os lo daremos.
Todos los taoístas se echaron a temblar, al ver que era la estatua la que hablaba. Sin poderse contener, gritaron, entusiasmados:
- ¡Han bajado a la tierra los Respetables Inmortales! ¡Debemos hacer cuanto esté de nuestra parte para hacerlos quedarse con nosotros para siempre! ¿Cómo vamos a
dejarlos marchar, sin que nos transmitan la fórmula mágica de la eterna juventud? ¡Sería, francamente, de tontos! Sin pérdida de tiempo, el Inmortal Fuerza de Ciervo se destacó de demás y, echándose rostro en tierra, entonó la siguiente oración:
A vos dirigimos nuestras súplicas con el rostro escondido en el polvo. Somos vuestros siervos, Tres Puros, y siempre hemos hecho cuanto ha estado de nuestra mano por mantenernos fieles a vuestras doctrinas. Desde nuestra llegada a este lugar el Tao ha gozado de una libertad absoluta. No hay cosa que más complacería al Emperador que la consecución de la longevidad. Por ese fin os dirigimos de continuo oraciones y súplicas, que, como vuestra misma presencia atestigua, jamás habéis echado en saco roto. ¡Prestadles atención una vez más, ya que es vuestra gloria y no la nuestra la que de continuo buscamos, y dadnos un poco de agua sagrada, para que nuestra vida sea, en verdad, eterna!
El Bonzo Sha dio al Peregrino un pellizco, al tiempo que le susurraba, muy nervioso:
- Aquí están otra vez con sus oraciones. ¿Qué podemos hacer? Creo que debemos darles lo que piden - opinó el Peregrino.
- Me parece muy bien - reconoció Ba-Chie -. Pero ¿de dónde vamos a sacarlo?
- Mira con atención y verás qué pronto lo soluciono - respondió el Peregrino.
En cuanto los taoístas hubieron terminado sus recitados, el Peregrino volvió a levantar la voz, diciendo:
- No es necesario que sigáis rezando más, inmortales de la nueva generación. He de reconocer que soy un poco reacio a regalaros agua sagrada, pero, al mismo tiempo, soy consciente de que, si no lo hago, podéis morir en cualquier momento. Eso me plantea un dilema prácticamente insoluble, porque podéis pensar que su valor no es tan alto como habíais pensado. Sé muy bien que lo que gratis se da no se valora como debiera.
Todos los taoístas se echaron rostro en tierra, al oír eso, y dijeron con voz suplicante:
- Concedednos un poco de ese tesoro. Al fin y al cabo, somos discípulos vuestros y sabremos valorarlo como merece. Eso acercará aún más el Tao al poder, y el Hijo del Cielo colmará de mayores honores a la Puerta del Misterio.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Traednos unos recipientes.
Los taoístas tocaron repetidamente el suelo con la frente en señal de gratitud. Fuerza de Tigre era una persona egoísta en extremo y ordenó meter en el salón de las ofrendas un tonel enorme. Fuerza de Ciervo se conformó con una tinaja del jardín, y Fuerza de Cabra con un florero, que colocó justamente entre los otros dos recipientes. Al ver la diligencia con la que habían actuado, el Peregrino les dijo con voz solemne:
- Ahora, si no os importa, nos gustaría que salierais un momento cerrarais bien las puertas, pues no es correcto que ojos profanos contemplen directamente los misterios celestes. Cuando regreséis, estos recipientes estarán llenos de agua sagrada.
Los taoístas obedecieron al instante, retirándose del salón y cerrando con cuidado las puertas. Mientras esperaban, se hincaron de hinojos ante las escalinatas de color rojo. Sin pérdida de tiempo el Peregrino se levantó la túnica de piel de tigre y llenó de orín el jarrón. Ba-Chie exclamó, satisfecho, al verlo:
- Llevamos juntos yo qué sé la de años, pero te juro que jamás me había divertido contigo tanto como hoy. Como he comido muchísimo tengo unas ganas locas de orinar.
Ni corto ni perezoso, el Idiota se levantó la ropa y dejó escapar un torrente más caudaloso que el de las cataratas de Lü - Liang 1. Su fuerza era tan increíble que rompió algunas de las tablas de madera que componían el suelo. No es extraño que llenara él solo la tinaja de barro. El Bonzo Sha se las apañó, igualmente, para llenar la mitad del tonel. En cuanto hubieron hecho sus necesidades, se bajaron la ropa, ocuparon solemnes los tronos y gritaron:
- Ya podéis entrar a por el agua sagrada, si queréis.
Los taoístas abrieron al instante las puertas y golpearon, agradecidos, varias veces el suelo con la frente. Sacaron primero el tonel, después el jarrón y la tinaja, y, por último, lo mezclaron todo con envidiable esmero. El Inmortal Fuerza de Tigre estaba tan ansioso por probarlo que en seguida ordenó a uno de sus discípulos:
- Tráeme una copa para que pueda probarlo.
Sin pérdida de tiempo, el taoísta tomó una taza de té y se la entregó al maestro, que la vació de un solo trago. Pero su sabor era tan fuerte que en los labios se le dibujó un rictus de asco, como si acabara de masticar un limón.
- ¿Sabe bueno? - le preguntó el Inmortal Fuerza de Ciervo.
No muy bueno - contestó el otro con la boca todavía fruncida -. Tiene un sabor muy fuerte.
- Déjame probarlo a mí - exigió el Inmortal Fuerza de Cabra y se tomó otra taza. Tras paladearlo con cuidado, añadió -: ¡Qué raro! A mi me huele a orín de cerdo.
Al oír ese comentario, el Peregrino supo en seguida que no podían seguir manteniendo el engaño durante mucho más tiempo y se dijo:
- Ha llegado la hora de actuar, para que éstos no se olviden jamás de nosotros. Levantó al punto la voz y proclamó, entre solemne y burlón:
- ¡Qué tontos sois, taoístas, qué ridículamente estúpidos! ¿Cómo van a ser los Tres Puros tan humanos como hemos dejado entrever nosotros? No somos quienes creéis, sino unos simples monjes oriundos de la Gran Nación de los Tang, que nos dirigimos hacia el oeste por orden imperial. Como no teníamos nada que hacer esta noche, decidimos divertirnos un poco, sentándonos en los puestos de honor y comiendo todas vuestras ofrendas. Como podéis ver, vuestros rezos y reverencias no han servido de mucho. Eso que acabáis de llevaros a la boca, sin ir más lejos, no es agua sagrada, sino orín puro, que acabamos de orinar. Los taoístas cerraron las puertas y, armándose de palos, rastrillos, piedras, ladrillos y de cuanto encontraban a mano, se lanzaron contra el altar, con el ánimo de apalear a tan sacrílegos impostores. El Peregrino agarró entonces al Bonzo Sha con la mano izquierda y a Ba-Chie con la derecha y voló hacia la puerta, haciéndola añicos. Después no tuvo más que montar en una nube y escapar sin ninguna dificultad en dirección al Monasterio de la Profunda Sabiduría. Cuando llegaron a los aposentos del abad, pusieron especial cuidado en no despertar a su maestro y se retiraron cada cual a su lecho. Estuvieron durmiendo hasta el tercer cuarto de la quinta vigilia, momento en que el rey celebraba la primera audiencia del día, rodeado de todos sus funcionarios, alrededor de cuatrocientos entre civiles y militares. En el amplio salón del trono las lámparas y antorchas emitían su luz entre una neblina aromática que salía de los pebeteros y quemadores de incienso.
Tripitaka se despertó en ese mismo momento y dijo a sus discípulos:
- Es preciso que obtengamos el consentimiento real para poder proseguir el viaje.
El Peregrino, el Bonzo Sha y Ba-Chie se vistieron a toda prisa y, acercándose a su maestro, le informaron:
- No debéis olvidar que el señor de estas tierras sólo cree en el Tao y se ha propuesto eliminar el budismo de la faz de la tierra. Es posible, por tanto, que no quiera concedernos el salvoconducto del que habláis. Lo más aconsejable es que vayamos con vos a la corte.
Satisfecho, el monje Tang vistió la túnica de los bordados, mientras el Peregrino preparaba el documento de viaje, Wu-Ching echaba mano del cuenco para pedir limosnas y Wu - Neng cogía su bastón. El caballo y el equipaje quedaron al cuidado de los monjes del Monasterio de la Profunda Sabiduría.
Al llegar a la Torre de los Cinco Fénix, saludaron al Guardián de la Puerta Amarilla y le explicaron el motivo de su visita, identificándose como hombres de bien, que se dirigían al Paraíso Occidental por orden expresa del Emperador de los Tang. El oficial responsable de la defensa de la puerta corrió a informar a su señor de la llegada de los Peregrinos. Se dejó caer rostro en tierra ante los escalones de oro y dijo:
- Ahí fuera hay cuatro monjes budistas que dicen dirigirse hacia las Tierras del Oeste en busca de escrituras por expreso deseo del Emperador de los Tang. Solicitan un permiso de paso, esperando humildemente ser recibidos por vos a las puertas de la Torre de los Cinco Fénix.
- ¡Esos monjes no saben en dónde han caído! - exclamó el rey - ¿Es que no han
encontrado un sitio mejor para morir? Arrestadlos al punto y traedlos a mi presencia. Asustado, el Gran Preceptor dio un paso al frente e informo a majestad:
- El Gran Imperio de los Tang se encuentra ubicado en las Tierras del Este, en pleno corazón del continente de Jambudvipa. Diez mil millas lo separan de nosotros y constituye el centro de la gran nación China. Estos monjes deben de tener, por otra parte, poderes muy especiales, ya que el trayecto está lleno de obstáculos prácticamente insalvables y de incontables manadas de monstruos. Sólo quien posee un perfecto dominio de la magia se arriesga a emprender un viaje tan plagado de dificultades como ése. Os suplico, por tanto, que accedáis a sus peticiones y les permitáis pasar tranquilamente por vuestras tierras. No es aconsejable que, por unos simples monjes, os enemistéis con un tan poderoso como el suyo.
El rey consideró acertado el consejo y accedió a recibir al monje Tang y a sus discípulos en el Salón de los Carillones de Oro. Cuando se hallaron ante tan augusta presencia, los viajeros entregaron sus documentos de viaje, junto con una carta escrita, de su puño y letra, por emperador. El rey la abrió con parsimoniosa majestad, pero, cuando se disponía a leerla, se presentó el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció, solemne:
- Acaban de llegar los tres preceptores.
El rey dejó a un lado el escrito y se levantó a toda prisa del trono del dragón. No contento con eso, ordenó a sus criados que trajeran unos cojines profusamente bordados y se inclinó respetuosamente ante los recién llegados. Sorprendidos, Tripitaka y sus discípulos volvieron la cabeza y vieron entrar a los tres inmortales, seguido de un joven que llevaba dos rabos despellejados de cerdo. A medida que avanzaba por entre las filas de funcionarios, éstos agachaban, con respeto la cabeza y fijaban humildemente la vista en el suelo. De esta forma, llegaron al punto donde se levantaba el trono y se sentaron en él sin preocuparse de saludar al rey, que les preguntó en tono servil:
- ¿A qué se debe el honor de vuestra visita? Que yo sepa, no os hecho llegar ninguna invitación.
- Hemos venido porque tenemos algo importante que deciros, ni más ni menos - contestó uno de los taoístas -. ¿De dónde han salido esos cuatro monjes que hay ahí?
- Han sido enviados al Paraíso Occidental por el Gran Emperador de los Tang en busca de escrituras sagradas, y han venido a solicitar permiso para cruzar nuestras tierras - respondió el rey.
- ¡Menos mal! - exclamaron los tres taoístas, aplaudiendo como locos - Creíamos que se habían escapado. Ha sido una suerte encontrarlos aquí.
- ¿Qué queréis decir? - preguntó el rey, sorprendido -. En cuanto me enteré de su llegada, quise arrestarlos, pero el Gran Consejero me hizo ver lo inoportuno de tan precipitada decisión. Han viajado, de hecho, años enteros y no es aconsejable enemistarnos con su país de origen. Por ese motivo, he accedido a su justa petición. ¿Cómo iba a sospechar que teníais alguna queja contra ellos? ¿Os importaría decir qué os han hecho?
- Se nota que no estáis al tanto de lo ocurrido - dijo uno de los taoístas -. Nada más
llegar, ayer por la tarde, mataron a dos de nuestros discípulos en las afueras de la Puerta Oriental, liberaron a los quinientos prisioneros budistas y redujeron a añicos la carreta. Por si eso fuera poco, ayer por la noche penetraron a escondidas en nuestro templo, se mofaron de las imágenes de los Tres Puros y se comieron tranquilamente las ofrendas imperiales. En un principio lograron engañarnos, haciéndonos creer que eran los Respetables Inmortales que habían bajado a la tierra. Les pedimos que nos dieran un poco de agua sagrada, con el fin de regalárosla y hacer que siempre permanezcáis joven, pero estos desalmados nos ofrecieron, en realidad orina. Lo descubrimos después de probar cada uno de nosotros un buen trago. Fue una suerte que escaparan, porque, si los llegamos a coger, les hubiéramos hecho trizas. Lo que menos esperábamos era encontrarlos precisamente aquí, en la corte. Como muy bien afirma el proverbio, «el camino de los enemigos tocados por la mano del destino es extremadamente estrecho».
El rey se puso tan furioso que quería ejecutarlos allí mismo. Afortunadamente el Gran Sabio juntó las manos a la altura del pecho y gritó con estertórea voz:
- Amainad vuestra ira, majestad, y permitidme daros mi visión de lo ocurrido.
- ¿Cómo te atreves a afirmar que no es correcto lo que acaban de decir estos respetables preceptores? - bramó el rey.
- Han afirmado que ayer dimos muerte a dos de sus discípulos en las afueras de la ciudad. Pero ¿quién nos vio hacerlo? - replicó el Peregrino -. Aunque fuera verdad y admitiéramos haber cometido un crimen tan espantoso, sería una gran injusticia condenarnos a muerte a los cuatro, ya que dos serían culpables, y los otros dos, inocentes. ¿Cómo no permitir a estos últimos proseguir su viaje en busca de las escrituras? Afirman, además, que fuimos nosotros quienes destruimos la carreta y liberamos a los prisioneros budistas. De nuevo nos encontramos con que no disponen de testigo alguno. ¿Quién pudo hacerlo además? ¿Los cuatro a la vez? ¡Lo dudo! Con uno sería más que suficiente. ¿Para qué castigar, entonces, a los otros tres? Finalmente nos acusan de no respetar las imágenes de los Tres Puros y sumir su templo en un caos total. Con todos los respetos tengo que decir que se trata de una burda trampa.
- ¿De una trampa? - repitió el rey.
- Como bien sabéis, nosotros procedemos de las Tierras del Este y, prácticamente, acabamos de llegar a esta región - contestó el Peregrino -. Esta ciudad nos es, por tanto, totalmente desconocida y no sabemos dónde se encuentran sus monumentos más señeros. ¿Cómo íbamos a haber dado precisamente con su templo y, encima, de noche? Por otra parte, si les hubiéramos regalado nuestra orina, nos hubieran arrestado antes de terminar de mear. Al fin y al cabo, no es tan difícil agarrar a quien está haciendo sus necesidades. ¿Para qué han esperado hasta hoy para presentar contra nosotros unas acusaciones monstruosas? En el mundo hay infinidad de personas que asumen la identidad de otros para hacerles cargar con los crímenes más inverosímiles. ¿Cómo saben que somos nosotros los culpables de todo eso? Aplacad, majestad, vuestra ira y ordenad que se lleve a cabo una investigación exhaustiva sobre lo ocurrido.
El rey siempre había sido una persona muy voluble e indecisa y, al oí un discurso tan largo como el que acababa de pronunciar el Peregrino, cayó presa del más desazonador de los dilemas. En ese preciso instante volvió a aparecer el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció:
- Ahí fuera, majestad, hay un grupo de ciudadanos que desean ser recibidos por vos.
- ¿Con qué propósitos? - inquirió el rey, pero, antes de que alguien le respondiera, ordenó que fueran conducidos a su presencia.
Eran un total de treinta o cuarenta y, tras golpear repetidamente el suelo con la frente en señal de respeto, dijeron:
- Durante la primavera de este año no ha caído ni una sola gota de agua y mucho nos tememos que, si se mantiene esta sequía hasta el final del verano, el hambre terminará apoderándose de todos vuestros territorios. Hemos venido, pues, con la intención de pedir a los santos padres, aquí presentes, que eleven sus oraciones, para que caiga la lluvia y todo el pueblo se vea libre de las angustias que ahora le corroen.
- Podéis retiraros - concluyó el rey -. La lluvia caerá cuando deseéis. Los ciudadanos dieron las gracias y se marcharon.
- ¿Sabéis por qué favorezco el Tao y persigo el budismo? - preguntó el rey a los peregrinos -. Porque hace ya cierto tiempo los monjes de este reino oraron por la lluvia y no consiguieron arrancar del cielo ni una sola gota. Afortunadamente estos preceptores descendieron de lo alto y nos salvaron de una situación tan desesperada. Eso explica la afición y la estima que todos les tenemos. ¿Qué hay de extraño en que os hagamos pagar por haberlos ofendido, nada más llegar a estas tierras? De todas formas, quiero ser magnánimo con vosotros. Si lográis que llueva antes de que lo consigan ellos, os concederá mi perdón, permitiéndoos proseguir vuestro viaje hacia el Oeste. De lo contrario, seréis arrestados y decapitados públicamente.
- De acuerdo - se apresuró a decir el Peregrino, sonriendo -. ¿Qué pensáis? ¿Que no sabemos producir lluvia? Para vuestra información, os diré que no hay cosa en el mundo más fácil que ésa.
El rey ordenó al instante que prepararan un altar y trajeran su carroza.
- Quiero ir a la Torre de los Cinco Fénix a ver lo que pasa - explicó, visiblemente excitado.
Todos los oficiales le siguieron hasta ese lugar. Los taoístas se sentaron con él en lo alto de la torre, mientras el monje Tang, el Peregrino, el Bonzo Sha y Ba-Chie se quedaron al pie de la misma. No pasó mucho tiempo antes de que apareciera un funcionario que informó a los tres taoístas:
- El altar está ya preparado. Cuando queráis podéis hacer uso de él.
El Inmortal Fuerza de Tigre dobló las manos a la altura del pecho y comenzó a bajar de la torre, pero el Peregrino le impidió abandonarla, preguntándole:
-¿Se puede saber adonde vais?
- A impetrar un poco de lluvia en el altar que acaban de preparar.
- ¡Cuidado que sois maleducado! - le recriminó el Peregrino -. Deberíais permitirnos probar a nosotros primero, ya que venimos desde tan lejos. Pero, en fin, como bien dice el proverbio, «hay veces en las que un dragón no puede derrotar a un gusano». Si queréis probar vos primero, no tengo nada que objetar. Sin embargo, es preciso que nos pongamos antes de acuerdo.
- ¿De acuerdo? - repitió el taoísta -. ¿De acuerdo en qué?
- Se supone que los dos vamos a impetrar la lluvia - contestó el Peregrino -. Pero existe un pequeño problema. ¿Cómo vamos a saber si es vuestra o mía? Es claro que los dos trataremos de arrogarnos el mérito de haberlo conseguido primero. ¿No os parece?
- ¡Qué astuto es este monje! - se dijo el rey, visiblemente complacido.
- ¡No lo sabes tú bien! - pensó, a su vez, el Bonzo Sha -. No ha hecho más que empezar. Tú aguarda y verás.
- Yo no preciso de ningún tipo de acuerdo previo - afirmó el Gran Inmortal -. Su majestad conoce bien mi forma de actuar.
- Es posible - reconoció el Peregrino -, pero yo no. Vengo desde muy lejos, es la primera vez que os veo y no estoy familiarizado con vuestra manera de obrar. No me gustaría terminar discutiendo con vos. Eso de discutir es algo que, simplemente, no va con mi manera de ser. Antes de actuar, me gusta tener bien atados todos los cabos.
- Está bien - admitió el Gran Inmortal -. Cuando me halle ante el altar, me serviré de mi tablilla ritual como prueba irrefutable de que todo el mérito es mío. En cuanto la sacuda
una vez, se levantará el viento; a la segunda, se arremolinarán las nubes; a la tercera, se oirá el fragor del trueno y el rayo rasgará el firmamento; a la cuarta, comenzará a caer la lluvia; y a la quinta, dejará de llover y las nubes se dispensarán con la misma velocidad con que se juntaron.
- Me parece muy bien - dijo el Peregrino, sonriendo -. Anda, vete. Jamás he presenciado tanta efectividad.
El inmortal abandonó la torre a grandes zancadas, seguido de Tripitaka y los demás. Al acercarse al altar, comprobaron que se trataba de una plataforma de unos diez metros de alto. A ambos lados podía verse un bosque de estandartes con los nombres de las veintiocho constelaciones, que parecían dar sombra a un pebetero lleno de incienso, que había sobre una mesa colocada en lo alto del altar. Dos candelabros con las velas encendidas hacían escolta al pebetero, contra el que descansaba una tablilla de oro, en la que aparecían escritos los nombres de los dioses del trueno. Justamente debajo de la tablilla habían sido colocados cinco recipientes llenos hasta el borde de agua pura, en la que flotaban unas cuantas ramitas de sauce. A ellas se habían atado unas finísimas plaquitas de hierro con los conjuros para obligar a actuar en favor propio a los espíritus que sirven en el departamento de los truenos. Alrededor de la mesa se elevaban cinco columnas de enorme tamaño, en las que habían sido escritos los nombres de los señores del trueno de los cinco puntos cardinales. Dos taoístas de pie junto a cada una de las columnas, golpeaban sin cesar sus fustas con una especie de porras de hierro, mientras otros redactaban oraciones y plegarias, que quemaban en braseros que había detrás del altar. A ellos iban a parar, igualmente, representaciones en papel de los espíritus y deidades locales.
El Gran Inmortal se dirigió, con ademán solemne, hacia el altar. Un joven taoísta le hizo entonces entrega de varios conjuros escritos en papeles amarillos, así como de una espada cubierta profusamente de adornos. El Gran Inmortal la cogió en sus manos con sumo cuidado y quemó los papeles en uno de los candelabros. En ese mismo momento otros taoístas lanzaron a las llamas una oración sagrada y una imagen que sostenía en sus manos un amuleto. El Inmortal cogió a continuación la tablilla ritual y la golpeó con fuerza contra la mesa. Al punto se levantó una suave brisa, que fue volviéndose cada vez más fuerte a cada segundo que pasaba.
- ¡Santo cielo! - exclamó Ba-Chie, sorprendido -. Se ve que este taoísta sabe bien lo que hace. Prometió que al primer golpe se levantaría el viento y así ha sucedido.
- No hables más y vete junto al maestro - le aconsejó el Peregrino -. Déjame a mí
solucionar esto a mi manera. Se arrancó un pelo y le insufló su aliento inmortal, al tiempo que le ordenaba:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una imagen de si mismo, que fue a colocarse al lado del monje Tang, mientras su auténtico yo se elevaba por los aires y preguntaba con ademán soberbio:
-¿Quién es el responsable del viento aquí?
Sus gritos alarmaron tanto a la Anciana del Viento que cerró al instante la bolsa de los huracanes, mientras su hijo la ataba fuertemente con una cuerda. Sin pérdida de tiempo presentaron sus respetos al Peregrino, que les explicó, antes de que pudieran preguntarle algo:
- Voy de camino hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagradas, como discípulo y protector del monje Tang. Al llegar a este Reino de la Carreta Lenta, me he visto obligado a participar en una prueba de a ver quién produce antes la lluvia con un taoísta maleducado y engreído. ¿Cómo os habéis puesto de su parte, perjudicándome con tanto descaro? Mereceríais que os diera aquí mismo una paliza. De todas formas, estoy dispuesto a perdonaros, si recogéis ahora mismo el viento. Os advierto que un simple soplo de brisa bastará para propinaros veinte golpes con esta barra de hierro, ¿enterados?
- Sí, señor, por supuesto que sí - respondió con voz entrecortada la Anciana del Viento
y al instante cesó de soplar. A Ba-Chie se le iluminó el rostro y gritó, burlón, al Gran Inmortal:
- ¡Eh, bajad de ahí arriba! Habéis golpeado vuestra tablilla una vez y el viento ha dejado de soplar. ¿Por qué no nos dejáis intentarlo a nosotros?
Lejos de hacerle caso, el taoísta quemó una nueva tira de papel con su correspondiente conjuro y golpeó una vez más la mesa con la tablilla. Las nubes comenzaron a arremolinarse al instante y el Gran Sabio hubo de gritar, enfurecido:
-¿Quién está al cargo de las nubes?
- El Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que - esparce - la - niebla corrieron a saludarle y a pedirle disculpas. Cuando el Peregrino les explicó lo que sucedía, hicieron desaparecer de tal forma las nubes que el sol brilló con más fuerza que de costumbre y los cielos permanecieron despejados en un radio de diez mil kilómetros a la redonda.
- Este falso inmortal ha logrado engañar una vez al rey y a sus súbditos, pero es claro que no posee poderes especiales de ningún tipo - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿Cómo es que no se ve ni una sola nube después de haber golpeado dos veces la tablilla? ¡Jamás he visto a nadie más embustero que él!
E1 taoísta parecía nervioso y no dejaba de pasarse la mano por el pelo. Finalmente, echó mano de la espada y volvió a quemar otro papel amarillo, al tiempo que golpeaba la mesa con la tablilla. Al punto hicieron su aparición, procedentes de la Puerta Sur de los Cielos, el Señor Celeste Teng, el Conde del Trueno y la Madre del Rayo. Al ver al Peregrino, le saludaron respetuosamente.
- ¿Qué os ha hecho venir tan rápidamente? - les preguntó el Gran Sabio.
La magia de ese taoísta es auténtica - contestó el Señor Celeste -. Sus órdenes han llegado a oídos del Emperador de Jade, que ha enviado inmediatamente su visto bueno a la residencia del Inmortal del Trueno, que, como sabéis, se halla ubicada en el NovenoCielo. Él, a su vez, nos ha transmitido la orden de venir aquí a colaborar con la lluvia y a sembrar todo el firmamento de rayos y truenos.
- ¿Os importaría, en ese caso, esperar un momento y facilitarme a mí ese servicio? - les preguntó el Peregrino.
Ellos accedieron y al instante cesó el rolar del trueno y resplandor del rayo. Desesperado, el taoísta ofreció incienso, quemó nuevas tiras de papel, recitó más conjuros y golpeó con más fuerza que antes la tablilla de oro. Al instante aparecieron los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos. Tras saludarlos, el Peregrino les preguntó:
-¿Se puede saber adonde vais?
Ao - Kuang, Ao - Shun, Ao - Jun y Ao - Chin le devolvieron el saludo y escucharon, respetuosos, sus explicaciones.
- Me temo - concluyó diciendo - que, una vez más, he de abusar de vuestra confianza.
- No os preocupéis por eso - respondieron los dragones -. Para nosotros es un placer poder ayudaros.
- Todavía no os he dado las gracias por enviar a vuestro hijo a capturar al monstruo que tenía prisionero a mi maestro - dijo el Peregrino, dirigiéndose a Ao - Jun.
- Está encadenado en el fondo del océano, aunque aún no sé qué hacer con él - contestó el dragón -. Precisamente quería preguntaros qué dispondríais vos, si estuvierais en mi lugar.
- Haced con él lo que os plazca - respondió el Peregrino -. Lo que ahora me tiene preocupado es derrotar a ese taoísta. Cuatro veces seguidas ha golpeado su tablilla de
oro y creo que ha llegado ya el momento de demostrar lo que soy capaz de hacer. El problema es que no conozco ningún conjuro para producir lluvia, así que dependo enteramente de vosotros.
- ¿Quién va a oponerse a obedecer vuestras órdenes? - replicó el Señor del Cielo -. Es preciso, de todas formas, que nos deis una señal clara, para que podamos actuar todos de una forma ordenada. De lo contrario, se entremezclarán el trueno y el rayo y nadie dará crédito a vuestras palabras.
- Está bien - reconoció el Peregrino -. Me serviré de la barra de hierro.
- ¿De la barra de hierro? - repitió, aterrado, el Conde del Trueno -. No podremos soportar su fuerza.
- No pienso pegar a nadie - afirmó el Peregrino, tratando de tranquilizarle -. Lo único que quiero es que estéis pendiente de ella. Si la levanto una vez hacia arriba, debéis producir un viento huracanado.
-De acuerdo - dijeron a coro la Anciana del Viento y su hijo -. Cuando os veamos levantarla una vez, desataremos nuestra bolsa.
- Si lo hago dos veces - continuó el Peregrino -, vosotros esparcís las nubes.
- Dos veces - repitieron el Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que - esparce - la - niebla - y actuamos nosotros.
- A la tercera se oirá el trueno y se verá el latigazo de luz del rayo - prosiguió el Peregrino.
- Podéis contar con nosotros - se apresuraron a decir el Conde del Trueno y la Madre del Rayo -. Tened la seguridad de que no os fallaremos.
- Y por último - concluyó el Peregrino -, a la cuarta vez se desatará la lluvia.
- Así lo haremos - afirmaron a coro los Reyes Dragón.
- Otra cosa - agregó el Peregrino -. En cuanto vuelva a levantar la barra, quiero que luzca el sol y el tiempo sea tan bueno como antes. Procurad no equivocaros. Ya sabéis lo que os espera, si me falláis.
En cuanto hubo impartido esas órdenes, el Peregrino saltó de lo alto y recuperó el pelo que se había arrancado. Ninguno se dio cuenta cambio, porque todos le miraban con ojos mortales. Al ver que habían fallado todos los intentos del taoísta, el Gran Sabio gritó:
- Renunciad de una vez. Cuatro veces seguidas habéis golpeado vuestra tablilla y lo único que habéis conseguido ha sido un poquitito de viento, unas cuantas nubes escuálidas, algún que otro trueno y nada de lluvia. Creo que ha llegado el momento de dejarme actuar a mí.
El taoísta no tuvo más remedio que cederle el puesto y abandonar el altar. Con ademán abatido regresó a la torre.
-Creo que voy a seguirle a ver qué le cuenta al rey - pensó el Peregrino, y le siguió hasta allá. Al llegar, oyó que éste decía:
- Todos hemos estado esperando en suspenso los golpes de tu tablilla. ¿Cómo explicas que la hayamos escuchado cuatro veces y no caído ni una sola gota de lluvia?
- Lo siento majestad - respondió el taoísta -, pero los dragones no estaba hoy en casa.
- ¿Cómo que no estaban? - replicó el Peregrino con voz potente -. ¡Claro que estaban en sus palacios! Lo que ocurre es que vuestra magia no es lo suficientemente eficaz para hacerlos venir hasta aquí. Si nos permitís probar a nosotros, veréis cómo es verdad lo que acabo de deciros.
- De acuerdo - concluyó el rey -. Sube al altar y demuestra de lo que eres capaz.
El Peregrino se dirigió a la parte de atrás del estrado y, empujando suavemente al monje Tang, le dijo:
-Subid al altar.
- ¿Para qué? - protestó el monje Tang -. Yo soy incapaz de producir lluvia.
- Está tratando de escudarse en vos, maestro - comentó Ba-Chie soltando la carcajada -. ¿No os dais cuenta de que, si falláis, será a vos a quien primero coloquen sobre la pira de los sacrificios?
- Aunque desconozcáis todo lo relativo a la magia - replicó el Peregrino, dirigiéndose al monje Tang -, sí que sabéis recitar escrituras ¿no? Hacedlo, mientras yo trato de prestaros toda la ayuda de que dispongo.
El maestro subió al altar con ademán solemne y tomó asiento, cayendo al instante en un estado de profunda concentración, que le permitió recitar con indescriptible piedad el Sutra del Corazón. Al poco rato se presentó al galope un soldado enviado por el rey, que preguntó:
- ¿Por qué no quemáis conjuros ni hacéis sonar vuestras tablillas?
- Porque no es necesario meter ruido para conseguir lo que se desea - contestó el Peregrino -. Nosotros confiamos en el silencio y en la concentración de la oración. El soldado transmitió fielmente al rey esa respuesta. En cuanto el Peregrino se percató de que el maestro había terminado la recitación del sutra, se sacó la barra de la oreja y la agitó una sola vez en la dirección en que soplaba el viento. Al punto adquirió una longitud doce metros y el grosor de un cuenco de arroz. Con increíble pericia la elevó hacia lo alto y la sacudió una sola vez. Al verlo, la Anciana del Viento abrió la bolsa de los huracanes, mientras su hijo se hacia cargo de la cuerda con que solían atarla. El bramido del viento sumió a todos los habitantes de la ciudad en un estado de profundo temor. Las tejas y las piedras volaban por encima de los tejados, como si fueran hojas de sauce. Jamás se había visto por aquellas latitudes un huracán tan potente. Tronchó flores, derribó árboles e hizo impracticables los bosques. Hasta los salones imperiales se vieron afectados. Las paredes de muchos de ellos presentaron grietas que anunciaban una ruina inminente y la misma Torre de los Cinco Fénix se vio sacudida en sus cimientos. Era tanta la arena que arrastraba el viento que el sol perdió toda su brillantez, adquiriendo una extraña tonalidad rojiza. Los guerreros del imperio temblaban de miedo en sus cuarteles, lo mismo que los ministros más capacitados y las doncellas que prestaban sus servicios en los Tres Palacios. Era tal su terror que ellas mismas se encargaron de cerrar las puertas. Las beldades que moraban en las Seis Cámaras perdieron la delicadeza de sus tocados y sus cabellos se tornaron tan lacios como los de una campesina. Los personajes más importantes del reino perdían sus bonetes dorados y los más afortunados contemplaban, impotentes, cómo la fuerza del viento les arrancaba sus adornos de jade. La túnica del primer ministro parecía una nube negra que hubiera desplegado sus alas por el horizonte. Nadie se atrevía a hablar. Por los pasillos del palacio volaban libremente los papeles oficiales, los peces de oro, los cinturones de jade, las tablillas de marfil y las túnicas de seda. Los biombos de turquesa sufrieron daños irreparables y miles de puertas y ventanas fueron destruidas. La violencia del viento arrancaba del Salón de los Carillones de Oro tejas y ladrillos, mientras caían derribadas al suelo las puertas llenas de bellísimos relieves del Salón de las Nubes Bordadas. Desde el rey hasta el último de sus súbditos buscaron refugio donde buenamente pudieron. Las calles y mercados quedaron totalmente vacíos. La ciudad entera se había encerrado en la seguridad de sus hogares.
El Peregrino demostró, de esta forma, la potencia de su magia. No contento con eso, puso vertical la barra de los extremos de oro y la elevó hacia lo alto por segunda vez. El Joven - que - empuja - las - nubes y el Muchacho - que - esparce - la - niebla dieron muestra de sus extraordinarios poderes, haciendo descender de los cielos una enorme masa nubosa, que sumió la tierra en una oscuridad casi absoluta. Resultaba prácticamente imposible abrirse paso por los tres mercados y las seis grandes avenidas que cruzaban la ciudad. Las nubes se originaban en el mar y eran arrastradas después mar adentro por el viento, oscureciendo todos los lugares por los que pasaban. Era como si se hubiera reproducido el caos que en otro tiempo asoló el universo. La nubosidad era tan espesa que ni siquiera podía verse la puerta de la Torre de los Cinco Fénix.
Las nubes no habían adquirido su mayor densidad, cuando el Peregrino volvió a levantar la barra de los extremos de oro y al instante entraron en acción el Conde del Trueno y la Madre del Rayo con una fiereza que sacudió todo el universo. Parecía como si el conde cabalgara furioso, a lomos de una bestia salvaje y la dama sacudiera, como una loca, un manojo de serpientes de oro. Venía haciéndolo desde antes de salir del Palacio del Mirlo. El trueno rolaba, majestuoso, por lo alto, haciendo temblar las raíces mismas de la Montaña del Tridente de Hierro. Las sacudidas del rayo, por su parte, daban la impresión de surgir directamente del fondo del Océano Oriental. Era como si por el firmamento se desplazaran de continuo pesadísimas carrozas que levantaban piedras de fuego y llamas. El fragor de la tormenta sacudía con tal fuerza el universo que los espíritus volvían a la vida, las semillas germinaban antes de tiempo y los insectos se veían forzados a despertar de su sueño invernal 2. Un pánico terrible se apoderó del rey y de todos sus súbditos, mientras los mercaderes y comerciantes creían volverse locos por el sonido de los truenos. Era como si la tierra se hubiera abierto y las montañas se estuvieran arrojando al interior de tan tórridas simas. Los habitantes de la ciudad estaban tan atemorizados que raro fue el que no ofreció incienso o quemó papel moneda.
- ¡Viejo Teng! 3 - gritó el Peregrino -. ¡No te olvides de los oficiales avariciosos y corruptos, ni de los hijos desobedientes que faltan a sus responsabilidades! ¡Acaba con unos cuantos, para que después pueda yo hablar contra esos vicios!
Para hacer más creíbles sus palabras, el señor del trueno intensifico sus bramidos. Visiblemente satisfecho, el Peregrino levantó, una vez más, la barra de hierro y los dragones dieron la orden de soltar la lluvia. Fue tan torrencial que cubrió el mundo entero. Su fuerza era tal que derribó diques y muros de contención, e hizo crecer de tal forma los ríos que la crecida arrastró puentes e inundó mesetas altísimas. Era como si se hubieran abierto las compuertas celestes y hubiera caído sobre la tierra el Río de Plata, erosionando las torres y anegando las terrazas de los palacios más altos. Las calles parecían canales por los que fluía el contenido de enormes toneles vueltos boca abajo. No es extraño que las casas estuvieran totalmente anegadas y que los puentes se hubieran quedado ciegos. Los campos de labranza quedaron convertidos en inmensos océanos, por los que avanzaban las olas. Otros dragones de menor importancia prestaron su colaboración, elevando al Yang - Tse y volcándole, sin ninguna consideración, sobre la tierra. La lluvia comenzó por la mañana y no paró hasta después del mediodía. Tan grande fue la precipitación que todas las callejuelas y calles del Reino de la Carreta Lenta se vieron anegadas. Aterrado, el rey ordenó:
- ¡Que pare inmediatamente esa lluvia! De lo contrario, las cosechas quedarán
destruidas y el remedio habrá resultado ser mucho peor que la enfermedad. Al instante partió un soldado de la Torre de los Cinco Fénix a decir a los monjes:
- Nuestro monarca opina que ha caído ya suficiente lluvia.
El Peregrino levantó, una vez más, la barra hacia lo alto y al punto cesaron los truenos, el viento amainó, la lluvia dejó de caer y las nubes se dispersaron. El rey estaba encantado y tanto él como todos sus subalternos no dejaban de decir, maravillados:
- ¡Qué monje más extraordinario! Hoy se ha hecho, ciertamente, realidad lo que afirma el proverbio: «Por muy fuerte que sea uno, siempre hay otro que le supera». Es cierto que nuestros respetables preceptores tienen el poder de producir lluvia, pero la suya es mucho más débil que ésta y, antes de que amaine del todo, pasa, por lo menos, medio día. Lo que ahora estamos contemplando, por el contrario, es francamente increíble. ¡Esos monjes pueden hacer que el tiempo sea bueno o malo a voluntad! ¿Es que no lo estamos viendo todos? El sol acaba de salir y no se ve ni una sola nube. ¡Se han dispersado en un abrir y cerrar de ojos!
El rey montó en la carroza y ordenó la inmediata vuelta al palacio de todo su séquito, para otorgar al monje Tang el permiso de viaje que había solicitado. Cuando estaba a punto de estampar en él el sello imperial, se presentaron los taoístas y dijeron:
- La lluvia de hoy no es obra de los monjes, sino de la invencible superioridad del taoísmo.
- No tratéis de dorar ahora la píldora - les regañó el rey -. Vosotros mismos afirmasteis que, si no llovía, era porque los Reyes Dragón no estaban en casa, cuando vos los conjurasteis. Él, sin embargo, se llegó a lo alto del altar, recitó en silencio unas cuantas oraciones y al instante comenzó a caer la lluvia. ¿Cómo podéis afirmar que el mérito no es suyo?
- Pero olvidáis una cosa muy importante - replicó el Inmortal Fuerza de Tigre -: las órdenes estaban ya dadas. Yo mismo las envié a la mansión de los dragones por medio de conjuros, ensalmos y el rítmico golpear de mis tablillas de oro. Si los Reyes Dragón no acudieron en un principio a mi llamada, fue porque, sin duda alguna, se encontraban en otro lugar realizando los mismos servicios que yo les había solicitado. Lo mismo les ocurrió a los encargados del viento, las nubes, el rayo y el trueno. Al fin y al cabo, siempre trabajan en equipo. Pero, en cuanto mi orden llegó a sus oídos, se apresuraron a venir aquí, llegando en el preciso instante en que yo bajaba del altar y ese monje subía. El budista no desaprovechó la oportunidad y la lluvia cayó en abundancia. Pero fui yo el que trajo a los dragones y les pidió que lloviera. ¿Cómo podéis afirmar, entonces, que todo el mérito es de esos monjes?
El rey era una persona con un carácter muy voluble y, al oír esas explicaciones, las creyó a pie juntillas. El Peregrino se percató en seguida de su cambio de actitud y, juntando las manos a la altura del pecho, dio un paso hacia delante y dijo:
- Olvidémonos de lo pasado y dejemos de discutir sobre quién ha de atribuirse el mérito de lo ocurrido. Con el fin de fijar para siempre la superioridad de nuestra doctrina, propongo lo siguiente: los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos están todavía volando por los aires de vuestro reino, a la espera de que les conceda la venia para retirarse. Si el Inmortal Preceptor es capaz de hacerlos presentarse en este palacio, para que todo el mundo pueda verlos, admitiré que el mérito ha sido exclusivamente suyo.
- Llevo veintitrés años ocupando este trono y jamás he visto a un dragón - afirmó el rey, entusiasmado -. Acepto tu proposición. Haced uso de vuestros poderes mágicos y aquel que lo consiga podrá arrogarse el mérito de haber producido la lluvia.
Los taoístas no disponían de tanta autoridad, pero, aun en el caso de que la hubieran tenido, los Reyes Dragón no los hubieran obedecido, porque respetaban más al Gran Sabio. Así que agacharon la cabeza y confesaron:
- Nosotros no podemos hacer una cosa tan disparatada. ¿Por qué no prueba él? El Gran Sabio levantó la cabeza y gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Eh, Ao - Kuang!, ¿dónde estás? ¡Llama a tus hermanos y dejaros ver!
Los Reyes Dragón obedecieron al instante y se manifestaron ante cuantos en aquel mismo momento se hallaban en el Salón de los Carillones de Oro, moviéndose entre una nube de incienso y neblinas. Sus movimientos eran circulares y trazaban complicadísimos dibujos en el aire. Sus garras parecían anzuelos de jade blanco, sus escamas de plata brillaban como espejos, sus pelos recordaban la seda y eran totalmente distintos unos de otros, sus cuernos poseían una perfección propia de alhajas, sus frentes aparecían tan rugosas como una montaña, y sus ojos redondos emitían la luz de diez mil hogueras. Su naturaleza estaba cargada de tanto misterio que ni siquiera en aquella epifanía podía ser plenamente comprendida. Hasta su vuelo resultaba imposible de describir. Así eran los seres que conceden la lluvia a quien se lo pide con humildad y siembran los cielos de luz a instancias de quien se lo suplica con devoción. La forma en la que aquel día se manifestaron era la más apropiada para criaturas tan poderosas y santas como ellos. Todo el palacio imperial quedó sumido en un aura de luz sagrada. El rey se apresuró a quemar un poco de incienso, mientras los demás funcionarios corrían a inclinarse enfrente de los escalones de jade.
- Habéis sido muy amables, al mostrarnos vuestro auténtico rostro - exclamó el rey -, pero os agradecería que regresarais a vuestros palacios tan pronto como podáis. Prometo celebrar una gran ceremonia padecimiento por este gesto que habéis tenido hoy con nosotros.
- Podéis retiraros - repitió el Peregrino -. Ya habéis oído lo que os ha prometido el rey.
Los dragones volvieron a los océanos y los otros dioses siguieron su ejemplo, dirigiéndose directamente a los cielos. Así quedó demostrado que el auténtico poder mágico es ilimitado y que nada pueden contra la verdad los excesos de la herejía.
De momento desconocemos si fue esto suficiente para hacer doblegar a los taoístas. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar las explicaciones que se brindan en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XLVI
MOSTRANDO TODO SU PODER, LA HEREJÍA SE BURLA DE LA ORTODOXIA. CON LA SOLA AYUDA DE SU SANTIDAD, EL MONO DE LA MENTE DERROTA A LOS QUEHABÍAN ABANDONADO EL BUEN CAMINO
En cuanto el rey vio la autoridad que el Peregrino tenía sobre los dragones y otros dioses, plasmó, sin dudarlo, el sello imperial sobre el permiso de viaje. Pero, cuando se disponía a entregárselo al monje Tang, para que pudiera proseguir tranquilamente el viaje, los tres taoístas dieron un paso al frente y cayeron rostro en tierra. El rey se levantó a toda prisa del trono y corrió a levantarlos con sus propias manos, al tiempo que les preguntaba:
- ¿Se puede saber por qué os mostráis hoy tan ceremoniosos?
- Durante los últimos veinte años no hemos hecho otra cosa que velar por la paz de vuestro reino y la seguridad de todos vuestros súbditos - respondieron ellos -. Tan altos servicios se han visto hoy minimizados por la burda magia de un monje sin escrúpulos. Sólo porque ha sido capaz de producir una tormenta, habéis olvidado los crímenes que cometió en vuestro propio reino. ¿Cómo podéis tratarle con tanta deferencia, echando en saco roto todos los sacrificios que por vos hemos hecho? Nos gustaría que retuvierais un poco más su permiso de viaje y nos permitierais medir, una vez más, sus poderes con los nuestros, a ver lo que pasa.
En toda la tierra no existía un hombre más inconstante que aquel rey. Si oía hablar del este, se aliaba en seguida con él, y, si alguien le mencionaba el oeste, sellaba de inmediato con él un pacto. Dejó, pues, a un lado el permiso de viaje y preguntó:
-¿En qué pruebas estáis pensando?
- Para empezar - contestó el Inmortal Fuerza de Tigre -, en una de Meditación.
- No me parece muy acertado - comentó el rey -. Este monje es representante de una religión que otorga precisamente una gran importancia a lo que tú sugieres. Además, su poder de concentración debe de ser extraordinario; si no, no hubiera sido enviado en busca de escrituras. Tenlo por seguro. ¿De verdad estás decidido a competir con él en
ese terreno?
- La prueba que propongo no es nada corriente - respondió el Gran Inmortal -. De hecho, recibe el nombre de «prueba de santidad junto a la columna de nubes».
- ¿Queréis explicarme de qué se trata? - volvió a preguntar el rey.
- Para llevarla a cabo - contestó el Gran Inmortal -, se necesitan cien tablillas. Poniendo una encima de otra, se construirá un altar con la mitad de ellas, al que se ascenderá con la ayuda de una nube. No estará permitido servirse de las manos ni de ningún tipo de escaleras. La prueba la ganará quien permanezca más tiempo meditando en lo alto del altar.
El rey comprendió que se trataba de una prueba, en verdad, muy difícil y, volviéndose a los Peregrinos, les dijo:
- ¡En, monjes! Nuestro respetable preceptor sugiere la celebración de una prueba de meditación llamada de la «santidad junto a la columna de nubes». ¿Está dispuesto alguno de vosotros a medir con él sus fuerzas?
En contra de lo que en él era habitual, el Peregrino permaneció callado del todo, cosa que sorprendió vivamente a Ba-Chie, que le preguntó:
-¿Por qué no dices nada?
- Si he de serte sincero - contestó el Peregrino -, soy capaz de derribar los cielos, dar la vuelta a los pozos, sacudir los océanos, poner boca abajo los ríos, transportar montañas sobre las espaldas, perseguir a la luna, y alterar el curso de las estrellas y planetas. No tengo miedo tampoco a que me partan el cráneo, me corten la cabeza, me rajen el estómago, me arranquen el corazón, o me mutilen salvajemente. Pero soy absolutamente incapaz de sentarme en silencio y empezar a meditar. Es algo superior a mis fuerzas. ¡Yo no me puedo quedar quieto en ningún sitio! Aunque se me encadenara a una columna de acero, trataría al instante de ponerme en libertad, subiendo y bajando por ella como si fuera un insecto. ¿Qué quieres que te diga? ¡Mi naturaleza es así!
- Quizás tú no puedas - comentó el monje Tang -, pero yo sí.
- ¡Fantástico! - exclamó el Peregrino, aliviado -. ¿Durante cuánto tiempo sois capaz de hacerlo?
- De joven - explicó Tripitaka - me enseñaron los principios de la aquiescencia y la meditación, con el fin de alcanzar la perfección espiritual. Confinado en la Meditación del Sentido de la Vida y la Muerte, he llegado a estar sin moverme hasta dos o tres años, por lo menos.
- ¡Fantástico! - volvió a repetir el Peregrino -. El único problema es que a ese ritmo jamás lograremos llegar al Paraíso Occidental. Pero, en fin, creo que no estaréis ahí arriba más de dos o tres horas.
- Todo eso está muy bien - admitió Tripitaka -. Pero ¿cómo voy a subir ahí arriba?
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Dad un paso al frente
y aceptad el reto. Yo me encargaré de todo lo demás. Sin pensarlo dos veces, el maestro juntó las manos a la altura del pecho y dijo:
- Este humilde monje sabe cómo meditar de la forma que habéis mencionado.
El rey ordenó al punto que se prepararan los altares. La presteza con que se cumplieron sus órdenes puso de manifiesto que la fuerza de un país es capaz de derribar montañas. En menos de media hora estuvieron listos dos altares: uno a la izquierda del Salón de los Carillones de Oro, y el otro a su derecha. Con paso solemne el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se llegó hasta el centro del inmenso patio. Allí dio un o salto y al instante se formó bajo sus pies una alfombra de nubes, que le llevó hasta lo alto del altar construido en la parte oeste, donde tomó asiento. Mientras eso sucedía, el Peregrino se arrancó un pelo y lo hizo convertirse en una copia exacta de si mismo, que ocupó el sitio que hasta entonces había mantenido junto a Ba-Chie y el Bonzo Sha. Su auténtico yo se transformó en una nube de cinco colores, que elevó al monje Tang por los aires y le colocó suavemente en lo alto del altar del este. Se metamorfoseó a continuación en un pequeño grillo, que se posó suavemente en el hombro de Ba-Chie y le susurró al oído:
- Observa con atención al maestro y no trates de hablar con el falso mono que hay a tu lado.
- No te preocupes - contestó el Idiota, riéndose -. Ya me había dado cuenta del cambio.
El Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, mientras tanto, al ver que los dos contendientes parecían tener una capacidad de concentración muy parecida, decidió ayudar a su correligionario. Sin que nadie se diera cuenta, se arrancó un pelo del cogote, lo enrolló con los dedos lo arrojó contra la cabeza del monje Tang. El pelo se convirtió en chinche, que empezó a picar salvajemente al maestro. Al principio éste sólo pareció sentir un pequeño picor, pero, a medida que pasaba los segundos, se fue transformando en un dolor insoportable. Lo malo era que una de las normas de las pruebas de meditación establecía que quien moviera las manos, aunque sólo fuera para rascarse, quedaba automáticamente eliminado. La molestia era tan inaguantable que al maestro no le quedó otro remedio que frotar suavemente la cabeza contra el cuello de su túnica.
- ¡Santo cielo! - exclamó, preocupado, Ba-Chie -. Parece que al maestro le va a dar un ataque.
- No, no - le corrigió el Bonzo Sha -. Yo más bien creo que le está entrando dolor de cabeza. No todo el mundo está capacitado para la meditación.
- Lo raro es que el maestro es una persona honrada - comentó el Peregrino -. Si ha dicho que sabe meditar, es porque es verdad. De eso estoy seguro. Jamás le he oído decir una sola mentira. Lo mejor será que nos dejemos de especulaciones y vaya a ver qué es lo que pasa.
El Peregrino reemprendió el vuelo y fue a posarse sobre la cabeza del monje Tang, donde descubrió un chinche del tamaño de un guisante, que estaba cebándose en él con envidiable delectación. El Peregrino lo cogió a toda prisa con la mano y rascó con suavidad al maestro, hasta que las molestias hubieron desaparecido del todo. De esta forma, pudo continuar la meditación, sin tener que mover un solo dedo.
- ¡Qué raro! - se dijo el Peregrino -. La calva de un monje es tan lisa que ni un piojo puede agarrarse a ella. ¿Cómo habrá venido a parar un chinche a la de mi maestro? ¡Ahora caigo! Lo más seguro es que uno de esos taoístas haya buscado la forma de hacernos perder. Pues anda fresco, porque ahora mismo le voy a enseñar yo lo que son los trucos.
Inició de nuevo el vuelo y fue a parar al tejado del palacio, sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un ciempiés de más de siete centímetros de alto. Sin pensarlo dos veces, se dejó caer y fue a parar justamente debajo de las narices del taoísta, propinándole una picadura tan terrible que se cayó del altar. El golpe fue tan fuerte que casi se mata. Fue una suerte que los funcionarios imperiales se lanzaran a cogerle; de lo contrario, hubiera perdido la vida allí mismo. Atemorizado, el rey pidió a sus consejeros que le acompañaran al Salón Wen - Hua a peinarse y lavarse un poco. El Peregrino volvió a convertirse, entonces, en una nube y ayudó al maestro a bajar del altar, siendo declarado vencedor de la prueba. El rey quiso entregarle el permiso de viaje, pero volvió a impedírselo el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
- Mi hermano ha sido incapaz de vencer la prueba, porque es muy sensible al frío, ni más ni menos. En cuanto asciende a un lugar elevado, se ve afectado por el frescor del viento y pierde irremediablemente el sentido. Si no llega a ser por eso, el monje no habría podido derrotarle jamás. Permitidme enfrentarme a él con la prueba de «adivinar lo que hay guardado en un baúl».
- ¿En qué consiste eso? - preguntó el rey.
- En lo que indica su mismo nombre - contestó Fuerza de Ciervo -. Se trae un baúl y el que acierte lo que encierra gana la prueba. Si son ellos los vencedores, dejadlos marchar. De lo contrario, castigadlos como mejor os parezca, continuad considerándonos vuestros hermanos y tened presentes los servicios que os hemos prestado durante los últimos veinte años.
De nuevo volvió el rey a quedar sumido en una profunda confusión. Incapaz de apreciar el engaño que se escondía tras esas palabras ordenó traer del Palacio Interior un baúl de laca roja. Antes de ser conducido ante los escalones de jade blanco, se pidió a la reina que metiera en él algo de valor. El rey llamó a los budistas y a los taoístas a su presencia y les dijo:
- Quiero que adivinéis lo que hay dentro de ese baúl.
- ¿Cómo voy a averiguar yo lo que encierra? - preguntó Tripitaka al Peregrino en voz muy baja. Wu-Kung volvió a convertirse en un pequeño grillo y, posándose en la cabeza del monje Tang, le susurró al oído: tranquilizaos, ahora mismo voy a echar un vistazo.
Sin que nadie se percatara de ello, se llegó hasta el baúl, encontró una pequeña rendija en su base y se metió a toda prisa en su interior. Fue así como descubrió que había una blusa y una falda, que solía ponerse la reina en las grandes solemnidades. Las estiró lo mejor que pudo, se hizo un poco de sangre en la lengua y, escupiendo sobre ella, gritó:
- Transformaos - y se convirtió al instante en una jarra de barro llena de desconchones, sobre la que vertió su fétida orina.
Volvió a salir después por la rendija y fue a posarse sobre el hombro del monje Tang, al que dijo en tono muy bajo:
- Dentro de ese baúl sólo hay una jarra de barro llena de desconchones.
- No es posible - repuso Tripitaka -. El rey dijo que se trataba de algo de valor. ¿Quieres decirme cuánto cuesta una jarra vieja?
- Ni lo sé ni me interesa - contestó el Peregrino -. Lo importante es que acertéis.
El monje Tang dio un paso al frente, dispuesto a hacer público lo que contenía el baúl, pero se lo impidió el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo, diciendo:
- Yo soy el primero. Dentro de ese baúl hay una blusa y una falda de la reina.
- ¡No, no! - gritó el monje Tang -. Ahí dentro no hay más que una jarra de barro llena de desconchones.
- ¿Cómo se atreve a despreciar de esa forma nuestro reino? - bramó el rey -. ¿Acaso piensa que aquí no tenemos nada de valor? ¿Cómo se le ocurre hablar de una jarra llena de desconchones? ¡Apresadle inmediatamente!
Los guardias del palacio se movieron hacia el monje Tang con gesto amenazante, pero, antes de que le pusieran la mano encima, juntó las manos a la altura del pecho e, inclinándose respetuosamente ante el rey, dijo:
- Perdonad mi indiscreción, pero ¿no os parece que deberíais abrir el baúl para ver quién se ha equivocado? Es posible que estéis acusando a un inocente.
A regañadientes, el rey accedió a hacer lo que se le pedía. Ordenó sacar a la luz lo que contenía el baúl y casi se desmaya al ver que, en efecto, en su interior no había más que una jarra de barro llena de desconchones.
- ¿Quién ha metido esto aquí? - bramó el rey, furioso, volviéndose hacia el biombo que
había detrás del trono. Con paso indeciso la reina se llegó hasta él y confesó:
- Yo misma coloqué en su interior una blusa y una falda de incalculable valor. No comprendo cómo se ha convertido en algo tan repugnante.
-Os creo - comentó el rey, desconcertado -. Sé bien que en este palacio todo está hecho de seda y de materiales de primerísima calidad. Tampoco puedo explicarme yo cómo ha llegado hasta aquí una cosa tan repugnante. Retiraos a vuestros aposentos, señora.
- Traed otra vez ese baúl. Yo mismo voy a esconder en él algo de valor a ver lo que ocurre.
A toda prisa se dirigió al jardín imperial, arrancó un melocotón del tamaño de un cuenco de arroz y lo metió en el baúl. Al verle aparecer, el monje Tang comentó con sus discípulos, muy preocupado:
- ¿Qué vamos a hacer? Su majestad quiere que repitamos el juego.
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarle el Peregrino -. Ahora mismo voy a echar otro vistazo.
De nuevo se introdujo en el baúl por la rendija y comprobó, complacido, que guardaba un espléndido melocotón. El Peregrino era un devorador insaciable de frutas y, tras adoptar la forma que le era habitual se sentó en un rincón y dio buena cuenta de la que tenía delante. La saboreó con tal fruición que a punto estuvo de ronchar el hueso. Al final, renunció a tan extraño placer y, convirtiéndose de nuevo en un grillo, volvió volando junto a su maestro y le dijo:
- Esta vez se trata del hueso de un melocotón.
- ¿Te estás burlando de mí? - exclamó el maestro -. Ya has visto lo que acaba de pasar. Si no llego a andarme listo, el rey me hubiera mandado azotar. Es un hombre obsesionado con la prosperidad y la riqueza. ¿Cómo va a haber ordenado esconder un simple hueso?
- No tengáis ningún miedo - replicó el Peregrino, sonriendo -. Lo importante es que ganéis. Fiaos de mí y dad la respuesta que os he dicho.
Tripitaka tomó aliento para hablar, pero se le adelantó el Gran Inmortal, diciendo:
A los taoístas siempre nos ha correspondido el primer lugar. Afirmo, por lo tanto, que
ahí dentro hay un espléndido melocotón.
- No un melocotón, señor - le corrigió Tripitaka -, sino el hueso de un Melocotón.
- Has perdido - anunció el rey -. Yo mismo me encargué de meter en el baúl una fruta entera. ¿Cómo va a haber sólo un hueso?
- Todo lo que queráis - replicó Tripitaka -, pero os aseguro que la fruta ha desaparecido. Si no me creéis, abridlo y lo veréis.
El principal sirviente real se llegó hasta el baúl, lo abrió y vio que, efectivamente, allí no había más que un simple hueso. El rey se sintió tan sobrecogido que exclamó, volviéndose a los taoístas:
- Renunciad, por lo que más queráis, a competir con esta gente. Es mi deseo que se vayan de aquí cuanto antes. Yo mismo arranqué el melocotón con mis manos y lo puse en ese malhadado baúl. ¿Cómo es que ahora sólo queda el hueso? Por fuerza estos monjes gozan del favor de los dioses y espíritus; si no, no me explico.
Ba-Chie sonrió con malicia y susurró al Bonzo Sha:
- ¡Éste no sabe lo que le gustan los melocotones a nuestro hermano!
En ese mismo instante entró, después de haberse lavado y peinado en el Salón de Wen - Hua, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre. Con la solemnidad que le era habitual se llegó hasta el trono y dijo:
- Lo que acaba de ocurrir tiene una explicación muy sencilla: este monje domina la magia para cambiar unos objetos por otros. Si me prestáis el baúl unos momentos, acabaré con su maléfica influencia y podrá celebrarse una prueba con todas las garantías.
- ¿Qué es lo que pretendéis hacer? - preguntó el rey.
- Está visto - explicó el Inmortal Fuerza de Tigre - que su magia es capaz de cambiar objetos inanimados, pero dudo que pueda hacer lo mismo con los seres humanos. Propongo que permitáis a este joven taoísta meterse dentro del baúl, y, así, nadie podrá
cambiar lo que se introduzca en él. Es más - añadió, bajando la voz -, sugiero que sea ese hermano nuestro el objeto que se ha de descifrar en esta ocasión. Veréis cómo su pronóstico choca estrepitosamente contra la realidad.
El rey aceptó la sugerencia y ordenó al joven que se metiera en baúl. Hizo después que fuera llevado al salón del trono y, volviéndose hacia el monje Tang, le increpó, diciendo:
- ¡Eh, tú, monje! ¿A que no averiguas lo que hay aquí dentro?
- ¡Otra vez estamos en las mismas! - exclamó Tripitaka, descorazonado.
- No os preocupéis - le tranquilizó, una vez más, el Peregrino -. Voy a echar otra miradita.
De nuevo voló hacia el baúl y se introdujo en él a través de la rendija, descubriendo, no sin cierta sorpresa, que se trataba de un taoísta. Pero la mente del Gran Sabio poseía una agilidad sorprendente y, sacudiendo ligeramente el cuerpo, adoptó la apariencia de uno de los maestros del Tao que habían quedado fuera. Se acercó al joven y le preguntó en un susurro:
- ¿Qué tal te encuentras?
- ¿Cómo habéis logrado entrar aquí? - replicó el muchacho, vivamente sorprendido.
- Muy sencillo - contestó el Peregrino -. Valiéndome de la magia de la invisibilidad.
- ¿Tenéis alguna orden nueva que darme? - volvió a preguntar el joven.
- Así es - respondió el Peregrino -. Uno de esos monjes te ha visto entrar en el baúl. Eso le facilita las cosas y nosotros volveremos, desgraciadamente, a perder de nuevo. Es preciso, por tanto, que te afeites la cabeza. Así podremos decir que eres un monje y ellos fallarán estrepitosamente.
- Con el fin de ganar, estoy dispuesto a hacer lo que sea - comentó en el joven -. Está claro que una nueva derrota nos supondría una pérdida total de confianza entre los miembros más destacados de esta corte. De producirse, nuestra reputación quedaría arruinada para siempre.
- Eso es - reconoció el Peregrino -. Acércate y no temas nada. Cuando hayamos terminado con ellos, te recompensaré generosamente. De eso no te quepa duda.
En un instante transformó la barra de los extremos de oro en una cuchilla de afeitar y, abrazando al muchacho, añadió:
- Sé que va a ser un poco duro para ti, pero te aconsejo que no te muevas y, sobre todo, que no hagas ningún ruido. Inclínate un poco, para que pueda afeitarte la cabeza.
En pocos segundos el joven quedó tan calvo como un anciano. El Peregrino formó una bola con el pelo y la distribuyó con cuidado por las paredes del baúl. Guardó después la cuchilla y, sin dejar de acariciar la cabeza del joven, agregó:
- Tu cabeza es, ciertamente, la de un monje, pero no puede decirse lo mismo de tus ropas. Quítatelas y ponte estas otras.
El joven lucía una túnica - garza 1 de seda blanca, en la que habían sido bordadas varias nubes y otros motivos netamente taoístas. En cuanto se hubo despojado de ella, el Peregrino le insufló un poco de su aliento inmortal, al tiempo que decía:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en la túnica de un monje, que él mismo le ayudó a ponerse. Se arrancó a continuación dos pelos que metamorfoseó, con idéntica facilidad, en una carraca y en un pez de madera.
- Ahora escúchame con atención - le aconsejó el Peregrino, al tiempo que le entregaba la carraca y el pez -. Si oyes a alguien llamar a un joven taoísta, no salgas del baúl. Sólo debes hacerlo, cuando oigas mencionar la palabra monje. Haz saltar entonces la tapa del baúl y abandónalo, sacudiendo el pez de madera y cantando un sutra budista. Eso bastará para que nos sea reconocido el triunfo de una vez por todas.
- Todo eso está muy bien - comentó el joven tímidamente -, pero existe un pequeño
problema: yo sólo sé recitar El Libro de los Tres Funcionarios, El Libro del Mirlo del Norte y El Libro para acabar con el dolor. Me temo que no conozco ningún sutra budista.
- Pero sí sabrás recitar de corrido el nombre de Buda, ¿no? - le increpó el Peregrino.
- ¿Queréis decir Amitabha? - preguntó el muchacho -. Eso lo sabe todo el mundo.
- Bien. Entonces no se hable más - concluyó el Peregrino -. Limítate a repetir el nombre de Buda. Me hubiera gustado enseñarte algo un poco más largo, pero la verdad es que no disponemos de mucho tiempo. Recuerda lo que te he dicho y todo irá bien. Ahora tengo que marcharme.
De nuevo se transformó en un pequeño grillo, que voló hasta el hombro del monje Tang y le susurró al oído:
- Debéis decir que ahí dentro hay un monje.
- Sé que esta vez ganaré - exclamó Tripitaka, entusiasmado.
- ¿Cómo podéis estar tan seguro? - le preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Los sutras afirman - respondió Tripitaka - que «el buda, el dharma y el sangha son tres joyas» 2, de lo que se deduce que un monje es, en verdad, algo valiosísimo.
Mientras hablaban de esas cosas, el Gran Inmortal Fuerza de Tigre se acercó al rey y anunció con voz potente:
- Ahí dentro, majestad, hay un joven taoísta.
Desconcertado, repitió ese anuncio varias veces, pero no ocurrió absolutamente nada. Nadie saltó, de hecho, la tapa del baúl. Tripitaka, por su parte, juntó las manos a la altura del pecho y proclamó con ademán humilde:
- Se trata de un monje. Temiendo que no le hubieran oído bien, Ba-Chie gritó con todas sus fuerzas:
-¡Hay un monje dentro del baúl!
Al punto saltó del baúl un joven con un pez de madera en la mano, que no dejaba de repetir con sumo respeto el nombre de Buda. Los funcionarios, tanto civiles como militares, que llenaban la sala empezaron a aplaudir y a gritar, entusiasmados. Los tres taoístas, por su parte, se quedaron tan desconcertados que ni hablar podían.
- Por fuerza tienen que gozar estos monjes del favor de los dioses - concluyó el rey -. Lo que acabo de contemplar es, francamente, increíble. ¿Cómo es posible que se metiera un taoísta en el baúl y ahora salido de él un budista? No ha podido afeitarse él solo la cabeza en un espacio tan reducido. Además, ¿quién le ha enseñado en tan poco tiempo a recitar con tanta devoción el nombre de Buda? Opino que es aconsejable que los dejemos partir cuanto antes.
- Recapacitad sobre vuestra decisión - le aconsejó el Gran Inmortal Fuerza de Tigre -. Como muy bien afirma un proverbio, «el guerrero se ha topado con un oponente de su talla, y el jugador de ajedrez ha hallado a alguien digno de él». Opino que ha llegado el momento de poner en práctica lo que aprendimos en nuestra juventud en la sagrada Montaña de Chung - An y los retemos a una prueba de mayor envergadura.
- ¿Qué fue lo que entonces aprendisteis? - preguntó el rey.
- Ciertas prácticas mágicas - respondió Fuerza de Tigre -, tales como cortarnos la cabeza y volver a colocárnosla en su sitio; abrirnos el pecho, arrancarnos el corazón y hacer que crezca otra vez por sí mismo; preparar una caldera de aceite hirviendo y tomar tranquilamente un baño... En fin, cosas así por el estilo.
- ¡Esas son pruebas que conducen a una muerte cierta! - exclamó el rey, vivamente sorprendido.
- Para una persona corriente sí - reconoció Fuerza de Tigre -, pero no para nosotros, que somos maestros en el arte de la magia. No pensamos ceder, hasta que no hayamos medido nuestras habilidades con las suyas.
Entusiasmado, el rey levantó la voz y dijo:
- ¡Monjes de las Tierras del Este! Nuestros hermanos taoístas se oponen a que os dejemos marchar, hasta que no hayáis competido con ellos en el arte de la decapitación, el destripamiento y los baños en un recipiente de aceite hirviendo.
Al oír eso, el Peregrino, que continuaba convertido en un grillo vulgar para cumplir mejor su misión, volvió a adquirir la forma que le era habitual y exclamó, satisfecho:
- ¡Qué suerte la nuestra! No hay cosa que más me guste que ese tipo de competiciones.
- ¿Cómo puedes decir eso, cuando lo más probable es que acabes con el cuerpo totalmente destrozado? - le increpó Ba-Chie.
- Se ve que no sabes de lo que soy capaz - replicó el Peregrino.
- Admito que posees una inteligencia fuera de lo común y una capacidad increíble para metamorfosearte en lo que te venga en gana - reconoció Ba-Chie -. Pero eso sobrepasa todas las fuerzas que un hombre puede dominar. ¿Quieres explicarme qué otras habilidades tienes tú que nosotros no conozcamos?
- Con mucho gusto - respondió el Peregrino -. Si se me corta la cabeza, puedo hablar; si me arrancan los brazos, puedo continuar pegando; si me amputan las piernas, soy capaz de seguir andando; si me abren las entrañas en canal, se regenerarán por sí solas... En fin, ¿qué voy a decirte? Para mí tomar baños de aceite hirviendo es todavía más fácil, pues son los únicos que logran arrancarme un poco de suciedad.
El Bonzo Sha y Ba-Chie no pudieron aguantar la risa y soltaron una sonora carcajada. Afortunadamente en ese mismo momento el Peregrino dio un paso al frente y dijo:
- Este humilde siervo vuestro está dispuesto a someterse a la prueba de la decapitación.
- ¿Se puede saber en dónde adquiriste el conocimiento de una técnica tan difícil? - le interrogó el rey.
- Hace algunos años - contestó el Peregrino -, cuando me dedicaba de lleno a las prácticas ascéticas en un monasterio, conocí a un maestro mendicante del Zen que tuvo a bien enseñarme ese arte. No sé si su técnica funciona o no, porque nunca la he empleado; por eso quiero probarla ahora mismo.
- ¡Este monje no sabe lo que dice! - exclamó el rey, soltando la carcajada -. No comprendo cómo puede someterse, así como así, a una prueba de la que no está totalmente seguro si va a salir airoso o no. ¿Acaso no sabe que la cabeza es la fuente de las seis clases de energía yang que existen en el cuerpo? Quien se ve privado de ellas muere al instante.
- Eso es precisamente lo que queremos - comentó Fuerza de Tigre con odio -. Así podremos resarcirnos de todas las humillaciones a las que nos han sometido.
Dejándose llevar por las palabras del taoísta, el rey ordenó que dispusieran todo lo necesario para llevar a cabo una decapitación. Al poco rato llegaron a la corte tres mil guardias imperiales. El rey se volvió hacia el Peregrino y dijo:
- Esta vez te toca a ti el primero. Vete y que te corten la cabeza, a ver lo que pasa.
- Está bien - contestó el Peregrino, sonriendo -. Iré yo. Se inclinó ante los taoístas y añadió:
- Disculpadme, respetables inmortales, que en esta ocasión os tomé la delantera - y se retiró a toda prisa. Al volverse, el monje Tang le agarró de la manga y le aconsejó, muy nervioso: - Ten mucho cuidado. Recuerda que no es ningún juego lo que vas hacer.
- Tranquilizaos, maestro - contestó el Peregrino -. Soltadme y dejadme enfrentarme a lo que yo mismo he elegido.
Con paso seguro el Gran Sabio se llegó hasta el lugar en el que solían celebrarse las ejecuciones. Sin pérdida de tiempo el verdugo le ató con unas cuerdas y le obligó a poner el cuello sobre un tronco de madera. Antes de que el Peregrino hubiera abierto siquiera la boca, el verdugo dio un grito tremendo y, de un certero tajazo, le separó la cabeza del cuerpo. No contento con eso, le dio una patada y fue rodando, como si fuera un melón, hasta una distancia de más de diez metros. Pese a tanta brutalidad, ni una sola gota de sangre manó del cuello del Peregrino. Al contrario, de su estómago surgió una extraña voz que gritó con toda claridad:
- ¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza!
Al ver lo que estaba ocurriendo, el Gran Inmortal Fuerza de Ciervo recitó un conjuro y ordenó al espíritu local:
- ¡Impide que esa cabeza se mueva! Si lo haces, en cuanto haya derrotado a ese monje, persuadiré al rey para que construya un templo gigantesco en el lugar que ahora ocupa vuestra capilla, convenciéndole, al mismo tiempo, para que haga cincelar en oro vuestras imágenes.
El espíritu y el dios locales habían obedecido, sin rechistar, las órdenes del inmortal. Tampoco esta vez se atrevieron a defraudarle e impidieron que se moviera la cabeza del Peregrino.
- ¡Vuelve acá inmediatamente! - gritó éste, una vez más.
Pero la cabeza continuó sin moverse, como si hubiera echado raíces en el suelo. El Peregrino lo intentó una y otra vez, pero sus esfuerzos resultaron totalmente inútiles. Visiblemente preocupado, el Gran Sabio logró liberarse de las cuerdas y exclamó, sacudiendo el cuerpo con violencia:
- ¡Crece! y al punto le creció en el cuello otra cabeza nueva.
El verdugo y los guardias imperiales se pusieron a temblar de miedo. Sólo el oficial responsable de la ejecución se armó del valor suficiente para regresar al lado del rey e informarle con voz temblorosa:
- Hemos cortado, como ordenasteis, la cabeza a ese monje, pero le ha vuelto a crecer otra nueva.
- No tenía idea de que nuestro hermano poseyera esos poderes - comentó Ba-Chie al Bonzo Sha.
- No sé de qué te extrañas - replicó el Bonzo Sha -. Puesto que domina las setenta y dos metamorfosis, es natural que disponga, por lo menos, de otras tantas cabezas.
No había acabado de decirlo, cuando apareció el Peregrino y, dirigiéndose hacia donde estaba el maestro, le informó:
- Aquí me tenéis otra vez para lo que tengáis a bien ordenarme.
- ¿Te dolió mucho? - preguntó Tripitaka, profundamente satisfecho.
- Casi nada - respondió el Peregrino -. En realidad, no ha sido más que una diversión.
- ¿Necesitas algo de aceite para la herida? - inquirió, a su vez, Ba-Chie.
- Tócame, ya verás como no tengo ninguna herida - contesto Peregrino.
- ¡Es extraordinario! - exclamó el Idiota, incrédulo -. Esta totalmente curado. ¡Ni
siquiera tienes cicatriz! Mientras hablaban entre sí de esta forma, el rey levantó la voz y dijo:
- Tomad vuestro permiso de viaje y marchaos cuando queráis. No tengo nada de que acusaros.
- Gracias por el documento - se adelantó a decir el Peregrino -. Pero ¿no olvidáis una cosa? El Gran Inmortal no se ha sometido todavía a la prueba de la decapitación. En toda competición existen, por lo menos, dos bandos, ¿no os parece?
- Me temo que el monje tiene razón - comentó el rey a Fuerza de Tigre -. Vuestra fue la idea y no podéis rechazarla ahora. Eso sí, os agradecería que no nos asustarais tanto como el.
Fuerza de Tigre no tuvo, pues, más remedio que dirigirse al lugar de las ejecuciones, donde fue maniatado y forzado a arrodillarse por varios verdugos. Uno de ellos agarró la espada y le cortó la cabeza de un solo tajo. Después, como había hecho con la del Peregrino, le dio una patada y fue a parar a una distancia de más de diez metros. Tampoco esta vez manó la sangre, limitándose a gritar el ajusticiado:
- ¡Vuelve aquí inmediatamente, cabeza! E l Peregrino se arrancó a toda prisa un pelo y, tras insuflarle un poco de aliento sagrado, le ordenó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en un mastín de pelaje claro.
El animal se llegó hasta el lugar de las ejecuciones, cogió la cabeza del taoísta en la boca y corrió hacia el foso del palacio, donde la arrojó sin ninguna consideración. Tres veces más volvió el taoísta a llamar a su cabeza, pero no obtuvo la menor respuesta. No poseía los poderes del Peregrino y no pudo hacer que le creciera otra nueva. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a brotarle del cuello cercenado una especie de humor rojizo. Había quedado patente que era capaz de producir lluvia, pero entre él y un auténtico inmortal no existía punto de comparación. A los pocos segundos cayó, exánime, sobre el polvo, comprobando, horrorizados, cuantos se encontraban a su alrededor que no era más que un tigre descabezado con la piel amarillenta. El oficial responsable de la ejecución regresó junto al rey y le informó con voz temblorosa:
- El Gran Inmortal ha sido incapaz de recuperar su cabeza y ha fallecido tumbado sobre el polvo. Lo más desconcertante es que se ha convertido en un tigre sin cabeza.
El rey perdió del miedo el color del rostro y se quedó mirando fijamente a los dos taoístas que quedaban. Afortunadamente, Fuerza de Ciervo se adelantó a toda prisa del asiento que ocupaba y comentó con voz serena:
- Es muy posible que el día de hoy estuviera fijado desde el comienzo del tiempo para que nuestro hermano perdiera la vida. Pero me niego a aceptar que fuera un tigre. Todo esto tiene que ser obra de ese monje sin escrúpulos. Seguro que se ha servido de algún tipo de magia para convertir a vuestro insigne servidor en una bestia. A mí no podrá derrotarme, os lo aseguro. Insisto, por tanto, en que se siga adelante con la prueba del destripamiento y la extracción del corazón.
Esas palabras hicieron que el rey recobrara su aplomo y dijera en tono retante, dirigiéndose al Peregrino:
- ¡Eh, tú, monje! El segundo inmortal quiere medir, una vez más sus fuerzas contigo.
- Está bien - replicó el Peregrino, aceptando el reto -. Pero debo advertiros que llevo sin comer como Dios manda yo qué sé la de tiempo La última vez que tomé algo que se pareciera a una comida en regla fue hace no muchos días. Un hombre piadoso nos invitó a bollos y, he de reconocerlo con vergüenza, tomé más de los que me cabían en la tripa. No es extraño que desde entonces haya tenido terribles retortijones de barriga. A veces tengo la impresión de que me están royendo los gusanos. La prueba que me proponéis no podía ser más oportuna, pues quiero saber si estoy o no libre de ellos. Os agradecería, por tanto, que me prestarais un cuchillo, para que pueda abrirme el estómago, sacarme las tripas y limpiarlas con cuidado. Eso me dará una gran tranquilidad, para proseguir el viaje hacia el Oeste y entrevistarme finalmente con Buda.
- Llevadle al lugar de las ejecuciones - ordenó el rey, al oír tantos desatinos.
Al punto se arrojó sobre el Peregrino una cohorte de oficiales y soldados, que trataron de levantarle en vuelo, pero él se lo impidió, diciendo:
- No necesito que nadie me agarre. Puedo caminar yo solo. Únicamente quisiera pediros una cosa: que no me atéis, para que pueda lavarme las tripas como Dios manda.
-Está bien - concluyó el rey. No le atéis.
El Peregrino se dirigió con paso decidido hacia el lugar de las ejecuciones, se apoyó en la enorme columna que servía para los ajusticiamientos y se desató la túnica, dejando al descubierto su estómago. El verdugo le sujetó a la columna por el cuello y las piernas con ayuda de una cuerda, le clavó un cuchillo en el pecho y le abrió en canal, como si fuera un animal degollado. El mismo Peregrino le ayudó en la tarea, abriéndose la barriga con las manos, sacándose las tripas y examinándolas una por una con sumo cuidado. Después de un rato bastante largo, las volvió a meter en su sitio, juntó los bordes de la herida, sopló sobre ella una bocanada de aire mágico y gritó:
- ¡Únete! - y al instante se le cicatrizó la barriga.
El rey se quedó tan asombrado que él mismo se encargó de entregar al Peregrino el permiso de viaje, diciendo:
- Partid cuanto antes hacia el Oeste. No es preciso que demoréis más vuestra marcha. Aquí tenéis los documentos que solicitasteis.
- Si he de seros sincero - contestó el Peregrino -, lo que menos importa ahora es el permiso de viaje. Lo que de verdad deseo es que el segundo Gran Inmortal se someta a la misma prueba que yo. Creo que es justo exigirlo, ya que la idea partió de él, ¿no os parece?
- No nos eches la culpa de todo - replicó Fuerza de Ciervo -. Parte de la responsabilidad es también tuya - se volvió después hacia el rey y le dijo, bajando la voz -: No os preocupéis. Tengo la seguridad que voy a salir airoso de esta prueba.
Como había hecho el Peregrino momentos antes, Fuerza de Ciervo se llegó al lugar de las ejecuciones por su propio pie. Allí fue atado de la misma forma y el verdugo le abrió las entrañas a la misma altura del pecho que al Gran Sabio. Por si no bastara tanta coincidencia, se sacó las tripas con la mano y las estudió con cuidado una por una. Cuando más distraído estaba con esa tarea, el Peregrino se arrancó un pelo, le sopló una bocanada de aire sagrado y gritó:
- ¡Transfórmate!
Al instante se convirtió en un halcón hambriento, que, tras extender las alas y las garras, voló hasta donde se encontraba el taoísta y le arrebató las entrañas. Con ellas en el pico voló hacia algún lugar desconocido y apartado, donde pudiera devorarlas con toda tranquilidad. El taoísta quedó reducido, de esta forma, a un fantasma con el cuerpo vacío y la barriga abierta y llena de sangre. Quien había ostentado tanto poder se convirtió en un espíritu sin entrañas. El verdugo dio una patada al cadáver para ver lo que quedaba de él, y comprobó, horrorizado que se había convertido en un ciervo de cornamentas blanquecinas. El oficial responsable de la ejecución corrió, una vez más, hacia donde se encontraba el rey y le dijo:
- El segundo Gran Inmortal no ha seguido, majestad, mejor suerte que el primero. Logró abrirse las entrañas, pero se las arrebató un halcón hambriento y murió al poco tiempo. Lo más desconcertante, sin embargo, ha sido que su cadáver se ha convertido en un ciervo con las cornamentas blanquecinas.
- ¿Cómo es posible? - exclamó el rey, cada vez más asustado -. ¿Cómo ha podido transformarse en un ciervo con cuernos?
- Eso mismo me pregunto yo - replicó en seguida el Gran Inmortal Fuerza de Cabra -. ¿Cómo es posible que mi hermano se haya convertido en una bestia nada más morir? Por fuerza, todo esto es obra de ese maldito monje. Os suplico, por tanto, me permitáis vengar la muerte de mis dos correligionarios.
- ¿De qué magia vas a servirte para derrotarle? - le increpó el rey.
- De la que me permitirá bañarme, como si nada, en un caldero de aceite hirviendo.
El rey ordenó preparar cuanto se precisaba para la prueba y pidió a los dos contendientes que no se demoraran en empezar.
- Debo agradeceros todas las atenciones que tenéis conmigo - dijo el Peregrino -. Llevo, de hecho, muchísimo tiempo sin tomar un baño y tengo la piel un poco seca; tanto, que me pica más de lo que estoy dispuesto a aguantar. Este aceite me ayudará, por cierto, a acabar con esa molesta irritación.
Los sirvientes imperiales habían encendido ya una gran hoguera y habían colocado el caldero de aceite hirviendo sobre un montón gigante de madera. El Peregrino se dirigió hacia la sartén con paso decidido pero, antes de meterse en ella, juntó las manos a la altura del pecho y preguntó:
- ¿Se trata de un baño civil o de uno militar?
- ¿Existe entre ellos alguna diferencia? - inquirió el rey.
- Por supuesto que sí - contestó el Peregrino -. Si es civil, no tendré que quitarme la ropa. Me pondré las manos en las caderas y saltaré dentro y fuera del caldero con tanta rapidez que los vestidos no se me mancharán lo más mínimo. Si aparece una sola gotita de aceite en ellos, querrá decir que no he realizado bien la prueba y que por lo tanto, he perdido. En el militar, por el contrario, tendré que despojarme de mis ropas y podré estar en el aceite cuanto quiera, permitiéndoseme retozar libremente en él.
- ¿Qué clase de baño quieres tomar tú? - preguntó el rey al Inmortal Fuerza de Cabra -. ¿El militar o el civil?
- Si tomamos el civil - contestó Fuerza de Cabra -, cabe la posibilidad de que sus ropas hayan sido tratadas de antemano con alguna substancia que haga resbalar el aceite, por lo que nunca sabremos si se ha ajustado a las normas o no. Opino que lo más conveniente será tomar el militar.
- Perdonad, si, una vez más, pruebo yo el primero - se disculpó el Peregrino - pero poseo un carácter muy impulsivo para esperar mi turno.
No había acabado de decirlo, cuando se quitó la camisa y la túnica de piel de tigre, dio un salto y fue a parar al centro mismo del caldero, donde empezó a chapuzar, como si estuviera nadando.
Al verlo, Ba-Chie se llevó a la boca el dedo gordo y comentó con el Bonzo Sha:
-Me temo que hemos minusvalorado a ese mono. Cuando le propusieron esas pruebas y él aceptó, sin pensárselo dos veces, pensé que estaba fanfarroneando, pero ahora veo que posee de verdad los poderes que se arrogaba.
Su admiración era tan sincera que no podían dejar de comentarlo otra vez. Sin embargo, el Peregrino malinterpretó sus cuchicheos y, pensando que se estaban burlando de él, se dijo:
- Ni en estas circunstancias deja de reírse de mí ese Idiota. Esto es precisamente lo que quiere decir el proverbio que afirma: «La inteligencia nunca para, mientras que la idiotez siempre descansa». Es injusto que yo deba someterme a esta prueba, mientras él está ahí, tan tranquilo, sin hacer nada. Voy a hacerle una jugarreta, a ver si la próxima vez tiene un poco más de cuidado.
Cuando más satisfecho parecía estar del baño, se sumergió hasta el fondo del caldero, desapareciendo de la vista de los que le contemplaban admirados. Se había convertido, de improviso, en una tachuela y nadie podía dar con él. Dándole por muerto, el oficial responsable de sartén se llegó hasta donde estaba el rey y le informó:
- El monje que se sometió a la prueba del aceite ha perdido la vida, frito como un vulgar torrezno.
El rey ordenó que sacaran los huesos del caldero y se los llevaran a su presencia, cosa que trató de hacer el verdugo con una especie de espumadera de hierro. Como sus agujeros eran muy grandes y la tachuela en la que se había convertido el Peregrino era muy pequeña, no pudo y todos los intentos del verdugo se vieron condenados al más absoluto fracaso. Al oficial no le quedó, pues, más remedio que regresar junto a su señor y anunciar:
- Los huesos de ese monje parecen ser tan frágiles que todo su cuerpo se ha deshecho en la sartén, como si fuera de mantequilla.
- Muy bien - concluyó el rey -. En ese caso, atrapad a esos tres.
Los guardianes del palacio consideraron que Ba-Chie era el más peligroso y se lanzaron sobre él, haciéndole morder el polvo y atándole salvajemente las manos a la espalda. Tripitaka estaba tan aterrado que no pudo por menos de levantar la voz, gritando:
- Os suplico, majestad, tengáis a bien perdonar a este humilde monje, que lo único que ha hecho a lo largo de su vida monacal ha sido acumular mérito tras mérito. El mayor de mis discípulos ha muerto y yo no pido para mí o los míos un trato mejor. ¿Cómo voy a negarme a enfrentarme a la muerte, si vos, que ostentáis el poder absoluto, habéis decretado que debemos morir? Por eso, el favor que ahora os pido no es para mí, sino para ese discípulo fiel que acaba de convertirse en espíritu. Sin duda alguna, está ahora vagando por el otro mundo, desconcertado y sin ayuda, y me gustaría echarle una mano. Os pido, pues, tengáis a bien traerme media taza de agua fría y un tazón de sopa. Permitidme, también, hacer caballos de papel y dadme vuestra venia para acercarme al caldero de aceite, con el fin de que pueda realizar una ofrenda funeraria. En cuanto haya presentado mis respetos al espíritu del discípulo muerto, me someteré de buena gana al castigo que hayáis pensado darme.
- De acuerdo - contestó el rey -. Se ve que los chinos sois un pueblo piadoso y leal. Adelante con tus ceremonias - y ordenó que se entregara al monje Tang una sopa de arroz y un poco de papel moneda para los espíritus.
El monje Tang y el Bonzo Sha se llegaron hasta el caldero por sus propios medios. Ba-Chie tuvo peor suerte, porque los soldados le agarraron de las orejas y le llevaron hasta allí a la fuerza. El monje Tang levantó la voz y dijo en tono solemne:
- ¡Respetado discípulo Sun Wu-Kung! Jamás olvidaré el cariño que me has mostrado a lo largo de este interminable camino que conduce hacia el Oeste. Desde que accediste a seguir el camino del tu ejemplo y tu piedad han sido una guía para todos nosotros. Juntos esperábamos llegar a la Montaña del Espíritu, pero el destino ha querido que encontraras hoy la muerte. En vida todo cuanto hiciste encaminado a conseguir las escrituras sagradas. Es nuestro justo deseo que en la muerte tu mente esté solamente ocupada por la realidad de Buda. No dudamos, por tanto, que tu espíritu pasará pronto de las tinieblas al Templo del Trueno.
- Me temo, maestro - dijo Ba-Chie -, que no habéis hecho la invocación adecuada. Decidle al Bonzo Sha que levante un poco la sopa, para que pueda proferir yo otra más apropiada.
Aunque estaba firmemente sujeto al suelo, el Idiota se las arregló para proferir las siguientes barbaridades:
- ¡Maldito mono buscador de problemas! ¡Ignorante cuidador de caballos! Está visto que merecías la muerte y que habías de acabar tus días frito en una sartén. ¡Estás acabado, mono cuidador de caballos!
El Peregrino Sun, que permanecía agazapado en el fondo del caldero con el ánimo de dar un escarmiento a Ba-Chie, no pudo aguantar las impertinencias del Idiota y volvió a recobrar la forma que le era habitual. Desnudo como estaba, se puso de pie en el caldero y gritó, enfurecido:
-¿Se puede saber a quién estás insultando, esclavo inútil?
- ¡Menudo susto nos has dado! - exclamó, aliviado, el monje, al verle.
- A nuestro hermano le gusta juguetear con la muerte - comentó, por su parte, el Bonzo Sha.
- Al ver lo ocurrido, los funcionarios, tanto civiles como militares, corrieron a informar al rey, diciendo:
- Ese monje no ha muerto todavía majestad. Acaba de sacar la cabeza del aceite.
- No, no. Eso no es verdad - gritó el oficial responsable de la sartén, temiendo ser acusado de negligencia o de algún cargo similar -. Está muerto. Lo que ocurre es que
hoy es un día muy poco propicio y el espíritu de ese monje se resiste a hacer el viaje al otro mundo.
Furioso por tantas sandeces, el Peregrino saltó de la sartén, se secó el aceite y se vistió. Se llegó después hasta el oficial, sacó la barra de hierro y le propinó tal golpe en la cabeza que al instante quedó reducido a una masa informe.
- ¿Puede un fantasma hacer esto? - gritó, triunfante.
Al ver lo ocurrido, los soldados que tenían sujeto a Ba-Chie, le dejaron inmediatamente en libertad y, echándose rostro en tierra, suplicaron, aterrorizados:
- ¡Perdonadnos! ¡No sabíamos lo que hacíamos!
Hasta el rey parecía dispuesto a abandonar el trono del dragón y lanzarse a una vergonzosa huida. Afortunadamente se lo impidió el Peregrino, diciendo:
- No os vayáis tan deprisa, majestad. Ordenad al tercer mortal que se meta en la sartén.
- Sálvame la vida, Gran Inmortal, y métete en el caldero - pidió el rey al taoísta, temblando de pies a cabeza -. Si no lo haces, ese monje acabará con todos nosotros.
Fuerza de Cabra bajó los escalones y se quitó las ropas como había hecho el Peregrino. Saltó después en el aceite y comenzó a bañarse tranquilamente. El Peregrino se llegó hasta el caldero y ordenó a los que azuzaban el fuego que añadieran un poco más de madera. Metió a continuación la mano en el aceite y comprobó, para su asombro, que estaba tan frío como el hielo. Desconcertado, se dijo:
- ¡Qué cosa más rara! Cuando entré ahí estaba realmente caliente, mientras que ahora está casi helado. Por fuerza tiene que andar por ahí cerca un dragón.
Sin pensarlo dos veces, se elevó hacia lo alto y recitó un conjuro que empezaba por la letra «Om». Al instante hizo su aparición el Rey Dragón del Océano Septentrional y el Peregrino le regañó, furioso:
- ¡Maldito gusano con cuernos! ¿Cómo te atreves, lagarto cubierto de escamas, a prestar ayuda a ese taoísta, haciendo que se esconda en el fondo del caldero un dragón frío? ¿Por qué quieres que parezca más poderoso de lo que es y, así, pueda derrotarme?
El Rey Dragón estaba tan asustado que no se atrevía a abrir la boca. Por fin, tomó aliento y respondió con voz entrecortada:
- Jamás me atrevería yo a hacer semejante cosa. Sin embargo, es posible que no sepáis que esta bestia se ha dedicado durante mucho tiempo a la ascesis, consiguiendo desprenderse de la forma que le era, en un principio, substancial. Eso le capacitó para el dominio de la magia de los cinco truenos. Sus otros poderes mágicos fueron obtenidos a través de sendas equivocadas, que, de ninguna manera, conducen a la auténtica inmortalidad. Por eso pudisteis destruir vos a sus correliginarios, desenmascarando su naturaleza y obligándoles a mostrarse tal cuales eran. Con éste vais a tener muchos más problemas, ya que aprendió el Arte de la Gran Ilusión en la Montaña del Pequeño Mao 3 y consiguió dominar a un dragón frío. Es extremadamente inteligente y muy difícil de engañar, tanto que vos no podéis absolutamente nada contra él. Hay, sin embargo, un camino para que ese taoísta quede convertido en un vulgar torrezno: arrestar a ese dragón y llevármelo conmigo.
- Hacedlo y os veréis libre de mi cólera - replicó el Peregrino -. Si no, ya sabéis lo que os espera.
El Rey Dragón se convirtió al instante en un viento huracanado, que entró en lo más profundo del caldero y arrastró consigo al dragón frío. El Peregrino descendió de la nube y se quedó a pocos pasos de Tripitaka, Ba-Chie y el Bonzo Sha, viendo cómo el taoísta se debatía desesperadamente en el seno del aceite, sin conseguir librarse del tormento. Cada vez que intentaba escalar la pared de la sartén, resbalaba hacia el fondo. Al poco rato su carne se desintegró, su piel se tostó y sus huesos nadaron libremente en la superficie del aceite. El nuevo oficial responsable de la ejecución se llegó hasta donde estaba su majestad y le informó, diciendo:
- Acaba de morir el tercer Gran Inmortal.
El rey no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Después se agarró con fuerza a la mesa imperial que tenía delante y, llorando amargamente, exclamó:
- ¡Qué difícil es de conseguir la vida humana! Cuando falta la auténtica vida de un maestro, el elixir no tiene ningún valor. El hombre tiene a mano infinidad de conjuros e innumerables ofrendas que presentar a los dioses, pero no dispone de ningún remedio que pueda alargarle la vida. ¿Cómo va a alcanzarse el estado del nirvana sin perfeccionar el espíritu? Frágil es la vida, y vanos todos los esfuerzos que la llenan. ¿Por qué no renunciamos a ellos, si sabemos de antemano cuál es nuestro auténtico sino? De nada sirve refinar el mercurio y buscar la falsa perfección del oro. ¿Qué valor tiene en esas circunstancias levantar el viento y producir lluvia?
No sabemos lo que les sucedió al maestro y a los discípulos, por lo que deberá prestarse atención a lo que se dice en el capítulo siguiente.
CAPITULO XLVII
EL MONJE SANTO ENCUENTRA UN TREMENDO OBSTÁCULO POR LA NOCHE EN EL RÍO - QUE - LLEGA - HASTA - EL - CIELO. EL METAL Y LA MADERA, MOVIDOS A COMPASIÓN, LIBERAN A LOS QUE PENABAN
El rey continuó llorando sin cesar hasta la caída de la noche. El continuo fluir de sus lágrimas recordaba el de un arroyo. Al anochecer, el Peregrino no pudo aguantarlo más y, llegándose a él, gritó:
- ¿Cómo podéis tener un carácter tan débil? ¿Acaso no habéis visto lo cadáveres de esos taoístas? Uno era un tigre; el otro, un ciervo, y el último, aunque vos no lo habéis visto, era una simple cabra. Si no me creéis, pedid a vuestros soldados que os enseñen los huesos. Ningún hombre posee un esqueleto de esa clase. Esos protegidos vuestros eran en realidad, bestias de la montaña que lograron transformarse en espíritus y que vinieron aquí con el único propósito de acabar con vos. Todavía no se habían atrevido a haceros el menor daño, porque vuestro cuerpo es aún fuerte y gozáis de cierto prestigio entre vuestros súbditos. Pero, después de dos o tres años, cuando vuestras fuerzas hubieran comenzado a declinar, os habrían asesinado y se habrían apoderado de todo el reino. Ha sido una suerte que llegáramos a tiempo de salvar vuestra vida y la de todos vuestros servidores. ¿Cómo es posible que lloréis de esa forma por ellos? En fin, allá vos. Entregadnos, de una vez, nuestro permiso de viaje y dejadnos partir cuanto antes.
Solamente cuando hubo terminado de escuchar este discurso del Peregrino, pareció el rey recobrar su aplomo. Con el ánimo de consolarle, se llegaron hasta él todos los oficiales, tanto civiles como militares, y le informaron:
- Es verdad cuanto acaba de decir este monje. Los Grandes Inmortales eran, en realidad, un tigre, un ciervo y una cabra, como ha quedado bien patente por los huesos que todavía flotan en el aceite. No es de sabios desoír las palabras de un monje santo.
- Si lo que afirmáis es verdad - concluyó el rey -, demos las gracias a estos monjes. Es ya un poco tarde para que reanuden el viaje. Que el primero de mis consejeros se encargue de acompañarlos personalmente hasta el Monasterio de la Profunda Sabiduría, para que pasen allí la noche. Mañana por la mañana, a lo largo de mi primera audiencia matutina, mandaré abrir el ala oriental del palacio y les ofreceré un magnífico banquete vegetariano de agradecimiento.
Sus órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. A la mañana siguiente, en efecto, a la hora de la quinta vigilia, el rey celebró su primera audiencia matinal. En ella dictó una orden en la que se permitía a todos los monjes budistas regresar a la ciudad. Tan benéfica proclama fue hecha pública en todos los caminos, mercados y lugares más concurridos de todo el reino. Como había prometido la noche anterior, en aquella misma sesión mandó preparar un espléndido banquete vegetariano, enviando, al mismo tiempo, la carroza imperial al Monasterio de la Profunda Sabiduría, para que Tripitaka y los suyos pudieran acudir a la cita.
Al oír los monjes que habían logrado escapar con vida que se había promulgado un decreto por el que se les permitía regresar a la ciudad, volvieron a toda prisa sobre sus pasos, con el ánimo de buscar al Gran Sabio Sun, darle las gracias y devolverle los pelos que les había prestado.
Una vez terminado el banquete, el maestro tomó el permiso de viaje directamente de las manos del rey, que, acompañado de la reina, las concubinas y todos los funcionarios, salió a despedirle a las puertas de la ciudad. Allí precisamente se toparon con los monjes que volvían a ella. Emocionados, se echaron rostro en tierra a ambos lados del camino, diciendo:
- Nosotros, Gran Sabio, Sosia del Cielo, somos los monjes que escapamos el otro día del tormento de la carreta. Al oír que habíais terminado con todos los demonios y que el rey había promulgado un edicto permitiéndonos volver a nuestros abandonados monasterios, decidimos regresar a devolveros vuestros pelos y a agradeceros cuanto habéis hecho por nosotros.
- ¿Cuántos habéis vuelto? - preguntó el Peregrino, haciendo auténticos esfuerzos por no soltar la carcajada.
- Quinientos - respondieron ellos -. No falta ni uno solo de los que visteis el otro día.
El Peregrino sacudió ligeramente el cuerpo y recuperó todos los pelos que había prestado. Se volvió a continuación al rey y a cuantos le seguían y afirmó:
- Yo liberé a todos estos monjes, hice añicos la carreta y maté a dos de esos taoístas malvados. Es preciso que comprendáis, después de haber contemplado con vuestros propios ojos lo que aquí ha sucedido, que no hay camino más auténtico que el del Zen. Es preciso que de hoy en adelante no volváis a prestar oídos a falsas doctrinas. Espero, por tanto, que respetéis por igual las tres religiones, porque es de sabios reverenciar a los monjes, estimar a los taoístas y considerar a los hombres de estudio. De esta forma, vuestro reino gozará siempre de paz y su futuro quedará firmemente asegurado.
El rey prometió que así lo haría y, tras dar nuevamente las gracias, escoltó al monje Tang hasta las afueras de la ciudad. En él se había vuelto a cumplir, una vez más, el propósito de tan largo viaje: la incansable búsqueda de los tres cánones, que es una, en realidad, con la de la luz que brilló en este mundo al principio del tiempo.
A partir de aquel momento los Peregrinos reanudaron su rutinaria vida de caminantes, andando de día, descansando de noche, bebiendo cuando los asaltaba la sed, y comiendo cuando caían presa del hambre. Pasó la primavera, el verano llegó a su fin y, de nuevo, hizo aparición el otoño en el palacio de las estaciones. Un día, ya atardecido, el monje Tang tiró de las riendas a su caballo y preguntó a los que le acompañaban:
- ¿Dónde vamos a pasar esta noche?
- Un hombre que ha abandonado la familia no debe hablar como el que no lo ha hecho - le regañó el Peregrino.
- ¿Quieres explicarme de qué manera hablan el uno y el otro? - preguntó Tripitaka.
- En esta época del año - contestó el Peregrino - el que no ha renunciado a la familia disfruta de los placeres de una cama calentita y unas sábanas limpias. Sus hijos se acomodan en su regazo y su esposa se coloca a sus pies. ¿Cómo no va a dormir bien así? Los que hemos renunciado a la familia no podemos, por el contrario, abandonarnos a esos placeres. A nosotros nos arropan la luna y las estrellas, nos alimentamos de los
vientos y descansamos junto a los cursos de agua. Nuestro sino es caminar, si existe un camino, y detenernos, cuando éste llega a su fin.
- ¡Cuidado que eres! - le regañó Ba-Chie -. No he conocido a nadie con las ideas tan fijas e inamovibles como las tuyas. ¿Es que no te das cuenta de lo difícil que es transitar por el camino que ahora seguimos? Deberías comprender que llevo encima un fardo muy pesado y que me cuesta muchísimo dar un solo paso. Sería de agradecer tanto, que buscaras algún sitio en el que pasar la noche y recobrar las fuerzas, para poder proseguir mañana el camino. Si no lo haces, ten por seguro que moriré de cansancio.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Si os parece, vamos a andar un poco más, hasta que lleguemos a algún lugar en el que haya casas
Al maestro y a los discípulos no les quedó otro remedio que seguir los pasos del Peregrino. El camino, sin embargo, no les llevó muy lejos, porque al poco tiempo oyeron el ensordecedor ruido de una formidable corriente de agua.
- ¡Se acabó! - exclamó Ba-Chie -. Hemos llegado justamente al final del camino.
- Un torrente nos cierra el paso - comentó el Bonzo Sha.
- ¿Cómo vamos a cruzarlo? - preguntó, preocupado, el monje Tang.
- Primero voy a ver qué profundidad tiene - contestó Ba-Chie.
- No digas tonterías, por favor, Wu - Neng - le regañó Tripitaka -. ¿Cómo vas a averiguarlo?
- Muy sencillo - contestó Ba-Chie -. Cojo una piedra en forma de huevo y la tiro al agua. Si sale espuma, es poco profundo, pero si, al hundirse, hace una especie de sonido burbujeante, es hondo.
- ¿A qué esperas para probar cómo es este torrente? - le increpo el Peregrino.
El Idiota palpó el suelo hasta que dio con una piedra adecuada, tiró al agua y lo único que se escuchó fue un sonido extraño y largo, como el que hacen los peces al respirar, señal inequívoca de que su profundidad era mucha.
- ¡Demasiado profundo! - exclamó, desanimado -. Me temo que no podremos cruzarlo.
- ¿Ese método que has usado es bueno también para averiguar su anchura? - inquirió el monje Tang.
- Me temo que no - contestó Ba-Chie.
- Eso me corresponde a mí - anunció el Peregrino y, dando un salto, se elevó por encima del agua. La luna se reflejaba en el cauce, mientras el firmamento parecía querer hundirse en su extraordinaria profundidad. Era tanto su caudal de agua que en él podían ahogarse cordilleras enteras. Se explicaba, así, que fuera el padre de más de cien ríos. Su impetuosidad sembraba de espuma las márgenes y de altísimas olas el centro de la corriente. Ningún pescador se atrevía a cruzarla. Sólo las garzas osaban abrevar en ella, sabedoras de que su anchura era superior a la de un océano. Así se explicaba que no pudiera verse la orilla opuesta. El Peregrino comprendió inmediatamente que se trataba de una masa de agua realmente formidable y, bajando de las nubes, informó a su maestro:
- Es anchísimo. Tanto que me temo que no vamos a poder cruzarlo. No he podido ver, de hecho, la otra orilla, y eso que, como sabéis poseo unos ojos de fuego y unas pupilas de diamante, que me permiten distinguir el bien del mal a una distancia de más de mil kilómetros durante el día, y de cuatrocientos a quinientos durante la noche. Pese a todo, no puedo deciros con certeza la anchura real de este río.
Durante un rato bastante largo Tripitaka fue absolutamente incapaz de decir una sola palabra. Sacó, finalmente, fuerzas de flaqueza y suspiró:
- ¿Qué podemos hacer? - y las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
- No lloréis, por favor - le aconsejó el Bonzo Sha -. Mirad hacia aquella parte. ¿No es un hombre aquello que se ve allí?
- Es imposible que sea un pescador - comentó el Peregrino -. Lo mejor es que me acerque a él y le haga unas cuantas preguntas.
Cogió la barra de hierro y se lanzó hacia donde estaba lo que parecía ser un hombre. Cuando estuvo cerca, comprobó que los tres se habían equivocado. Lo que creían pescador no era más que una laja de piedra en la que se aparecían escritas tres letras enormes y, bajo ellas, dos filas de escritura más pequeña. Aquéllas decían: «El Río - que
- llega - hasta - el - Cielo», y éstas: «Posee una anchura de más de ochocientos kilómetros, que muy pocos han logrado cruzar».
- ¡Acercaos, maestro! - gritó el Peregrino.
- ¡No! - exclamó Tripitaka, al leerlo, rindiéndose al llanto -.
Cuando salí de Chang-An, pensé que el camino hacia el Paraíso Occidental era fácil. Ahora sé que no es así. ¿Cómo iba a haber anticipado yo entonces la cantidad de obstáculos que habría de vencer, el número de monstruos a los que habría de enfrentarme, la interminable secuencia de ríos y cordilleras que habría de cruzar?
- Escuchad con atención - sugirió Ba-Chie -. ¿No oís batir de tambores y resonar de címbalos? Por fuerza tiene que haber por aquí cerca una familia piadosa, que haya ofrecido un banquete a los monjes que moran por los alrededores. Opino que deberíamos llegarnos hasta su puerta y preguntarles si existe alguna manera de vadear este río. Lo haremos mañana mismo, en cuanto hayamos dado cuenta de media docena de platos vegetarianos.
Tripitaka aguzó cuanto pudo el oído y escuchó, de hecho, los sonidos que Ba-Chie le había anunciado.
- Tienes razón - comentó, más animado -. Ésos no son instrumentos taoístas. Muy cerca de aquí debe de estar celebrándose un oficio budista. Soy de la misma opinión que tú. Acerquémonos a echar un vistazo.
El Peregrino tomó de las riendas el caballo y se dirigieron todos hacia el lugar de donde parecía provenir la música. No existía camino alguno, sino una sucesión interminable de arenales. Pese a todo, no tardaron en ver un grupo de casas bien construidas. Edificadas entre el río y las colinas cercanas, su número oscilaba entre cuatrocientas o quinientas. Tanto las puertas de las cercas como de los huertos parecían estar firmemente cerradas. Nadie turbaba el sueño de las garzas, que descansaban en parejas entre las dunas, mientras los pájaros que anidaban en los sauces dejaban escapar sus tristes trinos. Los instrumentos musicales habían enmudecido de pronto y ni siquiera se oía el característico ruido de las mujeres realizando las tareas caseras. A la luz de la luna se estremecían las plumas de las oropéndolas, mientras el viento batía los juncales. Un perro ladraba a lo lejos, escondido entre las cercas que separaban los campos. Un viejo pescador dormía en su barca, mecido por la oscuridad, casi absoluta en aquel punto, y el plácido silencio de la noche. La luminosidad de la luna la hacia parecerse a un enorme espejo colgado del cielo. Desde el oeste el viento traía el aroma de mil flores acuáticas recién florecidas.
Al desmontar, Tripitaka vio una casa junto a un camino, ante la que se levantaba un mástil con un estandarte. Su interior estaba profusamente iluminado con velas y lámparas, y se percibía un fuerte olor a incienso.
- Lo que tenemos ante nosotros - dijo Tripitaka, dirigiéndose a Wu-Kung - es, ciertamente, mucho mejor para descansar que el abrigo de una montaña o el recodo de un río. Hasta debajo de los aleros podemos encontrar cobijo contra el frío de la noche y el temor de las bestias. Quedaos aquí, mientras yo voy a pedir alojamiento al dueño de casa. Si nos lo concede, os llamaré, pero, si se niega, os ruego no hagáis contra él ningún desaguisado. En cualquiera de los dos casos, es preciso que no os dejéis ver hasta que yo os lo diga. Sois bastante feos y me temo que puedan asustarse mucho al
veros. Recordad que, si no nos portamos bien con esta gente, no tenemos ninguna otra puerta a la que llamar y deberemos pasar la noche al sereno.
- Tenéis razón - reconoció el Peregrino -. Id, maestro. Nosotros nos quedaremos aquí, esperándoos.
Tras quitarse el sombrero de bambú y sacudirse un poco el polvo, el maestro se llegó hasta la puerta de la casa con el báculo monacal en las manos. Encontró la puerta entornada, pero no se atrevió a trasponerla sin permiso. Se quedó, pues, esperando, indeciso. Afortunadamente, al poco tiempo apareció un anciano. Llevaba al cuello un collar de cuentas y no paraba de repetir el nombre de Buda, mientras caminaba. Al ver que el anciano se disponía a cerrar la puerta, el maestro juntó a toda prisa las manos a la altura del pecho y dijo, a manera de saludo:
- Esperad, anciano. Me gustaría presentaros mis respetos.
- Llegas tarde - afirmó el anciano, devolviéndole el saludo.
- ¿Qué queréis decir? - inquirió, sorprendido, Tripitaka.
- Que no conseguirás nada, porque llegas tarde - explicó el anciano -. Si hubieras llegado antes, habrías participado en el convite que teníamos preparado para los monjes. Además, después de saciarte, te habríamos entregado tres onzas más de arroz, una pieza de paño blanco y diez sartas de monedas de cobre. ¿Cómo se te ha ocurrido venir tan tarde?
- Este humilde monje, señor, no ha venido aquí a comer - confesó Tripitaka, inclinándose con respeto.
- ¿Entonces a qué has venido? - inquirió el anciano.
- Soy un enviado del Gran Emperador de los Tang, Señor de las Tierras del Este, y me dirijo hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras - contestó Tripitaka -. Al pasar por aquí, se hizo de noche y creímos oír ruido de tambores y de címbalos. Al llegar aquí, comprobamos que provenían de vuestra casa y decidimos acercarnos a pedir alojamiento. Proseguiremos nuestro camino mañana por la mañana, nada más amanecer.
- Un hombre que ha renunciado a la familia no debería mentir - le regañó el anciano, sacudiendo la mano -. Hay alrededor de cincuenta cuatro mil kilómetros entre este lugar y el Reino de los Gran Tang, en las Tierras del Este. ¿Cómo ha podido cubrirlos una persona sola?
- Se nota que sois perspicaz y buen observador - comentó Tripitaka -. Pero no he hecho el viaje solo. Conmigo viajan tres discípulos tan bien dispuestos y apañados que no han dudado en abrir caminos a través de las montañas ni en construir puentes sobre los ríos, para que yo pudiera proseguir mi camino. A ellos les debo, en realidad, que hoy me encuentre aquí.
- ¿Por qué no se han acercado tus discípulos? - volvió a preguntar el anciano -. Invítalos
a entrar, anda. Mi casa es lo suficientemente espaciosa para cobijaros a todos. Tripitaka se dio la vuelta y gritó:
- ¡Acercaos!
Como el Peregrino poseía una naturaleza muy impulsiva, Ba-Chie no entendía de educación y el Bonzo Sha era muy impetuoso, en cuanto oyeron la voz del maestro, se lanzaron como un tifón hacia la casa, arrastrando el caballo y el equipaje. Al verlos, el anciano sintió tal pánico que se cayó al suelo de susto, gritando como un loco:
- ¡Monstruos! ¡Acaban de llegar unos monstruos!
- No tengáis miedo, señor - se apresuró a decir Tripitaka, ayudándole a levantar -. No son monstruos, sino mis discípulos.
- ¿Cómo puede tener un maestro tan guapo como tú unos discípulos tan feos como ésos? - replicó el anciano, temblando de pies a cabeza.
- Es posible que no sean muy agraciados - reconoció Tripitaka -, pero os aseguro que
son auténticos maestros a la hora de domar tigres, dominar dragones, atrapar monstruos y capturar demonios.
Sin creer del todo lo que oía, el anciano se apoyó en el monje Tang y se dirigió con paso lento hacia la casa. Los tres acompañantes, mientras tanto, habían llegado al salón principal de la casa, tirando el equipaje donde buenamente pudieron y atando el caballo de mala manera. Varios monjes se encontraban en aquel mismo momento recitando sutras. Ba-Chie alargó el hocico y les gritó sin ningún respeto:
- ¡Eh monjes! ¿Se puede saber qué sutras estáis recitando?
Los religiosos levantaron la cabeza al mismo tiempo y vieron que uno de los recién llegados tenía un morro muy saliente, unas orejas enormes, una constitución más bien fuerte, unos hombros llamativamente anchos y una voz que recordaba a un trueno. Los otros dos eran aún más feos que él. Pese a todo, ninguno de los monjes allí presentes cedió al pánico. Al contrario, continuaron sus recitados, como si nada hubiera pasado, hasta que hubieron concluido los rezos y el que los dirigía dio la orden de parar. Sucedió entonces algo inesperado. Se levantaron a toda prisa, dejando los tambores, los címbalos y las imágenes de Buda a su suerte, y corrieron, como locos, hacia las puertas. Su prisa por salir era tal que tropezaban unos con otros, haciendo más difícil todavía la huida. Para colmo de males, se apagaron de pronto las antorchas y muchos cayeron al suelo, golpeándose la cabeza como calabazas que hubieran perdido su soporte. Se pasó, así, de una situación de profundo recogimiento a otra de gran alboroto y confusión. Al ver los Peregrinos aquel caos inesperado, empezaron a aplaudir, soltando unas carcajadas tan sonoras que los monjes creyeron llegada su hora. Aterrorizados, huyeron en todas las direcciones, desapareciendo todos en un abrir y cerrar de ojos. Cuando Tripitaka y el anciano llegaron al salón, lo encontraron totalmente vacío y a oscuras, aunque todavía resonaban en él los salvajes gritos de los tres hermanos en religión.
- ¡Maleducados! - los regañó el monje Tang -. No comprendo cómo podéis ser tan inconscientes. ¿No os recuerdo, acaso, todos los días que es preciso respetar las normas de educación y los dictados de etiqueta? Con razón decían los antiguos: « ¿No es de sabios ser virtuosos, aunque se carezca de instrucción? ¿No es de nobles alcanzar la virtud, después de haber dominado las enseñanzas? ¿No es de estúpidos comportarse de espaldas a la virtud, después incluso de haber sido doctrinado?». La forma en que os habéis portado pone de manifiesta vuestra estupidez y vuestra total carencia de principios. ¿Qué es eso de meterse a saco en casa ajena? ¿Por qué habéis asustado a esos monjes, obligándolos a abandonar sus recitados de sutras y a huir despavoridos, como si se hubieran topado con un demonio? ¿No os dais cuenta de que habéis echado a perder una buena acción, poniéndome a mí en una situación muy difícil?
El maestro habló con tanta vehemencia que ninguno se atrevió a pronunciar una sola palabra. Eso terminó convenciendo al anciano de que aquellos seres tan repugnantes eran, realmente, sus discípulos. Se volvió, pues, hacia Tripitaka y le dijo inclinando levemente la cabeza:
- No importa. La ceremonia había concluido ya y es natural que las antorchas estén apagadas.
- En ese caso - concluyó Ba-Chie -, ¿a qué esperáis para sacarnos algo de comer? Cuanto antes lo hagáis, antes nos iremos a dormir.
- ¡Luces! - ordenó el anciano -. ¡Traed luces al salón! Al poco rato aparecieron unos cuantos familiares, que le regañaron, diciendo:
- ¿A qué viene pedir luces, cuando el salón está lleno de velas? Nosotros mismos las sacamos, para que pudiera celebrarse el servicio religioso.
Pero, al llegar al salón algunos de los criados, lo encontraron sumido en la más absoluta oscuridad. Eso los hizo volver a toda prisa en busca de hachones y teas. Al ver a BaChie y al Bonzo Sha, sintieron tal terror que los dejaron caer al suelo, huyendo, despavoridos, al tiempo que gritaban:
- ¡Monstruos! ¡Ahí dentro hay monstruos!
El Peregrino cogió una de las antorchas y encendió las lámparas y velas. Tomó después una silla y, colocándola justamente en el centro del salón, invitó a Tripitaka a tomar asiento. Él y los otros se sentaron a su lado, mientras el anciano lo hacía justamente enfrente. Apenas habían tomado asiento, cuando oyeron abrirse una puerta interior y vieron aparecer a otro anciano con un bastón. Muy furioso, pregunto a los recién llegados:
- ¿Qué clase de monstruos sois vosotros, para atreveros a entrar, sin más ni más, en la casa de una familia virtuosa?
El anciano que estaba sentado se levantó a toda prisa y, dirigiéndose hacia él, le llevó detrás de unos biombos y le dijo:
- No es necesario mostrarse tan enfadado. Ésos no son monstruos sino arhats enviados por el Gran Emperador de los Tang al Paraíso Occidental en busca de escrituras. Aunque su aspecto es, ciertamente horroroso, su corazón es de lo más sensible que imaginarse pueda.
Sólo entonces el otro anciano bajó el bastón y saludó con respeto a los recién llegados, tomando asiento, también él, en la parte delantera del salón.
- Sacad algo de té y preparadnos una comida vegetariana - ordenó con la cabeza vuelta hacia el interior de la casa.
Hubo de repetir varias veces la orden, antes de que aparecieran, temblando de pies a cabeza, los criados. Estaban tan asustados que no se atrevían a acercarse a los caminantes. Ba-Chie se volvió entonces al anciano y le preguntó:
-¿Qué andan trajinando por ahí vuestros criados?
- Les he ordenado que preparen algo de comer - contestó el anciano.
- ¿Cuántos van a encargarse de servirnos? - volvió a preguntar Ba-Chie.
-Ocho - respondió el anciano.
- ¿A cuántos van a servir esos ocho? - inquirió Ba-Chie, una vez más.
- ¿Cómo que a cuántos? - exclamó el anciano -. A ustedes cuatro.
- Permitidme deciros algo realmente importante - susurró Ba-Chie -. El maestro sólo necesita una persona; ese otro con la cara cubierta de pelos y el aspecto de un dios del trueno, dos; aquel de allí de aspecto raro, ocho; y, en lo que a mí respecta, no menos de veinte.
- Si no os he entendido mal - concluyó el anciano -, estáis tratando de decirme que poseéis un apetito extraordinario.
- Sí, sí, algo así - reconoció Ba-Chie.
- No os preocupéis por eso - le tranquilizó el anciano -. En esta casa hay gente más que suficiente - de hecho, salieron a servirlos más de treinta personas de todas las edades.
Todos parecían sentirse más tranquilos, ahora que veían a los dos ancianos hablar tranquilamente con aquellos a los que acababan de considerar peligrosísimos monstruos. La mesa fue colocada justamente en el centro del salón, correspondiéndole al monje Tang el lugar de honor. A ambos lados se dispusieron otras dos mesas para sus discípulos, mientras que los ancianos ocuparon otra frente a ellos. Lo primero que se sirvió fueron frutas y verduras, a las que siguieron varios platos condimentados a base de arroz, sopa y fideos. En cuanto todo estuvo distribuido por las mesas, el monje Tang cogió los palillos y recitó el «Sutra para romper el ayuno». El Idiota era un engullidor formidable y, antes de que el maestro hubiera concluido sus rezos, cogió un cuenco de madera lacada, lo llenó de arroz hasta el mismo borde y lo engulló de un solo bocado. Lo hizo con tal fruición que no quedó ni un solo grano.
- ¡Cuidado que sois fino! - exclamó uno de los criados -. ¿Por qué no habéis cogido unos bollos al vapor, si tanto deseabais meteros algo por la manga? Un cuenco de arroz es mucho más difícil. Eso sin contar con que os pondrá perdida la ropa.
- Yo no me he metido nada por la manga - confesó Ba-Chie riéndose -. Me lo he comido.
- No lo creo - comentó el criado -. ¿Cómo vais a habéroslo comido, si ni siquiera habéis movido la boca?
- Yo jamás miento, muchacho - afirmó Ba-Chie -. Si digo que me lo he comido, es que así ha sido. Si no me crees, voy a hacerte otra de demostración.
El criado cogió de nuevo el cuenco, lo llenó de arroz y se lo entregó a Ba-Chie. El Idiota movió ligeramente la mano y se tragó el arroz de un golpe. Al verlo, los criados gritaron, entusiasmados:
- ¡Por fuerza vuestra garganta debe de estar hecha de baldosines y ser extremadamente suave! De lo contrario, no podríais hacer semejantes portentos.
Antes de que el monje Tang hubiera terminado de recitar un nuevo sutra, el Idiota había ya dado buena cuenta de cinco o seis cuencos de arroz. Los otros dos se portaron un poco mejor y esperaron al maestro para empezar a comer. Al Idiota no parecía importarle que fueran frutas, arroz o verduras lo que se llevaba a la boca. Lo engullía a una velocidad portentosa y exigía con ademán autoritario:
- ¡Dadme más arroz! ¿Se puede saber dónde os habéis metido?
- No comas tanto - le aconsejó el Peregrino -. Lo que nos hemos llevado a la boca es mucho más de lo que hubiéramos comido, de habernos quedado a descansar en algún recodo de la montaña. Es aconsejable, además, quedarse siempre con un poco de hambre.
- A mí eso no me preocupa - contestó Ba-Chie -. Con razón dice el proverbio: «Un monje mal alimentado es mucho peor que muerto».
- Llevaos esta comida y no os preocupéis de él - pidió el Peregrino a los criados.
- A decir verdad - comentaron los dos ancianos -, si fuera de día, no nos importaría dar de comer a cien monjes tan gordos y glotones como vuestro hermano. Pero es ya un poco tarde y sólo hemos preparado una hornada de pastelitos, cinco toneles de arroz cocido y unas docenas de platos vegetarianos. Cuando llegasteis, nos disponíamos a invitar a unos cuantos vecinos a que compartieran todo eso con los monjes, pero estos huyeron, presa del pánico, y no nos atrevimos a pedir a nadie que viniera, por temor a que ocurriera lo mismo. Os hemos servido, pues, todo lo que teníamos preparado. Si aún tenéis hambre, podemos ordenar que saquen algo más.
- Sí, sí. ¡Hacedlo! - se apresuró a decir Ba-Chie.
En cuanto hubieron terminado de comer, retiraron todas las mesas y las sillas. Tripitaka se levantó entonces de su asiento, se inclinó ante los dos ancianos en señal de gratitud, y les preguntó:
- ¿Podéis decirnos cómo os llamáis?
- Yo me apellido Chen - contestó uno de ellos.
- Poseemos los mismos antepasados - dijo Tripitaka, juntando las manos a la altura del pecho.
- ¿Así que vos también os apellidáis Chen? - exclamó el anciano.
- Exactamente - respondió Tripitaka -. Ése es el apellido que llevaba cuando pertenecía al siglo. ¿Puedo preguntaros qué clase de servicio religioso acabáis de celebrar?
- ¿Por qué preguntáis eso? - le echó en cara Ba-Chie -. ¿Es que sois incapaz de colegirlo vos mismo? Por fuerza ha tenido que ser algún oficio por una buena cosecha, o por la paz, o por la pronta y feliz conclusión de un edificio cualquiera. ¿Qué otra cosa puede impetrar un hombre del cielo?
- Me temo que no habéis acertado - dijo el anciano.
- ¿De verdad no ha sido por nada de eso? - inquirió Tripitaka.
- No, no - contestó el anciano -. Se ha tratado, simplemente, de un oficio previo de difuntos.
- ¡Cuidado que sois ingenuo, abuelo! - exclamó Ba-Chie, riendo con tanta fuerza que apenas podía estarse quieto en el sitio -. ¿Acaso desconocéis que somos auténticos maestros en el arte de las mentiras a medias y los embustes descarados? ¿Cómo creéis que ibais a engañarnos con ese nombre que habéis usado? Somos monjes y conocemos a la perfección toda clase de oficios religiosos. Eso nos faculta para afirmar con una seguridad plena y absoluta que existen servicios previos a la presentación de una ofrenda votiva, pero no a una defunción. Eso sin contar con que últimamente no ha muerto nadie en vuestra casa. ¿Cómo podéis haber celebrado un oficio de difuntos?
- ¡Vaya! - se dijo el Peregrino, satisfecho -. Se ve que este Idiota va aprendiendo a sacar
conclusiones a pasos agigantados. Se volvió después hacia el anciano y le dijo:
- Debéis de estar confundido, abuelo. ¿Queréis explicarnos qué es eso de un oficio previo de difuntos?
En vez de responder directamente, los dos ancianos se inclinaron con respeto y preguntaron, a su vez:
- ¿Por qué os desviasteis del camino principal, para llegar hasta nuestra casa?
- Porque nos topamos con un gran curso de agua que nos impidió seguir adelante - contestó el Peregrino -. Cuando estábamos cavilando sobre cómo cruzarlo oímos sonidos de tambores y de címbalos, y, dejándonos guiar por ellos, llegamos hasta vuestra puerta.
- ¿Visteis algo, al acercaros al agua? - insistió el anciano.
- Sí - reconoció el Peregrino -, un monumento de piedra, en el que se decía, grabado en letras muy grandes: «El - Río - que - llega - hasta - el - cielo»; y en otras un poco más pequeñas: «Posee una anchura de más de ochocientos kilómetros, que muy pocos han logrado cruzar». Eso es todo.
- Si os hubierais alejado del monumento un kilómetro, más o menos - aclaró el anciano -, os habríais topado con el Templo del Gran Rey del Poder Milagroso. No lo visteis, ¿verdad?
- No - contestó el Peregrino -. ¿Podéis explicarnos qué es eso del Poder Milagroso?
- ¡Oh, respetables monjes! - exclamaron a la vez los dos ancianos con el rostro cubierto de lágrimas -. Ese Gran Rey del que os hemos hablado disponía del suficiente poder para forzar a toda la región a construir ese santuario, y era lo bastante milagroso para hacer llegar sus bendiciones a todo tipo de gentes, tanto a las que habitan por aquí como a las que moran más lejos. De hecho, a todos nos hacía llegar la lluvia mes tras mes, y las bendiciones celestes año tras año.
- Todo eso está muy bien - admitió el Peregrino -. Pero ¿por que parecéis tan abatidos, cuando habláis de ello?
- A pesar de todos los favores que nos hace - contestaron los ancianos, suspirando y golpeándose el pecho -, es también demasiado cruel con nosotros. Incluso cuando está de buenas, mata a la gente. Le encanta, de hecho, devorar jovencitos y jovencitas. Se ve que no es un dios alcanzado por la iluminación, y que posee una mente un tanto extraña.
- ¿Así que decís que le gusta devorar jovencitos y jovencitas? - repitió el Peregrino.
- Exactamente - asintieron los ancianos.
- Me figuro que ahora le toca a vuestra familia hacerle esa ofrenda tan monstruosa, ¿no
es así? - preguntó el Peregrino. Habéis acertado de lleno - contestaron los ancianos -. Alrededor de cien familias vivimos en este pueblo, perteneciente al condado de Yüan - Hwei del Reino de la Carreta Lenta, y que es conocido como Pueblo de los Chen. Cada año el Gran Rey nos exige el sacrificio de un joven y una joven que no hayan contraído matrimonio, junto con una gran cantidad de ganado y ovejas. Cuando se ha hartado a su gusto, podemos estar seguros de que tendremos la lluvia a su debido tiempo. Pero, si nos negamos a presentarle el sacrificio que acabamos de deciros, vuelve sobre nosotros todo su furor, cubriéndonos de desgracias y calamidades.
- ¿Cuántos hijos tenéis? - volvió a preguntar el Peregrino.
- ¡Vaya, hombre! - exclamó el más anciano de los dos, golpeándose el pecho -. Hablar de hijos nos hace enrojecer de vergüenza. Mi hermano, aquí presente, se llama Chen - Ching, y yo, Chen - Cheng. Aunque él tiene cincuenta y ocho años y yo sesenta y tres, la suerte no nos ha favorecido en el campo de los hijos. Como no tenía ninguno, al cumplir los cincuenta tanto mis parientes como mis amigos me urgieron que tomara en mi casa una concubina. Yo no era muy partidario de eso, pero, al final, terminé cediendo y tuve una niña, a la que puse el nombre de Carga de Oro. No hace mucho acaba de cumplir los ocho años.
- ¡Vaya nombre más caro! - exclamó Ba-Chie -. ¿Por qué se lo pusisteis?
- Dado que durante muchísimos años no tuve ningún hijo - explicó el anciano -, me dediqué a la reparación de puentes y caminos, a la construcción de pagodas y templos, y al cuidado de los monjes. De todo ello llevé una cuenta detallada, comprobando, en el momento de nacer mi hija, que había gastado exactamente treinta kilos de oro. Ahora, treinta kilos constituyen, en realidad, una carga, de ahí que le pusiera ese nombre.
- ¿Vuestro hermano no tiene ningún hijo? - preguntó, una vez más, el Peregrino.
- Sí, tiene uno, que le dio también una concubina - respondió el anciano -. Se llama Chen Kwan - Bao y acaba de cumplir los siete años.
- ¿Por qué le pusisteis ese nombre? - inquirió el Peregrino
- Nuestra familia - explicó el anciano - siempre ha reverenciado al gran protector Kwan y, como estamos convencidos de que es niño lo obtuvimos por su mediación, quisimos que llevara su mismo nombre. Es triste comprobar que, aunque entre mi hermano y yo sumamos más de ciento veinte años, sólo tenemos dos niños para perpetuar el nombre de nuestra familia. Lo malo es que este año nos ha tocado a nosotros hacer el sacrificio al Gran Rey. Por supuesto, no nos atrevemos a negarnos, pero, al mismo tiempo, nos duele sobremanera renunciar a esos niños, que tanto trabajo nos ha costado conseguir. A ellos precisamente iba dedicado el oficio que hemos celebrado hoy y que, por obvias razones, hemos dado en llamar servicio previo de difuntos.
Tripitaka no pudo evitar que las lágrimas fluyeran, abundantes por sus mejillas, al tiempo que decía:
- Vuestra situación es como la que describe el proverbio que afirma: «En vez de las ciruelas maduras, son las verdes las que se caen del árbol. ¡Cuan oneroso es el peso que el Cielo coloca sobre los hombros de un hombre sin hijos!».
- Permitidme hacerle unas cuantas preguntas más - dijo el Peregrino, sonriendo -. ¿Qué tal son las propiedades que tenéis, abuelo?
- Bastante grandes - contestaron los dos ancianos al tiempo -. Poseemos más de setecientos cincuenta acres de tierra de regadío y más de mil de secano. Eso sin contar los terrenos dedicados a pastos, que superan los noventa, trescientos carabaos, alrededor de treinta caballos y mulas, e incontables ovejas, cerdos, patos y gansos. En nuestros almacenes guardamos más grano del que podemos comer y más tela de la que podemos vestir. Como veis, nuestras propiedades, sin se excesivas, son considerables, lo mismo que nuestra riqueza.
- ¡No comprendo cómo, teniendo tanto, podéis ser tan tacaños! - exclamó el Peregrino.
- ¿Qué os hace pensar eso? - le increpó uno de los ancianos.
- ¿Cómo permitís, con tantas riquezas, que sean sacrificados vuestros hijos? - insistió el Peregrino -. ¿Por qué no os desprendéis de cien libras de plata y adquirís un muchacho y una muchacha, que ocupen el lugar de los niños? Por menos de doscientas libras de plata, incluidos todos los gastos, podéis asegurar tranquilamente el futuro de vuestra familia.
- Desconocéis una cosa - replicaron los ancianos, arreciando en su llanto -: ese Gran Rey está al tanto de todo cuanto ocurre. Por otra parte, es normal, teniendo en cuenta que viene con frecuencia a visitarnos.
- Eso es, francamente, interesante - comentó el Peregrino -. ¿Podéis decirme cómo es?
- Nunca le hemos visto la cara - contestaron los dos ancianos -. Sabemos que está entre nosotros, porque siempre le precede una brisa aromática. Ésa es la señal que nos brinda, para quemar a toda prisa enormes cantidades de incienso e inclinarnos de cara al viento. Es tan sagaz que conoce a todas las familias de este lugar, recordando, incluso, el día y la hora de nuestros nacimientos. ¿Cómo vamos a engañarle, si sabe sobre nosotros más que nosotros mismos? ¡Ojalá pudiéramos desprendernos de doscientas o trescientas libras y vernos, así, libres de su perspicacia! ¿Comprendéis ahora por qué nos es imposible adquirir, al precio que sea, sustitutos para nuestros hijos?
- Vuestra situación es, ciertamente, complicada - comentó el Peregrino -. ¿Podrías sacar a vuestro hijo? Me gustaría conocerle.
Chen - Ching se retiró al interior de la casa y regresó al poco rato, acompañado de Kwan - Bao. Era un niño normal, absolutamente ignorante de la terrible desgracia que estaba a punto de abatirse sobre su cabeza. Traía las mangas llenas de caramelos y frutas escarchadas, masticaba sin cesar con manifiesta delectación. Al verle, el Peregrino le llevó al punto más luminoso que había en el salón, le miró con detenimiento y, tras recitar un conjuro y sacudir ligeramente el cuerpo, se convirtió en su copia exacta. El anciano estaba tan desconcertado que cayó al suelo de hinojos, exigiendo al monje Tang a grandes voces:
- ¡Decidme cuál de estos dos es mi hijo! ¡Es increíble! ¿Cómo ha podido ese discípulo vuestro transformarse en mi hijo, si estaba hablando tranquilamente con nosotros? Si hablo a uno, los dos me responden lo mismo. ¡Somos indignos de contemplar tales portentos! Ordenad a vuestro discípulo que vuelva a manifestarse tal cual es. ¡Os lo pide un padre desconcertado y a punto de perder el juicio!
El Peregrino satisfizo al punto los deseos del anciano, pasándose simplemente la mano por la cara. Eso hizo que el viejo exclamara, maravillado:
-¡Sois realmente asombroso!
- ¿Me parecía a vuestro hijo? - preguntó el Peregrino, sonriendo.
- Erais clavado a él - respondió el anciano -. Poseíais sus mismos rasgos, su misma voz, sus mismas ropas y hasta su misma altura.
- Así es - confirmó el Peregrino -. Pero vuestras observaciones se han mantenido en el campo de la mera superficialidad. Sacad un peso y veréis que no nos diferenciamos en un solo gramo.
- ¡Extraordinario! - volvió a exclamar el anciano, comprobando que era verdad -. ¡Vuestro peso es idéntico!
- ¿Creéis que podría servir para el sacrificio? - inquirió, una vez más, el Peregrino.
- Sin lugar a dudas - contestó el anciano -. Nadie se daría cuenta del cambio, eso seguro.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, cambiaré de buena gana mi vida por la de vuestro hijo. Eso os permitirá conservar vuestro apellido durante generaciones y generaciones. Estoy dispuesto a ser ofrecido a ese Gran Rey del que me habéis hablado.
- Si hacéis eso - dijo el anciano, golpeando repetidamente el suelo con la frente -, donaré al monje Tang más de mil libras de plata pura, para que pueda llegar sin ningún contratiempo al Paraíso Occidental.
- ¡Eh, eh, un momento! - replicó el Peregrino -. ¿Es que no pensáis agradecérmelo a mí?
- ¿Para qué? - contestó el anciano -. Si vais a ocupar el lugar de mi hijo, estaréis totalmente acabado.
- ¿Qué queréis decir con eso de acabado? - inquirió el Peregrino.
- Que el Gran Rey os devorará, como si fuerais un pollo - contestó el anciano.
- Sí se atreve a hacerlo, ya veréis lo que le ocurre - amenazo el Peregrino.
- ¿Queréis decir que no va a comeros, porque sois un poco duro? - preguntó el anciano, sin comprender.
- En fin, dejémoslo - aconsejó el Peregrino -. Si logra devorarme, moriré mucho antes de lo que tenía pensado. Pero no os preocupéis. He prometido ocupar el lugar de vuestro hijo y así pienso hacerlo.
Desconcertado, Chen - Ching no sólo arreció en sus saludos, sino que además prometió dar otras quinientas libras de plata extra a cada uno de los monjes, si la cosa salía como se esperaba. Chen - Cheng, por su parte, se retiró detrás del biombo y comenzó a llorar, desconsolado.
Comprendiendo el motivo de su pena, el Peregrino se llegó hasta él y, tirándole de la manga, dijo:
- Veo que no participáis de la alegría de vuestro hermano, de lo que deduzco que estáis
preocupadísimo por la suerte que va a correr vuestra hija. ¿No es así? Chen - Cheng asintió con la cabeza y cayendo de hinojos, respondió:
- No puedo renunciar a ella, maestro. Debería estaros agradecido por cuanto vais a hacer por mi sobrino, pero la verdad es que sólo tengo a esa niña y me moriré de pena, cuando la haya perdido. ¿Comprendéis ahora mi dolor? Renunciar a ella es renunciar a mí mismo.
- Id a toda prisa y preparad cinco toneles de arroz - le urgió el Peregrino -. Añadid unos cuantos platos vegetarianos y ofrecédselo todo a ese hermano mío del morro saliente. En cuanto haya dado buena cuenta de ello, pedidle que se transforme en vuestra hija. De esa forma, los dos niños continuarán viviendo y nosotros veremos ampliada nuestra fama, ¿qué os parece?
- Tú puedes hacer con tu vida lo que te dé la gana - replicó Ba-Chie, dirigiéndose al Peregrino -. Pero no tienes ningún derecho a arrastrarme a mí en tu loca aventura.
- ¡Vamos, vamos! - contestó el Peregrino -. El proverbio dice que «hasta los pollos sólo comen lo que valen». Desde que has puesto los pies en esta casa, no has hecho otra cosa que zampar. ¿Cómo puedes negarte ahora a echar una mano al que te ha alimentado sin reparar en gastos?
- Comprendo tu punto de vista - reconoció Ba-Chie -. Pero yo no soy ningún maestro en el arte de las transformaciones.
- ¿Qué quieres decir? - exclamó el Peregrino -. Yo sé bien que dominas treinta y seis metamorfosis.
- Wu-Kung tiene razón - dijo Tripitaka, terciando en la conversación -. No hay causa más justa que la que acaba de proponerte. Es cierto lo que afirma el proverbio, cuando dice: «Salvar una sola vida es más valioso que erigir una pagoda de más de siete pisos». En primer lugar, deberíamos agradecer a estos ancianos cuanto han hecho por nosotros, y, en segundo, es obligación nuestra acumular cuantos méritos nos sea posible. La noche es fría y no tenéis nada que hacer. Opino que lo que mejor podéis hacer es divertiros un rato.
- ¡¿Cómo podéis decir eso, maestro?! - protestó Ba-Chie -. No niego que puedo convertirme en una montaña, en una roca, en un árbol, en un elefante, en un carabao, y hasta en un tipo fornido. Pero me es imposible metamorfosearme en una niña.
- No le creáis - dijo el Peregrino a Chen - Cheng - y sacad a vuestra hija.
El anciano corrió al interior de la casa y al poco rato regresó con Carga de Oro, su esposa, sus concubinas y toda la familia. Antes de que los monjes pudieran decir algo, las mujeres se echaron a sus pies suplicándoles, entre gritos y sollozos, que salvaran la vida de la niña La muchacha lucía en la cabeza una diadema de perlas, esmeraldas y otras piedras preciosas, vestía una túnica de seda roja ribeteada de amarillo, y se protegía contra el frío con una capa de raso verde con el cuello blanco y negro. Su falda era de seda, con flores rojas estampadas, y sus pantalones había sido tejidos con hilos de oro. Calzaba unas zapatillas de esparto de color rosa y, como hiciera su primo, venía masticando caramelos y fruta.
- Aquí tienes a la niña - dijo el Peregrino, dirigiéndose a Ba-Chie -. Mírala bien y transfórmate inmediatamente en ella, para que podamos ser sacrificados.
- ¡No puedo hacerlo! - protestó Ba-Chie -. Es demasiado fina y delicada para mí.
- ¡Vamos, date prisa! - le urgió el Peregrino -. No querrás que te pegue una paliza, ¿verdad?
- No me pegues, por favor - le suplicó Ba-Chie, temblando de pies a cabeza -. Voy a probar a ver lo que pasa.
El Idiota recitó un conjuro y sacudió varias veces la cabeza, gritando sin cesar « ¡transfórmate!», pero, aunque consiguió reproducir el rostro de la muchacha, no logró repetir la delicadeza y la gracia de su cuerpo. Parecía imposible dominar su terrible barrigón.
- ¡Inténtalo otra vez! - le urgió el Peregrino, soltando la carcajada.
- No puedo hacerlo - se defendió Ba-Chie -. ¿Es que no lo ves? Pégame, si quieres. ¡Esto supera, simplemente, mis fuerzas!
- ¡No puedes ir por ahí con el rostro de una muchacha y el cuerpo de un monje! - exclamó el Peregrino -. ¡Todo el mundo se reiría de ti¡ ¿No lo comprendes? ¡Así no serías ni hombre ni mujer! Anda, adopta la postura de la estrella y veré qué puedo hacer por ti.
Sopló una bocanada de aire mágico sobre Ba-Chie y su cuerpo adquirió la delicada frescura del de una niña. Solventado ese problema, el Peregrino dijo a los dos ancianos:
- Llevaos adentro a vuestros hijos, para que no nos confundamos. Si no lo hacéis, este hermano mío es capaz de escabullirse hasta su habitación y hacerse pasar por quien no es. Para evitar problemas, os aconsejo que deis a los niños todos los caramelos y frutas que quieran y, sobre todo, procurad que no lloren. No quiero que ese Gran Rey sospeche nada. Sería funesto para nuestros planes y no podríamos divertirnos como deseamos.
El Gran Sabio ordenó después al Bonzo Sha que cuidara del monje Tang, mientras Ba-Chie y él usurpaban la personalidad de Chen Kwan - Bao y de Carga de Oro. Cuando todo estuvo a punto, el Peregrino preguntó:
- ¿Cómo habréis de ofrecernos a esa bestia? ¿Atados, cocidos o hechos picadillo?
- No bromees más a costa mía, por favor - le suplicó Ba-Chie -. Yo no podría resistir una prueba de ese tipo, tú lo sabes bien.
- No, no - contestó uno de los ancianos -. Os sentaréis en dos dejas de laca roja y los criados se encargarán de llevaros al templo Gran Rey.
- Excelente - comentó el Peregrino -. Traed esas bandejas de las que habláis. Cuanto antes nos sentemos en ellas, mejor.
Los ancianos así lo hicieron y el Peregrino y Ba-Chie se acomodaron en ellas lo mejor que pudieron - Cuatro criados jóvenes se encargaron después de sacarlas al patio, donde las colocaron sobre dos mesas, que habían sido preparadas al efecto.
- Otra como ésta - comentó el Peregrino a Ba-Chie, visiblemente complacido -, y nos veneran como a dioses.
- No me importaría viajar siempre así - replicó Ba-Chie -. Lo malo es que esto va a durar poco y, en cuanto nos lleven al templo, vamos a tener los minutos contados.
- No tengas miedo y haz lo que yo haga - le aconsejó el Peregrino -. O, si no, no. Es mejor que escapes, en cuanto veas que quiere comerme.
- Todo eso está muy bien - replicó Ba-Chie -. Pero ¿qué hago, si decide devorarme a mí primero? Es probable que le gusten más las niñas que los niños, ¿quién sabe?
- Hace algunos años - explicó uno de los ancianos - unos cuantos moradores de este pueblo se escondieron debajo de las mesas durante el sacrificio y vieron que primero devoraba al niño y después a la niña.
- ¡Menos mal! - exclamó Ba-Chie, aliviado.
Cuando más animados estaban, hablando de estas cosas, oyeron tras la puerta un gran alboroto de voces, entreveradas de batir de tambores y gongs. Todo el pueblo se había reunido ante la casa, portando las antorchas y lámparas y exigiendo con insistencia:
- ¡Sacad al muchacho y a la muchacha, de una vez! Mientras los ancianos se abandonaron al llanto, los cuatro criados cargaron con las mesas y salieron de la casa.
No sabemos si Ba-Chie y el Peregrino lograron salvar la vida o no Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO XLVIII
EL MONSTRUO, LEVANTANDO UN VIENTO GÉLIDO, HACE CAER UNA GRAN NEVADA. MOVIDO POR EL AFÁN DE ENTREVISTARSE CON BUDA, EL MONJE CAMINA SOBRE EL HIELO
Todo el pueblo se dirigió hacia el Templo del Poder Milagroso, llevando al Peregrino, a Ba-Chie y un gran número de ovejas y otros animales. El muchacho y la muchacha fueron colocados en lo alto de las ofrendas. El Peregrino movió ligeramente la cabeza y comprobó que no habían escatimado en gastos. El incienso, las flores y las velas se contaban por docenas. En el altar no había ninguna imagen, sino una simple lápida en la que habían escrito con letras de oro: «El dios y Gran Rey del Poder Milagroso».
Cuando sus supuestos adoradores hubieron colocado cada cosa en su sitio, se echaron rostro en tierra y, golpeando sin cesar el suelo con la frente, gritaron a una:
- A esta hora de este día de este mes de este año, el primero de los creyentes del pueblo de los Chen, Chen - Cheng, os ofrece, siguiendo la costumbre, un muchacho y una muchacha que responden, respectivamente, a los nombres de Chen Kwan - Bao y Carga de Oro. Junto a ellos nos cabe el honor de presentaros una gran cantidad de cerdos y ovejas para que disfrutéis a vuestras anchas de su carne. A cambio, os suplicamos que nos concedáis la lluvia a su tiempo y una cosecha abundante.
Concluida esa invocación, quemaron unos caballos de papel y una fortuna de dinero para los espíritus, y regresaron a sus casas. Al ver que todos se habían ido, Ba-Chie sugirió al Peregrino:
- También nosotros deberíamos marcharnos a casa.
- ¿Quieres decirme dónde está tu casa? - preguntó el Peregrino.
- Bueno - se disculpó Ba-Chie -. Quiero decir a casa del viejo Chen, a descansar un ratito.
- ¡No sabes más que decir tonterías! - le regañó el Peregrino -. Sólo un idiota puede comprometerse a hacer algo y no hacerlo.
- El idiota eres tú - se defendió Ba-Chie -. Se suponía que íbamos a divertirnos un poco con los Chen. No me irás a decir que estás dispuesto a dejarte sacrificar realmente por ellos, ¿verdad?
- Quien se compromete a ayudar a alguien, debe hacerlo hasta final - sentenció el Peregrino -. Debemos esperar a que aparezca el Gran Rey y trate de devorarnos. Si no lo hacemos, llenará de tribulaciones este pueblo, y eso no está nada bien, ¿no te parece?
No había terminado de decirlo, cuando oyeron en el exterior el bramido de un viento fortísimo.
- ¡Santo cielo! - exclamó Ba-Chie, asustado -. Un viento así sólo puede ser la prueba de que acaba de llegar quien estábamos esperando.
- Cállate y déjame hablar a mí - le urgió el Peregrino.
El monstruo no tardó en llegar a la puerta del templo. Lucía un yelmo y una coraza tan brillantes que parecían recién hechos. Traía ceñida la cintura con una faja de incalculable valor, adornada con un motivo de nubes rojas. Sus ojos, de un tamaño desmesurado, brillaban en la noche como si fueran estrellas, mientras que sus dientes recordaban una sierra bien afilada. Venía envuelto en una neblina cargada de misterio, que se hacía más densa en la parte de las piernas. Al andar, desplazaba un aire frío, que contrastaba con el aura que le rodeaba cuando se detenía. De alguna forma, su figura recordaba la del Capitán - encargado - de - levantar - la - cortina o la de esos dioses de gran tamaño que hay pintados a las puertas de los monasterios.
- ¿A qué familia le ha correspondido este año proveer de todo lo necesario para el sacrificio? - preguntó, quedándose de pie en el vano de la puerta.
- Gracias por preguntarlo - contestó el Peregrino, sonriendo candorosamente -. Este año ese honor ha recaído sobre los señores Chen - Cheng y Chen - Ching.
- Este muchacho no sólo es valiente - se dijo el monstruo, vivamente sorprendido -, sino que también posee una educación esmerada. Los otros chicos eran incapaces de responder a una sola a preguntas. El miedo les atenazaba la garganta y se olvidaban de hablar. Cuando caían en mis manos, estaban ya prácticamente muertos. ¿Cómo es posible que éste se exprese de una forma tan inteligente?
El monstruo no se atrevió a acabar de inmediato con sus víctimas y volvió a preguntar:
- ¿Cómo os llamáis?
- Yo, Chen Kwan - Bao - contestó el Peregrino, sin dejar de sonreír -, y ésta, Carga de Oro.
- Como sabéis - explicó el monstruo -, este sacrificio se produce todos los años por estas fechas. Lamento que os haya tocado a vosotros, pero la verdad es que ahora mismo voy a devoraros.
- No os preocupéis - respondió el Peregrino -. No tenemos pensado oponeros la menor resistencia. Podéis comernos cuando deseéis.
Al oír eso, el monstruo no se atrevió a moverse del sitio. Sin apartarse del vano de la puerta, exclamó:
- No seas tan descarado, por favor. Otros años solía comerme primero al niño, pero creo que éste voy a empezar por la niña.
- ¡Hacedlo como todos los años, por favor, Gran Rey! - gritó Ba-Chie, aterrado -. ¿Para qué renunciar a una tradición como ésa?
El monstruo se negó a escucharle, alargando los brazos con el ánimo de agarrarle. Pero en ese mismo momento el Idiota saltó de la mesa y recobró la forma que le era habitual. Echó mano del tridente y descargó sobre los brazos de la bestia un golpe terrible. Ésta retrocedió a toda prisa, tratando de huir, pero Ba-Chie volvió a la carga, logrando desprenderle de algo, que cayó al suelo produciendo un sonido muy raro.
- ¡Creo que le he atravesado la coraza! - gritó Ba-Chie.
El Peregrino se desprendió del disfraz y corrió a ver de qué se trataba, comprobando que no eran más que dos escamas de pez del tamaño de un plato.
- ¡No le dejes escapar! - gritó, y los dos se elevaron casi al mismo tiempo por los aires.
El monstruo tenía pensado asistir a un banquete y no trajo ningún arma consigo. Se quedó, pues, de pie entre una franja de nubes y preguntó a sus perseguidores:
- ¿De dónde sois, para atreveros a venir a disputarme mis ofrendas y poner en solfa mi bien conseguida fama?
- Se que sois un monstruo ignorante - replicó el Peregrino -. Nosotros somos discípulos del monje Tripitaka, un sabio procedente del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras del Este, y hemos sido comisionados por el emperador en persona para ir a por escrituras al Paraíso Occidental. Anoche la familia Chen tuvo a bien hospedarnos en su casa, enterándonos de la existencia de un monstruo sin entrañas, que se hace pasar por un dios llamado Gran Rey del Poder Milagroso. Es tan sanguinario que exige cada año la entrega en sacrificio de un niño y una niña. Compadecidos del dolor de esa gente, decidimos salvar la vida a los muchachos de este año y pedirte cuentas de tan deplorable conducta. Si reconoces tu culpa y nos explicas los móviles que te han forzado a hacerte pasar por lo que no eres, quizás te perdonemos la vida. De lo contrario, perecerás como esos niños inocentes a los que has devorado sin la menor compasión. ¿Cuánto tiempo llevas dedicándote a esas prácticas tan inhumanas?
Por toda respuesta, el monstruo se dio media vuelta y huyó a toda prisa. Ba-Chie trató de alcanzarle con el tridente, pero falló el golpe, cosa nada extraña, teniendo en cuenta que se había convertido en un viento huracanado, que se perdió entre las aguas del Río - que - llega - hasta - el - cielo.
- No es necesario que le persigas - comentó el Peregrino -. Ese monstruo por fuerza tiene que ser una bestia de las aguas. Es mejor que esperemos a que amanezca para atraparle. Así podremos obligarle a que lleve al maestro a la otra orilla.
Ba-Chie aceptó al punto la idea. Volvieron al templo y, cargando con las ofrendas y el ganado, regresaron a la casa de los Chen. Los ancianos, el maestro y el Bonzo Sha estaban impacientes por su tardanza y, al verlos aparecer en el patio con todo lo del sacrificio, corrieron hacia ellos y les preguntaron:
-¿Qué tal os ha ido con esa bestia?
El Peregrino contó entonces cómo el monstruo había huido, perdiéndose entre las aguas del río, en cuanto se enteró de sus nombres. Los ancianos se mostraron encantados y ordenaron a los criados que prepararan las habitaciones, para que pudieran descansar el maestro y los discípulos.
El monstruo, mientras tanto, había regresado a su palacio de agua en el corazón mismo del río, donde tomó asiento y permaneció en actitud taciturna durante tanto tiempo que todos sus feudos temieron que hubiera perdido el juicio. Se armaron, finalmente, de valor y, acercándose a él, le dijeron:
- Siempre que volvéis de ese sacrificio, venís loco de contento. ¿Cómo es que este año parecéis tan preocupado?
- Otras veces - contestó el monstruo -, después de hartarme hasta la saciedad os traía las sobras, para que también vosotros disfrutarais de la fiesta. Pero este año las cosas no me han ido bien y a punto he estado de perder la vida.
- ¿Cómo puede ser eso, Gran Rey? - exclamaron ellos, escandalizados -. ¿Quién ha osado oponerse a vuestros deseos?
- Un discípulo de cierto monje del Gran Imperio de los Tang, en las Tierras del Este, que se encuentra de camino hacia el Paraíso Occidental para hacerse con las escrituras
sagradas. Ese desvergonzado se disfrazó de muchacho y se quedó aguardándome en el templo, acompañado de otro amigo suyo, que se hizo pasar por una joven. Cuando lo menos lo esperaba, recobraron su auténtica personalidad y a punto estuvieron de acabar conmigo. Hace cierto tiempo había oído comentar que ese tal Tripitaka Tang es, en realidad, un hombre de bien, que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante más de diez reencarnaciones seguidas. Eso quiere decir que quien pruebe un solo trocito de su carne será capaz de vivir una vida sin fin. Lo que no había anticipado es que tuviera unos discípulos tan fieros. Los muy cerdos no sólo han echado por los suelos mi reputación, sino que se han apoderado de todas mis ofrendas. Me había hecho la ilusión de atrapar a ese monje Tang, pero ahora no estoy tan seguro de que pueda lograrlo.
De entre todos los feudos del monstruo se adelantó una perca rayada, entrada en años, que se inclinó ante él y dijo:
- Si lo que deseáis es atrapar al monje Tang, no hay cosa más fácil de conseguir. Ahora, no sé si estaréis dispuesto a pagarme mis servicios con un poco de licor y de carne.
- Si logras echar mano a ese monje Tang - afirmó el monstruo -, sellaré contigo un pacto de hermandad, permitiéndote sentarte a mi mesa, para que tú también puedas disfrutar de su carne.
Tras agradecerle tanta deferencia, la perca añadió:
- Para nadie es un misterio que tenéis el poder de levantar vientos, producir lluvia y hacer que los mares y ríos se encrespen. ¿Puedo preguntaros si sois también capaz de crear nevadas?
-Por supuesto que sí - contestó el monstruo.
- ¿Y de cubrir de hielo todo el paisaje, haciendo que caiga de los cielos la escarcha? insistió la perca.
- Así es - asintió el monstruo.
- En ese caso - concluyó la perca, sacudiendo las manos de alegría -, podéis dar por cumplido vuestro deseo.
- No te comprendo - exclamó el monstruo, impaciente.
- Esta misma noche - explicó la perca, a eso de la tercera vigilia, deberéis dar buena muestra de esos poderes que decís poseer. Convocad a los vientos y haced que caiga una nevada tan copiosa que se hiele hasta el Río - que - llega - hasta - el - cielo. Los que gocemos de capacidad metamórfica tomaremos forma humana y nos dirigiremos hacia el Oeste, cargados de equipaje y tirando de pesadísimos carros. Nos colocaremos encima del río y haremos cuanto esté de nuestra parte para que ese monje nos vea bien. No me cabe la menor duda de que está tan impaciente por hacerse con las escrituras que, en cuanto se percate de nuestra presencia, tratará de adelantarnos, siguiendo la ruta que nosotros mismos habremos trazado. Vos no tenéis más que sentaros en el centro del río y esperar tranquilamente su llegada. Cuando oigáis el leve sonido de sus pies, no tenéis más que quebrar el hielo para haceros tanto con el maestro como con sus discípulos. Caerán en vuestras manos como fruta madura.
- ¡Fantástico! - exclamó el monstruo, visiblemente complacido -. ¡Es un plan extraordinario en verdad! - y, abandonando su mansión de agua, se elevó por los aires.
Allí comenzó a amontonar aire frío, que no tardó en congelarlo todo, produciendo una formidable nevada. Mientras esto sucedía, el monje Tang y sus tres discípulos dormían plácidamente en la casa de los Chen. Poco antes del amanecer, comenzaron a sentir un frío tan intenso que las mantas y sábanas parecían totalmente inservibles. Ba-Chie no dejaba de estornudar, incapaz de conciliar el sueño. Por fin, no pudo resistirlo más y, temblando de pies a cabeza, exclamó:
- ¡Hace un frío terrible! ¿No lo sentís vosotros también?
- ¡Cuidado que eres! - le regañó el Peregrino -. ¿Cuándo aprenderás que los que hemos
renunciado a la familia no podemos ceder al frío ni al calor? Es increíble que un monje como tú pueda prestar tanta atención a la temperatura.
- La verdad es que hace un frío insoportable - terció Tripitaka -. Las mantas son gordas, pero no producen el menor calor. Aunque tengo las manos metidas entre las mangas, la verdad es que apenas las siento. No me extrañaría nada que todos los capullos se hayan marchitado y todas las hojas hayan sido víctimas de la escarcha. Hasta las copas de los pinos se habrán cubierto de hielo. Con un frío así la tierra se cuartea como la piel de un anciano y el agua de los estanques se torna tan sólida como una roca. Los pescadores han abandonado, de seguro, sus botes y en los templos de la montaña no queda ni un solo monje. ¡Qué amarga suerte la del leñador, que no puede salir a cortar madera, con la que hacer después carbón vegetal! La temperatura es tan baja que a los soldados se les ha helado la barba y la sienten como si fuera de acero. Lo mismo le ha ocurrido al pincel con el que escribía el poeta sus ensueños. Los abrigos de cuero se muestran impotentes contra la escarcha y hasta las pieles parecen demasiado livianas. Los monjes ancianos se sienten entumecidos, tumbados en sus esterillas de paja. ¡Qué mala fortuna la de los viajeros que se aventuren a salir a los caminos en una noche como ésta! Nadie está libre hoy del azote del frío. Aunque las mantas sean pesadas y gordas, el cuerpo no para de temblar.
Era verdad. A partir de aquel momento ninguno de los cuatro volvió a conciliar el sueño. Por fin, abandonaron los lechos, se pusieron cuantos harapos tenían a mano y abrieron la puerta. Todo estaba completamente blanco y sumido en una formidable nevada.
- No me extraña que os quejarais del frío - comentó el Peregrino, al verlo -. La nevada aún no ha parado.
Todos se quedaron mirándola, embobados. Era, en verdad, espléndida. En el cielo se agolpaban sin cesar oscuros nubarrones, que en seguida dispersaba un insoportable viento gélido. A ras de suelo todo aparecía sumido en una neblina gris, que apenas lograba traspasar el albor de la nieve, ubicua por doquier. La nieve era como una flor empeñada en florecer seis veces y cuyos pétalos fueran de jaspe blanco. A veces se tenía la impresión de que no era más que un bosque de tres mil árboles de jade albo. ¿Quién podía decirlo con seguridad? Tan pronto recordaba la flor de harina como a la sal. Una cosa era clara: el agua que aquella noche se tornó nieve era superior a la que corre por los cauces del Chu o el Wu, o a la que hace florecer cada año los incontables ciruelos del sudeste. A ratos la nevada recordaba millones de escamas de dragones de jade, que flotaran en el aire después de haber sido arrancadas a sus dueños en un duro y vergonzoso combate. ¡Cuántas memorias traía a la mente! ¿Cómo no acordarse de los zapatos de Dung - Kwo 1, del descanso de Yüan - An 2 y de la forma de estudiar de Sun
-Kang 3? De un momento a otro esperaba verse aparecer un barco de Tse - Yü 4, la túnica de Wang - Kung 5, o la manta de la que se alimentó Sz - Wu 6. Sin embargo, no existían tales portentos en aquel paisaje, sino sólo una aldea de casas humildes construidas con ladrillos que parecían ser de plata. ¡Espléndida nevada la que revestía de tal dignidad lo cotidiano y hacía que todo pareciera esculpido en bloques de jade! Los capiteles de hielo colgaban de los ojos de los puentes, como si fueran ramas de sauce, y de los aleros de las casas, como si se trataran de peras transparentes puestas a secar al sol. A veces arreciaba el huracán de los copos y los bloques de hielo daban la impresión de ser abrigos de algas que los pescadores habían colgado de los puentes, o raíces suspendidas de los tejados que después iban a usar las mujeres en sus hogares. Nadie se aventuraba a transitar por los caminos. ¿Qué importaba que los invitados se hubieran quedado sin vino o los criados no tuvieran fruta que ofrecer a sus amos? La nieve recordaba a ratos el trémulo batir de alas de las mariposas, para ser, al momento siguiente, vuelo de gansos que se mecieran, confiados, en el seno del viento. A lomos de la brisa saltaba por encima de los riscos e iba a borrar de la faz de la tierra todos los caminos. Nada resistía la friura que albergaba tanta marchita belleza. Con increíble facilidad traspasaba las ventanas y horadaba los pesados cortinajes, que, supuestamente, habrían de detenerla. Pero, de por sí, la nevada era un augurio de prosperidad para todo un año, que descendía gratuitamente de lo alto.
Tanto el maestro como los discípulos se quedaron mirándola un largo rato, como si se tratara de hilos voladores de seda, o de trocitos de jade que se fundían poco a poco en una piedra de mayor tamaño. Cuando más embelesados estaban, admirando tanta belleza, vieron acercarse al mayor de los hermanos Chen, seguido de dos criados que trataban de abrir con escobas un camino entre la nieve. Un poco más atrás venían otros dos con un poco de agua caliente para que se lavaran, té hirviendo y tortitas de leche. Con inesperada rapidez avivaron el fuego e invitaron a los monjes a acercarse a la lumbre.
- ¿Puedo preguntaros - dijo entonces el maestro, dirigiéndose anciano - si en esta respetable región que habitáis se dan las cuatro estaciones de la primavera, el verano, el otoño y el invierno?
- Aunque reconozco que nuestra tierra esta un poco alejada de la que vos procedéis - contestó el anciano -, sólo se distingue de ella por sus costumbres. En lo demás son idénticas: no en balde los cereales y los ganados son los mismos, no existe ninguna diferencia con respecto a los beneficios que recibimos directamente del cielo, y nos vivifica el mismo calor del sol. ¿Cómo íbamos a tener unas estaciones diferentes?
- No me interpretéis mal - se disculpó Tripitaka -, pero, si lo que decís es verdad, ¿cómo es que ha caído una nevada tan copiosa en esta época del año y el frío es tan intenso?
- Aquí - explicó el anciano - tenemos escarchas y nieves durante todo el octavo mes. Ayer mismo, por cierto, traspusimos el Rocío Blanco, dando por terminado el mes séptimo. ¿Qué hay de extraño, pues, en que todavía nieve?
-Aunque no lo creáis - respondió Tripitaka -, en las Tierras del Este sólo nieva en el invierno.
Mientras hablaban, vinieron unos cuantos criados más y pusieron la mesa, para que pudieran probar una especie de sopa de arroz. Mientras comían, la nevada no sólo no amainó, sino que se hizo aún más intensa. Pronto adquirió una altura de más de medio metro. Al verlo, Tripitaka cedió a la desesperanza y se puso a llorar.
- No os preocupéis por esto, maestro - le aconsejó el anciano Chen -. En esta casa disponemos de comida para alimentarnos todos durante un tiempo considerable. Así que no deis tanta importancia a la nevada.
Se ve que no entendéis el motivo de mi pena - repuso Tripitaka -. El año que partí de mi patria con el encargo de hacerme con las escrituras, el mismo emperador en persona salió a despedirme a las puertas de la capital. Tomó una copa en su mano y, tras brindar por el éxito de la empresa, me preguntó: « ¿Cuándo piensas volver?». Como no estaba al tanto de la cantidad de montañas que tenía que trasponer y de los muchos peligros que debía arrostrar, le respondí con ingenuidad: «Dentro de tres años tendréis en vuestro poder las escrituras sagradas». Sin embargo, han transcurrido ya siete u ocho años y todavía no hemos podido contemplar el rostro de Buda. Temo haber superado, con mucho, el límite que yo mismo me tracé, pues esos malditos monstruos se empeñan, una y otra vez, en poner obstáculos a mi camino. Hoy, sin embargo, me ha cabido la enorme fortuna de poder hospedarme en vuestra casa. Mi intención era pediros una barca para cruzar el río, en pago a los servicios que ayer os prestaron mis dos discípulos. ¿Cómo iba a sospechar, siquiera, que estaba a punto de caer una nevada tan copiosa que iba a borrar todos los caminos? Dudo, por tanto, que pueda lograr mi objetivo y regresar después a la ciudad de la que partí.
- Tranquilizaos - le aconsejó el mayor de los Chen -. Mirándose bien, habéis recorrido ya la mayor parte del viaje. ¿Qué os puede importar demoraros unos días en mi casa? En cuanto claree y el hielo se derrita, me encargaré de que crucéis ese río, aunque para ello tenga que emplear toda mi fortuna.
En ese momento apareció un criado y les invitó a desayunar. La conversación se hizo entonces más animada y, sin apenas darse cuenta de ello, llegó la hora de comer. Los platos que les sirvieron eran tan fuera de lo común que Tripitaka no pudo por menos que comentar:
- Deberíais tratarnos como un miembro más de vuestra familia, no como a príncipes.
- Os debemos tanto por haber salvado la vida de nuestros hijos - replicó el mayor de los Chen - que, aunque todos los días os ofreciéramos un banquete, jamás podríamos solventar nuestra deuda.
La nieve dejó, por fin, de caer y la gente pudo dedicarse a sus tareas habituales. Al ver el mayor de los Chen lo triste que parecía estar Tripitaka, ordenó a sus sirvientes que quitaran toda la nieve del jardín. No contento con eso, mandó buscar un enorme brasero, que colocó al aire libre, para que nadie tuviera frío.
- Este tipo anda mal de la cabeza - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿A quién se le ocurre salir a gozar de la belleza de un jardín después de una nevada? Eso se hace en el segundo o tercer mes, cuando la primavera está en toda su pujanza. Ahora hace demasiado frío y no hay absolutamente nada que admirar.
- ¡Qué tonto eres! - le regañó el Peregrino -. Los parajes cubiertos de nieve poseen una calma realmente sosegadora. Eso ayudar a nuestro maestro a encontrar la serenidad que parece haber perdido.
- Exactamente - confirmó el anciano e, inclinando levemente la cabeza, condujo a sus huéspedes al corazón del jardín.
El otoño parecía estar tocando a su fin en aquel paisaje cubierto de nieve. Se presentía, incluso, la llegada del año nuevo. Pinos centenarios aparecían cubiertos de capullos de jade, y los sauces, de extraños hilos de plata. Pero no sólo en ellos era perceptible la presencia del hielo. Se apreciaba hasta en los musgos congelados que cubrían los escalones que conducían al jardín. Los bambúes daban la impresión de poseer raíces de jaspe. Los chupiteles que se habían formado en el lago y las montañas artificiales recordaban imposibles brotes de jade. En los estanques de los peces el agua se había transformado en bandejas de hielo. En sus orillas los hibiscos habían perdido el color y la delicadeza de todas sus ramitas. El frío había agostado las begonias y había hecho que los ciruelos de invierno produjeran nuevos brotes. Era tal la nieve acumulada sobre las peonías, los granados y las casias que parecía como si se hubiera posado sobre ellos una bandada de ánsares. Todo daba la impresión de estar cubierto de mariposas de alas blancas. Los crisantemos, que crecían a ambos lados de la cerca, eran como trozos de jade blanco ribeteados en oro. Los arces, por el contrario, lucían su atractivo color rojo enmarcado en una delicada línea blanca. Era imposible recorrer todo el jardín, pues estaba cubierto de hielo y sus senderos resultaban impracticables. Los visitantes se refugiaron, pues, en una caverna, en cuyo centro colocaron los criados el brasero adornado con patas de elefante y rostros de bestias. En su interior el carbón vegetal lanzaba sus calurosos destellos rojizos, tiñendo de vida los sillones lacados que había a su alrededor. Sobre ellos descansaban pieles de tigre, suaves al tacto y cálidas en extremo. De las paredes colgaban viejas pinturas realizadas por renombrados artistas. Sus temas eran todos muy parecidos: los siete inmortales atravesando un desfiladero 7, un pescador solitario apostado a orillas de un río cubierto de hielo, montañas altísimas coronadas por la nieve, paisajes en los que la soledad era absoluta... Otro grupo de pinturas representaba a Sz - Wu comiéndose la manta, o saliendo al encuentro del mensajero, tras romper su rama de ciruelo. Adondequiera que se dirigiera la vista se repetían los motivos de la nieve y el hielo. Tal preferencia resultaba totalmente comprensible, teniendo en cuenta que la nieve borraba a menudo los caminos y aislaba a sus habitantes del resto del mundo. Pese a todo, aquél era un lugar ideal para morar. ¿Qué necesidad tenían sus habitantes de soñar con ir a vivir a Peng - Hu 8?
Los Peregrinos estuvieron disfrutando un buen rato de la belleza del paisaje, tomaron asiento a continuación en la caverna y empezaron a hablar con sus anfitriones de las dificultades que entrañaba una empresa como la de ir en busca de las escrituras. Los criados sirvieron un té muy aromático y el mayor de los Chen aprovechó la ocasión para preguntar a sus invitados:
- ¿Queréis tomar un poco de vino?
- Perdonad, pero yo no bebo - se disculpó Tripitaka - Mis discípulos, sin embargo, pueden tomar unas copitas de vino vegetariano, si así lo desean.
- En ese caso - concluyó el anciano Chen, dirigiéndose a los criados -, calentad el vino y traed unas cuantas frutas y verduras. No está bien que nuestros invitados se mueran de frío.
Los sirvientes no tardaron en aparecer con pequeños hornillos para calentar el vino y volvieron a poner la mesa. Los Peregrinos y sus anfitriones tomaron unas cuantas copas y, de nuevo, fueron retirados todos los servicios. Para entonces había empezado a anochecer y decidieron regresar a la casa a cenar. No se habían sentado a la mesa cuando oyeron comentar a alguien en la calle:
- ¡Menudo tiempecito! ¡Hace tanto frío que incluso se ha helado el Río - que - llega - hasta - el - cielo!
- ¿Qué podemos hacer, si el río está totalmente congelado? - preguntó Tripitaka a Wu-Kung, visiblemente alterado.
- Este frío ha sido demasiado repentino para congelar, así como así, todo el río
comentó el mayor de los Chen -. Lo más seguro es que sólo se hayan helado las orillas. Pero en ese mismo momento volvió a decir la voz de la calle:
- Toda la superficie del río está cubierta de hielo. Los ochocientos kilómetros que separan una orilla de otra parecen, en realidad, un espejo. Su firmeza es, de hecho, tan extraordinaria que la gente puede andar sin ningún problema sobre ella.
Al oír que se podía caminar por encima del agua, Tripitaka quiso ir inmediatamente a verlo, pero le disuadió el anciano, diciendo:
- No seáis tan impaciente, por favor. ¿No os dais cuenta de que es ya muy tarde? Saldremos mañana a echar un vistazo.
Concluida la cena, los Peregrinos se despidieron de sus anfitriones y se retiraron a descansar a los mismos aposentos que habían ocupado la noche anterior. Al levantarse, Ba-Chie comentó a Wu-Kung:
- No sé si lo habrás notado, pero hoy hace todavía más frío que ayer: no me extrañaría que el río se haya solidificado del todo.
Tripitaka se volvió hacia la puerta, cayó de hinojos e, inclinándose respetuosamente ante el Cielo, dijo:
- Guardianes de la Fe, este humilde discípulo vuestro se ha propuesto llegar al Oeste y entrevistarse con Buda. Por eso, no he dudado en trasponer mil montañas, ni en vadear mil ríos, sin quejarme para nada de las dificultades que he ido encontrando. Os agradezco que hayáis que acudido en mi auxilio congelando el río y haciéndolo transitable. Jamás olvidaré tan grande e inmerecido favor. Prometo que, cuando lo haya conseguido las escrituras y me halle de nuevo ante el Emperador de los Tang, le pediré
que os recompense por cuanto hoy habéis hecho por mí.
Concluida la oración, ordenó a Wu-Ching que ensillara el caballo para cruzar el río, antes de que comenzara el deshielo.
- No seáis tan impaciente - volvió a aconsejarle el mayor de los Chen -. Es más seguro que esperéis unos días más. Para entonces se habrá derretido la nieve y podréis cruzar el río en mi barca.
- Creo que debemos marcharnos - opinó el Bonzo Sha -. Nadie nos asegura que vayamos a encontramos con otra oportunidad como ésta. De todas formas, es aconsejable que, mientras yo ensillo el caballo, el maestro vaya a ver lo que ocurre y decida por sí mismo.
- Tenéis razón - contestó el mayor de los Chen. Se volvió hacia sus criados y les ordenó -: Ensillad inmediatamente seis caballos. El monje Tang puede esperar un poco más.
Seguidos de los sirvientes, los ancianos y los Peregrinos se llegaron hasta las orillas del río a echar un vistazo. La nieve había formado allí auténticas montañas, que resplandecían bajo los tímidos rayos de un sol que pugnaba por abrirse camino entre las nubes. Todo aparecía congelado y uniforme: el hielo había allanado, de hecho, todas las diferencias. Los lagos y ríos poseían la misma estructura plana y especular. El viento continuaba siendo frío y cortante, y el suelo estaba recubierto de una dureza resbaladiza. En los estanques, los peces se abrazaban a la densa vegetación, mientras las aves salvajes se apretujaban, buscando calor, en las ramas muertas de los árboles. Los viajeros llegados de lejos habían perdido todos sus dedos, por la congelación y los barqueros habían visto, impotentes, cómo se les iban cayendo uno a uno, los dientes, de tanto castañetearlos por el frío. Las bajas temperaturas habían partido las serpientes en dos y destrozado los pies de las aves. Adondequiera que se dirigiera la vista podían verse auténticas montañas de nieve y hielo. En el fondo de los barrancos se veían trozos tan enormes de hielo que muy bien podían pasar por minas de plata recién descubiertas. Todo el río era como una enorme plancha de jade blanco. Si el Este es famoso por su seda, el Norte debería serlo por sus huras de rata. Aquel sitio podía muy bien pasar por el lugar en el que se tumbó Wang - Hsiang 9 y Kwanq - Wu 10 realizó la proeza de su famosa travesía. En una sola noche se había solidificado todo el río. Del fondo a la superficie todo era un enorme bloque de hielo, sin fisuras ni grietas. Más que un curso de agua, parecía un camino firmemente asentado sobre la tierra, aunque un poco más suave y más brillante.
Tripitaka y sus acompañantes detuvieron las cabalgaduras, al llegar al río, y otearon, ansiosos, la distancia. No tardaron en descubrir que, en efecto, varias personas caminaban a pie enjuto sobre el hielo.
- ¿Sabéis quién es esa gente? - preguntó Tripitaka al anciano Chen.
- Mercaderes, probablemente - contestó éste -. En la otra parte del río se encuentra el Reino Occidental de las Mujeres. Lo que aquí cuesta poco más de un centenar de monedas adquiere en el otro lado un valor mil veces mayor. Lo mismo les ocurre a sus productos. A la vista de unos beneficios tan pingües, es comprensible que no pocos se aventuren a cubrir la distancia que separa ambos reinos, sin pensar para nada en el peligro que puedan correr sus vidas. A veces seis o siete personas embarcan en un bote y se lanzan a las aguas, con la esperanza de llegar al otro lado. Hoy, al ver que el río se ha congelada, parecen haberse animado a cruzarlo a pie.
- En los asuntos mundanos - sentenció Tripitaka - la fama y el beneficio son considerados lo más importante. ¿Qué hay de extraño en que los hombres arriesguen por ellos sus vidas? Nosotros estamos tratando de cumplir un encargo imperial, cosa que, sin duda alguna, nos dará justa fama, y ¿vamos a ser diferentes de esos hombres que tenemos delante de las narices?
Se volvió, decidido, hacia Wu-Kung y le ordenó:
- Regresa inmediatamente al hogar de los Chen y dispón de todo lo necesario para proseguir el viaje. No te olvides de ensillar el caballo. El hielo nos brinda la oportunidad de seguir adelante con nuestros planes y no vamos a desaprovecharla.
El Peregrino sonrió y se dispuso a obedecer, de inmediato, sus órdenes. Sólo el Bonzo Sha se atrevió a sugerir algo en contra, diciendo:
- El proverbio afirma: «Al cabo de mil días, nadie puede comer más que unos pocos kilos de arroz». ¿Por qué no nos quedamos unos cuantos días más en casa del señor Chen y esperamos a que el tiempo sea mejor antes de que nos decidamos a cruzar el río en barca? Nunca es aconsejable actuar con precipitación, si queremos huir de los errores.
- ¿Cómo puedes ser tan poco reflexivo? - le regañó Tripitaka -. Si estuviéramos en el segundo mes del año, podríamos estar seguros de que iba a cambiar el tiempo, y de que, tarde o temprano, la nieve terminaría derritiéndose. Pero la verdad es que nos hallamos en el mes octavo y el frío no tardará en ir en aumento. ¿Cómo va a producirse, de pronto, un deshielo? Si nos quedamos aquí, lo más seguro es que nos tengamos que esperar medio año por lo menos.
- Dejad de discutir a lo tonto - sugirió Ba-Chie, saltando del caballo -. Si me lo permitís, voy a probar el grosor de este hielo.
- Recuerdo que ayer tiraste una piedra, para ver la profundidad del agua - comentó el Peregrino -. ¿Cómo vas a hacer para comprobar el grosor de una cosa tan sólida y pesada como el hielo?
- Olvidas que puedo propinarle un buen golpe con mi tridente - replicó Ba-Chie -. Si se rompe, quedará claro que no podrá con nuestro peso. Sin embargo, si resiste, no existirá ninguna razón para que renunciemos a caminar sobre él.
- Me parece una proposición razonable - concluyó Tripitaka.
El Idiota se arremangó la túnica y, en grandes zancadas, se llegó hasta la orilla del río. Levantó los brazos cuanto pudo y los dejó caer con todas sus fuerzas, descargando un golpe tremendo sobre el hielo. Se escuchó un ruido muy raro, pero el agua permaneció tan sólida como antes. Como testimonio del golpe, sólo quedaron nueve pequeñas marcas sobre el hielo y un inesperado entumecimiento en las manos de Ba-Chie, que anunció, riendo:
- ¡Podemos caminar sobre él sin ningún peligro! ¡Hasta el fondo está helado!
Nada pudo complacer más a Tripitaka que ese anuncio. Regresó a toda prisa a la mansión de los Chen y todo cuanto podía decir era que tenía que partir de inmediato. De nada valieron las súplicas de los dos ancianos, para que siguieran honrándolos con el placer de su compañía. Cuanto dijeron cayó en oídos sordos. Comprendiendo que su decisión no admitía vuelta atrás, los dos hermanos ordenaron a los criados que prepararan algo de comida y se la dieran a los Peregrinos. Toda la familia salió a despedirse de ellos, echándose rostro en tierra. Sólo los ancianos permanecieron en pie con dos bandejas llenas de plata y de oro. También ellos terminaron arrodillándose, al ofrecérselas a los Peregrinos, diciendo:
- Siempre estaremos en deuda con vos por haber salvado a nuestros hijos. Os rogamos
que admitáis este humilde ejemplo de nuestra gratitud como ayuda para el viaje. Sin dejar de sacudir la cabeza y las manos, Tripitaka rechazó el regalo, diciendo:
- Los que hemos renunciado a la familia no precisamos de dinero Aunque me decidiera a aceptarlo, no podría usarlo en ningún momento, porque vivimos únicamente de la limosna. Para nosotros es más que suficiente la comida que acabáis de entregarnos. Los ancianos siguieron porfiando y el Peregrino no tuvo más remedio que coger una pieza, que apenas si pesaba cuatro o cinco dracmas, y entregársela al monje Tang, diciendo:
- Aceptad esto, al menos, para que no piensen que despreciamos su gratitud.
Sin más incidentes dignos de reseñar, se llegaron hasta el río. Pero, en cuanto puso los cascos en el hielo, el caballo empezó a resbalar de tal manera que por poco no tira a Tripitaka.
- ¿Lo veis? - gritó el Bonzo Sha -. No podemos partir.
- Esperad un momento - sugirió Ba-Chie -. Voy a ver sí el señor Chen me deja un poco de paja.
- ¿Para qué la quieres? - preguntó el Peregrino.
- Se ve que no tienes ni idea de esto - replicó Ba-Chie -. Con la paja ataremos los cascos al caballo y así podrá andar por el hielo sin ninguna dificultad.
Al oír desde la orilla lo que acababa de decir Ba-Chie, el mayor de los Chen ordenó a sus criados que trajeran un poco de paja. El monje Tang hubo de regresar nuevamente a la orilla. Ba-Chie envolvió en paja los cuatro cascos del caballo, que, en efecto, se mantuvo en pie sobre el hielo, sin resbalar ni una sola vez. Tras despedirse, una vez más, de la familia Chen, iniciaron su andadura por el hielo. Apenas llevaban recorridos tres o cuatro kilómetros, cuando Ba-Chie entregó al monje Tang su tridente, diciendo:
- Poned esto transversalmente sobre la silla de montar.
- ¡No seas tan listo, anda! - le regañó el Peregrino -. Eso es tuyo, ¿no? Pues carga con ello. ¿A qué viene eso de pedirle al maestro que lo lleve él?
- Se nota que no tienes ninguna experiencia de andar por el hielo - se defendió Ba-Chie -. Hasta el más sólido está lleno de agujeros, que pueden hacerte caer de cabeza al agua, si tienes la mala fortuna de meter el pie en ellos. Si no llevas algo trasversal, te hundes rápidamente. Lo peor es que la parte de arriba se funde en seguida y no puedes salir de esa trampa, aunque hagas más esfuerzos que un héroe.
- Cualquiera que te oiga hablar - replicó el Peregrino - pensará que llevas años andando sobre el hielo.
Pero en seguida se hizo lo que Ba-Chie había ordenado. El maestro colocó transversalmente su tridente, mientras el Peregrino y el Bonzo Sha hacían otro tanto con el cayado y la barra de hierro. Ba-Chie no precisó de nada más, ya que iba cargado con la pértiga del equipaje. Todos se sintieron, de esta forma, más seguros.
La noche se les echó encima, pero no se atrevieron a detenerse ni para comer las viandas que les habían dado los Chen. Las estrellas y la luna parecieron llenar el hielo de luz propia. Resultaba, en verdad, fantasmagórico el fulgor que parecía emitir el cauce del río. Eso ayudó a mantener los ojos bien abiertos tanto al maestro como a los discípulos, no deteniéndose ni una sola vez en toda la noche. Al amanecer tomaron un desayuno en extremo frugal y prosiguieron su marcha hacia el Oeste. Al poco tiempo se escuchó un sonido muy extraño, que parecía proceder del corazón del hielo. El caballo sintió tal sobresalto que por poco no se cae.
- ¿Qué ha sido eso? - preguntó, asustado, Tripitaka a sus discípulos.
- Este río está tan congelado - explicó Ba-Chie - que su peso se ha centuplicado y, según parece, el lecho está teniendo ciertas dificultes para poder sostenerlo. Eso explica el extrañísimo ruido que acabamos de oír.
La explicación satisfizo al sorprendido y asustado Tripitaka, que espoleó el caballo y reanudó la marcha.
El monstruo, mientras tanto, se encontraba agazapado bajo el hielo a la espera de los Peregrinos. Pronto escuchó con toda claridad el ruido producido por los cascos de un caballo y, valiéndose de la magia, hizo una enorme fisura en la superficie helada. El Gran Sabio se las arregló para saltar por el aire, pero sus tres compañeros no tuvieron tan buena suerte y se hundieron en el agua. En cuanto se hubo apoderado de Tripitaka, el monstruo y los espíritus regresaron, albozados, a su mansión de agua.
- ¿Dónde te has metido, perca, hermana mía? - gritó el monstruo.
- No soy digna de que me llaméis así - contestó la perca, saliendo a su encuentro y saludándole con respeto.
- ¿Qué quieres decir? - replicó el monstruo -. «Ni siquiera una manada de caballos es capaz de destruir la palabra que ha salido de mi boca.» Prometí sellar un pacto de hermandad contigo, si salía bien el plan que tú misma pergeñaste para atrapar al monje Tang, y la empresa ha sido coronada por el éxito. ¿Cómo voy a volverme ahora atrás?
Se volvió a continuación a sus subalternos y les ordenó:
- Poned la mesa y traed los cuchillos más afilados que haya en este palacio. Es preciso abrir en canal a este monje, deshuesarle, quitarle la piel y arrancarle el corazón. Mientras lo hacéis, decid a los músicos que empiecen a tocar. Quiero compartir su carne con mi nueva hermana, para que ambos podamos alcanzar una edad tan avanzada como la del mismo cielo.
- Es mejor que no le comamos todavía - repuso la perca -. No me extrañaría que se presentaran aquí sus discípulos, cuando menos lo esperáramos, y nos estropearan la fiesta. Esperad un par de días y, si en ese tiempo no aparece nadie, llevad a cabo vuestro propósito. Ocupad entonces el puesto de honor, rodeaos de todos vuestros familiares y deudos y haced que vuestros esclavos canten y bailen para vos. En un ambiente así los manjares saben mucho mejor y vos podréis disfrutar a vuestras anchas de ese monje.
El monstruo aceptó inmediatamente tan sibarítica sugerencia. El monje Tang fue confinado, pues, en una enorme caja de piedra a más de tres metros de altura, que los criados escondieron en la parte posterior del palacio.
Ba-Chie y el Bonzo Sha, por su parte, se las arreglaron para recobrar el equipaje. Lo colocaron encima del caballo y, abriendo un sendero en las gélidas aguas, lograron llegar sin mayores dificultades a la superficie. Al verlos desde lo alto, el Peregrino les preguntó con cierto nerviosismo:
- ¿Y el maestro?
- Me te temo que ha cambiado de nombre - respondió Ba-Chie -. Ahora se apellida «Hundido» y se llama «Hasta - el - fondo». La verdad es que no sabemos dónde empezar a buscarle. Lleguémonos hasta la orilla y decidamos allí lo que ha de hacerse.
Como se recordará, Ba-Chie era la reencarnación del Mariscal de los Juncales Celestes. Su poder había sido tan grande que había logrado tener bajo sus órdenes a más de ochocientos mil marineros, estacionados, todos ellos, en las mismas orillas del Río Celeste. El Bonzo Sha procedía, así mismo, del Río de la Corriente de Arena, y el caballo era descendiente directo del Rey Dragón del Océano Occidental. Eso explicaba la facilidad con que se movían los tres por las aguas. El Gran Sabio no gozaba, por su parte, de esas prerrogativas y permaneció en el aire. En cuanto llegaron a la margen oriental, cepillaron el caballo con cuidado y se despojaron de sus ropas mojadas. Mientras se preocupaban de esos menesteres, el Peregrino bajó de las nubes y se dirigió hacia el pueblo de los Chen. Uno de los criados le vio y corrió a informar a sus amos, diciendo:
- Partieron cuatro monjes en busca de las escrituras, pero sólo regresan tres.
Los dos ancianos salieron a darles la bienvenida y vieron, atemorizados, que las ropas de sus antiguos huéspedes goteaban como si fueran nubes.
- Os suplicamos que os quedarais con nosotros y no quisisteis escucharnos - dijeron en tono recriminatorio -. ¿Qué os habría costado hacernos caso? Si lo hubierais hecho, no os encontraríais ahora en esta situación ¿Puede saberse dónde está Tripitaka?
- Ya no se llama Tripitaka - contestó Ba-Chie -, sino Hundido Hasta - el - fondo.
- ¡Qué pena! - exclamaron los ancianos, llorando desconsoladamente -. Le dijimos que
pondríamos más adelante un bote a su disposición y no quiso escucharnos. Su tozudez le ha costado la vida. ¡Qué lástima!
- Lamentarse por los muertos no conduce a ninguna parte - repuso el Peregrino -. Algo me dice que el maestro no sólo no ha fallecido, sino que todavía le queda mucho tiempo por vivir. Estoy convencido de que todo esto es obra del Gran Rey del Poder Milagroso, que planeó desde el principio hacerse con él. Si en algo queréis sernos útiles, lavadnos la ropa, secad nuestro permiso de viaje y dad de comer al caballo. Nosotros, mientras tanto, partiremos en busca de ese tipo. Cuando demos con él, no sólo pondremos en libertad a nuestro maestro, sino que liberaremos de sus garras a todo el pueblo y, así podréis vivir siempre en paz.
Esos planes devolvieron la serenidad y la alegría a los dos ancianos, que ordenaron al punto sacar algo de comer, para que los peregrinos pudieran recobrar sus fuerzas. Cuando lo hubieron hecho, confiaron el caballo y el equipaje a la familia Chen y, agarrando cada cual sus armas, se dirigieron a la orilla del río, dispuestos a encontrar al maestro y dar al monstruo su merecido. Cometieron un error, al poner el pie sobre el hielo. La naturaleza salió malparada de tal empeño pero ¿cómo puede seguir existiendo la perfección, cuando se escapa el gran elixir?
No sabemos, de momento, si lograron liberar al monje Tang, por lo que quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención lo que se dice en el próximo capítulo.
CAPITULO XLIX
VÍCTIMA DE LA DESGRACIA, TRIPITAKA FUE A PARAR A UN PALACIO DE AGUA. CON EL FIN DE SALVARLE, KWANG - IN DESPLIEGA UNA CESTA DE PESCADOR
Al llegar junto a las aguas, el Peregrino se volvió hacia Ba-Chie y el Bonzo Sha y les dijo:
- Decidid entre vosotros dos quién se mete primero.
- Deberías hacerlo tú - replicó Ba-Chie -, ya que tus poderes son mayores que los nuestros.
- Si se tratara de un monstruo de la montaña - contestó el Peregrino -, tened por cierto que no necesitaría de vuestra colaboración. Yo solo me bastaría para reducirle. En el agua es distinto. Para poder meterme en el océano o caminar por un río, es preciso que haga de continuo el signo para repeler las aguas o que me transforme en un pez o en cualquier otra criatura acuática. En cualquiera de los casos, no podría blandir a gusto la barra de hierro ni luchar con la efectividad que me es característica. De ahí que os pida que abráis la marcha uno de vosotros.
- De acuerdo - convino el Bonzo Sha -, pero no sabemos lo que vamos a encontrarnos en el fondo. Opino, por tanto, que lo mejor será nos metamos todos a la vez. Tú puedes transformarte en cualquier criatura que quieras; yo me encargaré de abrirte camino. De esa forma, no te costará mucho llegar hasta la guarida del monstruo. Si vez que el maestro no ha sufrido el menor daño, podemos iniciar de inmediato el asalto. Si, por el contrario, descubres que lo ocurrido no es obra suya o que el maestro ha dejado de existir, bien ahogado o devorado por esas bestias, lo mejor que podemos hacer es renunciar a nuestro empeño y marcharnos cada cual por nuestro camino.
- Tienes razón - reconoció el Peregrino -. No existe plan más sensato que ése. ¿Quién de vosotros va a llevarme?
- Este mono se ha burlado de mí yo qué sé la de veces - se dijo Ba-Chie, complacido -. Como no sabe defenderse en el agua, como debiera, voy a reírme de él un rato, para que sepa bien lo que es bueno.
Levantó, pues, la voz y dijo:
-Yo cargaré contigo.
- De acuerdo - contestó el Peregrino, percatándose de sus intenciones -. No en balde tus brazos parecen mucho más fuertes que los de Wu-Ching - y se subió a la espalda de Ba-Chie.
El Bonzo Sha hendió las aguas y los tres se lanzaron al Río - que - llega - hasta - el - cielo. Cuando llevaban recorridos más de cien kilómetros, el Idiota se dispuso a burlarse del Peregrino, pero éste se arrancó un pelo y lo convirtió en una copia exacta de sí mismo. Agitó, al mismo tiempo, el cuerpo y se transformó en un piojo, que tomó seguro cobijo en su oreja. El Idiota hizo como si hubiera tropezado y el falso Peregrino salió volando por encima de su cabeza. Como no era más que un simple pelo, la corriente lo arrastró en un abrir y cerrar de ojos.
- ¿Cómo has podido hacer eso? - le regañó el Bonzo Sha -. Tenías que haber andado con un poco más de cuidado. ¡A saber dónde habrá ido a parar nuestro hermano! Era preferible que te hubieras caído tú sobre el barro.
- No comprendo cómo puede ser tan débil ese mono - se disculpo Ba-Chie -. Ya has visto: un tropezoncito de nada y ha salido disparado como una flecha. Pero, en fin, ¿qué puede importarnos que este muerto o vivo? Nuestra obligación es encontrar cuanto antes al maestro.
- No estoy de acuerdo - respondió el Bonzo Sha -. Es nuestro hermano y no podemos abandonarle, sin más, a su suerte, particularmente sabiendo que no se defiende en el agua tan bien como nosotros. Me niego a seguir adelante, hasta que no le hayamos encontrado.
- ¡No te preocupes, Wu-Ching! - gritó el Peregrino desde el interior de la oreja de Ba-Chie, sin poderse aguantar más -. ¡Estoy aquí!
- ¡Este Idiota no vale para nada! - replicó el Bonzo Sha, soltando la carcajada -. No sé cómo se le ha ocurrido gastarte una broma tan pesada. El burlado es ahora él, porque, aunque te oye con toda claridad, no sabe, en realidad, dónde estás. A ver qué se le ocurre hacer ahora.
Ba-Chie estaba tan asustado que cayó de rodillas en el barro y empezó a gritar, temblando de pies a cabeza:
- Ha sido culpa mía, lo reconozco. Si quieres castigarme, espera a que hayamos liberado al maestro y regresado a la costa. Entonces te presentaré todas mis excusas. ¿A qué viene hacer tanto ruido? ¿No ves que estoy muerto de miedo? Déjate ver y te prometo que jamás volveré a gastarte una broma de tan mal gusto como ésa. Es más, me portaré con todo el respeto que mereces.
- Aunque te cueste creerlo - replicó el Peregrino -, me llevas encima. Venga, démonos prisa.
Sin dejar de lanzar excusas, el Idiota siguió los pasos del Bonzo Sha. Recorrieron otros cien kilómetros y se toparon con un edificio muy alto, en el que podía leerse, escrito en enormes caracteres: «Mansión de la Tortuga Marina».
- Ésta debe de ser la residencia del monstruo - dijo el Bonzo Sha -. ¿Por qué no nos llegamos hasta la puerta y retamos a esa bestia?
- ¿Hay agua alrededor de esa torre? - inquirió el Peregrino.
-No - respondió el Bonzo Sha.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, escondeos a ambos lados de la puerta, mientras voy a echar un vistazo.
Con increíble pericia abandonó la oreja de Ba-Chie y, sacudiendo, una vez más, el cuerpo, se convirtió en una gamba de largas patas. De dos o tres saltos, se coló por la puerta. Miró a su alrededor y vio al monstruo sentado en un lugar prominente, mientras sus más directos colaboradores permanecían de pie ante él en dos filas. De entre ellos destacaba una perca, que ocupaba también un sitio de honor. Todos los presentes estaban enfrascados en una discusión que versaba sobre la forma de devorar al monje Tang. El Peregrino lanzó miradas inquisitivas hacia todos los lados, pero no halló ni rastro del maestro. Lo único que logró ver fue una gamba con una barriga muy grande, que parecía guardar la entrada de un corredor que se abría hacia el oeste. El Peregrino se llegó hasta ella y la saludó, diciendo:
El Gran Rey está discutiendo con los demás cuál es la mejor forma de comerse a ese tal monje Tang, pero lo que yo quisiera saber es dónde se encuentra tan singular personaje.
- El Gran Rey en persona lo capturó ayer, tras producir una fenomenal nevada y hacer que todo se cubriera de hielo. Ahora está metido en una enorme caja de piedra que hay en la parte de atrás del palacio - contestó la gamba -. Si sus discípulos no dan mañana señales de vida, le devoraremos entre todos en un banquete tan espléndido que no faltará ni la música.
El Peregrino continuó charlando con ella un buen rato y se retiró a continuación a la parte del palacio que le había dicho la gamba. No tardó en encontrar la caja de piedra. Parecía una pocilga o una especie de túmulo funerario. A primera vista comprobó que medía alrededor de tres metros de largo. Se subió encima de tan singular construcción y oyó los sollozos de Tripitaka, que no dejaba de lamentarse. El Peregrino aguzó el oído y escuchó que el maestro se quejaba de su suerte, diciendo:
- ¡Cuántos enemigos han tratado de darme muerte, a mí, que llevo el nombre de «El - que - flota - en - el - río»! Parece como si desde el momento mismo de mi nacimiento hubiera estado predestinado a morir en el agua. Hasta mi madre me confió a la bravura de las olas. Por mi afán de encontrar a Buda en las Tierras del Occidente, me he visto sumergido en las profundidades, pasando una prueba terrible en el Río Negro. Mi suerte no ha mejorado, pues a punto estoy de encontrar la muerte en esta corriente convertida en hielo. No sé si mis discípulos podrán llegar hasta aquí o si podré, por fin, regresar a casa con las escrituras.
Al oír tan conmovedores lamentos, el Peregrino no pudo aguantar más y dijo:
- No estéis tan abatido, maestro. El Libro de los Desastres Acuáticos afirma: «Mientras la tierra es la madre de las Cinco Fases, el agua es, en realidad, su origen: sin la tierra no existe el nacimiento, pero no puede darse ningún tipo de crecimiento sin el agua». No os preocupéis, maestro. Aquí está Wu-Kung para ayudaros.
- ¡Sácame de aquí! - suplicó Tripitaka.
- Procurad tranquilizaos - le aconsejó el Peregrino -. Antes de poneos en libertad, debo acabar con ese monstruo.
- ¡Date prisa, por favor! - insistió Tripitaka -. Un día más aquí y muero asfixiado.
- Os aseguro que no sucederá eso - trató de apaciguarle el Peregrino -. Ahora debo marcharme.
Dándose la vuelta, se llegó de un salto hasta la puerta y, tras recobrar que le era habitual, gritó:
- ¡Ba-Chie!
- ¿Has averiguado algo? - preguntaron el Idiota y el Bonzo Sha, acercándose a él.
- Fue el monstruo ese el que atrapó al maestro - contestó el Peregrino -. Todavía no ha sufrido daño alguno, pero se encuentra metido en una caja de piedra. Opino que deberíais retarle, mientras yo me llego a la superficie. Si sois capaces de vencerle, no dudéis en hacerlo. Pero si no podéis con él, fingid que os abandonan las fuerzas y obligadle a salir fuera del agua. Ya me encargaré yo de darle su merecido.
-De acuerdo - convino el Bonzo Sha -. Puedes irte tranquilo. Nosotros nos encargaremos de todo.
Tras hacer con los dedos el signo para repeler el agua, el Peregrino salió disparado del río y se quedó de pie junto a la orilla, a la espera de lo que pudiera suceder. Ba-Chie, mientras tanto, adoptó una postura amenazadora y, llegándose hasta la puerta, bramó con voz potente:
- ¡Pon inmediatamente en libertad a mi maestro, bestia maldita! Los diablillos que hacían guardia corrieron al interior a informar a su Señor:
- Hay fuera hay alguien que exige la inmediata liberación de su maestro.
- Deben de ser los monjes que me atacaron - comentó el monstruo -. Traedme la armadura.
- Los diablillos así lo hicieron. En cuando se la hubo ajustado, el monstruo cogió el arma y salió a la puerta, encontrándose de frente a Ba-Chie y al Bonzo Sha, que no paraban de mirarle, estudiando con atención cada uno de sus movimientos. De alguna forma, quedaron sorprendidos de su apariencia. El yelmo con el que se protegía la cabeza era de oro puro y emitía una extraña luminosidad, que realzaba la coraza, también hecha del mismo material. Por contraste, llevaba ceñida la cintura con un preciado cinturón confeccionado con perlas y jade, que nada parecía tener que ver con sus sobrias botas de cuero marrón. Poseía una nariz tan aguileña que recordaba una montaña, una frente tan ancha que hacía pensar en la de un dragón, unos ojos tan fieros y redondeados que hacían pensar en un volcán, unos dientes tan afilados como espadas de acero, un cabello tan corto alborotado que traía a la mente las caprichosas formas de una llama, y una barba tan puntiaguda como una lima. En la boca llevaba una especie de alga filamentosa, cuya fragilidad y color verdoso contrastaban abiertamente con el mazo de bronce rojizo que llevaba en las manos. En cuanto se hubieron abierto las puertas, con un escalofriante crujido, el monstruo lanzó un gritó, que retumbó como el trueno de una tormenta primaveral. Sus rasgos denotaban a las claras que no se trataba de un ser humano. Por algo era conocido por el nombre de Gran Rey del Poder Milagroso. Tras abandonar el palacio, el monstruo hizo un gesto y al punto aparecieron más de cien diablillos en impecable formación, armados con espadas y lanzas.
- ¿De qué monasterio has salido y por qué te presentas aquí causando todo este alboroto? - preguntó el monstruo.
- ¡Maldita bestia! - exclamó Ba-Chie -. Por poco no encuentras la muerte a nuestras manos hace apenas dos días y ¿ahora pretendes haberte olvidado de quiénes somos? Servimos como discípulos al santo monje de la Gran Nación de los Tang, en las Tierras del Este, y nos dirigimos al Paraíso Occidental a presentar nuestros respetos a Buda y conseguir las escrituras sagradas. Nuestras pretensiones son infinitamente inferiores a las tuyas, que te haces pasar, valiéndote de una magia sin ningún valor, por el Gran Rey del Poder Milagroso y devoras sin piedad a los hijos inocentes del pueblo de los Chen. ¿Tanto te cuesta reconocerme? ¿Tan pronto te has olvidado de Carga de Oro, de la familia de Chen - Ching?
- No eres muy respetuoso que digamos - replicó el monstruo -. Debería llevarte a los tribunales por hacerte pasar por una muchachita tan delicada como Carga de Oro. ¿Acaso no sabes que es un crimen execrable usurpar la personalidad de otra persona? No sólo no pude saciar, por culpa tuya, mi hambre, sino que, encima, recibí una herida en la mano. ¿Cómo te atreves a llegarte hasta mi puerta, habiéndome rendido ya una vez a ti?
- Si te hubieras rendido realmente - repuso Ba-Chie -, no habrías hecho caer una nevada tan copiosa ni habrías atrapado a mi maestro en el hielo. Si quieres que todo siga como hasta ahora, ponle inmediatamente en libertad. De lo contrario, tendrás que volver a probar el sabor de mi tridente.
- ¡Vaya, se ve que con la lengua eres un guerrero excelente! - exclamó el monstruo,
sonriendo burlón -. Admito que fui yo quien produjo la nevada y se apoderó de tu maestro. Comprendo que vengas a exigirme su puesta en libertad, pero debo advertirte que las circunstancias han cambiado un poco desde la última vez que nos vimos. Para empezar, como mi intención era la de asistir a un banquete, no llevaba ningún arma conmigo y eso te dio una cierta ventaja. Espero que no huyas y puedas resistirme no más de tres asaltos. Si lo consigues, prometo poner inmediatamente en libertad a tu maestro. En caso contrario, también tú acabarás sobre mi mesa.
- Mi querido muchacho - replicó Ba-Chie en el mismo tono -, ¿qué forma de hablar es ésa? Eres tú quien debiera tener cuidado de mi tridente.
- Por tu forma tan ingenua de hablar se nota que te hiciste monje, una vez transpuesta la mitad de tu vida - sentenció el monstruo.
- Tu poder milagroso es mucho mayor del que yo pensaba - repuso, a su vez, Ba-Chie -. ¿Cómo has podido averiguar, si no, un dato tan importante sobre mi vida?
- Te agradezco la alta estima que hacia mí demuestras - contestó el monstruo -. Sin embargo, tengo una pequeña duda, que quiero que me aclares. ¿Has alquilado ese tridente a un labrador o se lo has robado a tu maestro?
-¡Qué ignorancia! - volvió a exclamar Ba-Chie -. ¿No ves que este tridente no es ningún utensilio de trabajo? Sus dientes están hechos con garras de dragón, y su mango, que semeja una serpiente, fue fundido en oro blanco. Su efectividad se muestra, sin embargo, en el momento de la batalla, porque es capaz, al mismo tiempo, de levantar un viento gélido y de producir un fuego imparable. Son incontables los monstruos que ha destruido por defender al monje Tang a lo largo del camino que conduce hacia el Oeste. Al blandirlo, emite una densa neblina, que oscurece el sol y la luna, mientras lanza unas luces brillantes de vivísimos colores. Ante él tiembla el Monte Tai y los mil tigres que lo habitan. En su presencia se sobrecogen los incontables dragones que moran en los mares. Es muy posible que poseas un poder milagroso, pero no podrás evitar que este tridente te produzca en el cuerpo nueve agujeros horribles, por lo que se te escapará la vida a borbotones.
El monstruo, por supuesto, no creyó ni una sola de sus palabras. Pensando que se trataba de una fanfarronada simple y llana, levantó el mazo de bronce y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Ba-Chie. Afortunadamente, éste lo esquivó con ayuda del tridente y exclamó, furioso:
- ¡Maldita bestia! Se nota que también tú te hiciste espíritu en la mitad de tu puerca vida.
- ¿Quién te ha dicho eso? - preguntó el monstruo, sorprendido.
- Por la forma como blandes ese mazo de bronce - repuso Ba-Chie - deduzco que has debido de ser ayudante de herrero o algo por el estilo.
- Este mazo - explicó el monstruo - no sirve para domar los metales. Posee nueve porciones iguales, que recuerdan los pétalos de una flor. Aunque esté hueco, su tallo permanece eternamente lozano y verde. En el mundo mortal no existe nada que se le parezca, ya que tuvo su origen en el mismo reino en el que moran los dioses. En el estanque de jaspe adquirió su lozanía, y en el de jade, el inmarcesible aroma que lo caracteriza. Yo mismo, a fuerza de practicar la virtud, lo templé, dotándolo de poderes mágicos, que lo hacen tan duro y resistente como el acero. Las hachas, las espadas y las lanzas no pueden absolutamente nada contra él. Por muy afilado que esté tu tridente, mi mazo acabará con él con la misma facilidad con que aplastaría un simple clavo.
Cansado de semejante despliegue de baladronadas, el Bonzo - Sha se interpuso entre ambos contendientes y gritó con inesperada autoridad:
- ¡Deja de alabarte, de una vez, monstruo! Con razón decían los ancianos que «las palabras no prueban nada y que sólo las acciones son dignas de crédito». No trates de
huir y mide tus fuerzas con mi báculo.
- ¡Vaya! - exclamó, una vez más, el monstruo, deteniendo el golpe con su mazo -, otro que decidió hacerse monje, una vez transcurrida la mitad de su vida.
- ¿Quién te lo ha dicho? - replicó el Bonzo - Sha, ofendido.
- Por la forma como te mueves - respondió el monstruo -, cualquiera diría que has estado trabajando toda tu vida en una tienda de tallarines.
- ¿Cómo se te ha ocurrido una idea tan descabellada? - volvió a preguntar el Bonzo -Sha.
- Por nada - contestó el monstruo -. Sólo que mueves el arma como si en la mano tuvieras un rodillo.
- ¡Maldita bestia! - exclamó el Bonzo - Sha, malhumorado -. No sabes lo que dices. Esta arma es tan especial que en todo el mundo no hay otra como ella. Dada tu ignorancia, no me extraña que la confundas con cualquier cosa. Debe su origen a la luna, concretamente a un sector invisible. Por si eso fuera poco, fue tallada en un trozo de madera sagrada. Su exterior está cubierto de joyas que emiten luz propia, mientras que por dentro es de oro puro. No es extraño que haya asistido a infinidad de banquetes imperiales. Ahora se halla al servicio del monje Tang, cosa que saben cuantos moran a lo largo del camino que conduce hacia el Oeste. En las Regiones Superiores goza de merecida fama, siendo calificada como el báculo de aniquilar monstruos. Es tan fuerte que de un solo golpe puede abrirte el cráneo.
El monstruo no quiso oír nada más y se lanzó contra los dos monjes. La batalla que se desarrolló en el fondo mismo del río fue de las más fieras que jamás se hayan contemplado. El tridente, el mazo de bronce y el báculo no dejaban de repartir golpes a derecha e izquierda. Wu - Neng y Wu-Ching lanzaron contra el monstruo un ataque combinado, que terminó sacándole de quicio. La destreza que demostraron no desmereció su pasado de Mariscal de los Juncales Celestes y paladín de los ejércitos celestiales. El monstruo, sin embargo, les hizo frente con inimitable destreza y valor. Con razón el Tao posee las mismas formas de perfección que el budismo. La tierra domina el agua, haciendo visibles los lechos de los ríos, cuando aquélla se seca. Del agua surge la madera, que, más tarde o más temprano, termina floreciendo. El Zen y el Tao conducen al mismo estado, pudiendo el elixir resumir en sí los tres credos. La tierra es madre de la que todo brota. Sumido en el agua sagrada, lo viejo vuelve siempre a renacer. La misma madera encuentra en ella su fuente, siendo después la cuna en la que crece, vigoroso, el luminoso fuego. Idénticas y distintas son, al mismo tiempo, las Cinco Fases, de ahí que parezcan anularse mutuamente. La diferencia de sus naturalezas no es más que mera ilusión. Por eso mismo el mazo de bronce, el báculo y el tridente eran incapaces de sacar ventaja de su supuesta superioridad, haciendo que los golpes se multiplicaran hasta el infinito. Quienes blandían armas tan poderosas eran conscientes de que arriesgaban sus vidas por un monje, coqueteando con la muerte a causa de Sakyamuni. El mazo de bronce era el que más actividad desplegaba, tratando de mantener a raya al báculo a su izquierda, y al tridente a su derecha.
Más de dos horas estuvieron guerreando bajo las aguas sin que se destacara un claro vencedor. Comprendiendo que todos sus esfuerzos eran inútiles, Ba-Chie hizo un gesto al Bonzo - Sha y los dos fingieron estar al límite sus fuerzas. Sin ninguna vergüenza se dieron la vuelta y huyeron, arrastrando sus armas.
- Quedaos aquí - ordenó el monstruo -, mientras trato de darles alcance. Os servirán de plato principal.
Como un viento huracanado que arranca las hojas muertas y termina de secar las flores ya marchitas, el monstruo se lanzó tras ellos camino de la superficie. Apostado en la orilla oriental, el Gran Sabio miraba fijamente las aguas, sin pestañear una sola vez. De pronto se agitaron las aguas y se oyeron bramidos y gritos. Ba-Chie apareció el primero, voceando, muy nervioso:
-¡Que viene! ¡Que viene!
El Bonzo - Sha le seguía muy de cerca, repitiendo en el mismo estado de excitación:
El Bonzo - Sha le seguía muy de cerca, repitiendo en el mismo estado de excitación:
-¡Aquí está ya!
- ¿Adonde creéis que vais? - bramaba, a su vez, el monstruo.
Pero, en cuanto hubo salido del agua, se topó con el Peregrino, que le increpó, diciendo:
- ¡Prueba el sabor de mi barra, bestia inmunda!
El monstruo se hizo a un lado con inesperada agilidad, parando diestramente el golpe con ayuda de su mazo. La lucha no podía ser más desigual: mientras uno levantaba montañas de olas, el otro daba muestras de su inigualable técnica guerrera desde la orilla. Al cabo de tres asaltos comenzaron a flaquearle las fuerzas al monstruo y se lanzo de nuevo a las aguas, perdiéndose entre una maraña de remolinos y olas. El Peregrino se volvió entonces a sus hermanos y les dijo:
- Debo felicitaros por haberos batido tan bien con esa bestia.
- En tierra ese monstruo es un guerrero formidable - comento el Bonzo - Sha -, pero en el agua no hay quien pueda derrotarle. Ba-Chie y yo le hemos hostigado por todos los lados y lo único que hemos conseguido ha sido mantenerle a raya. ¿Qué podemos hacer para liberar al maestro?
- Dejémonos de discusiones inútiles - sugirió el Peregrino -. Es muy posible que trate de hacerle todo el daño que pueda, para vengarse.
- Ahora mismo voy a tratar de hacerle salir otra vez - dijo Ba-Chie -. Tú colócate a media altura y, cuando le veas asomar la cabeza, propínale uno de esos golpes que tú sabes dar. Si no le matas, por lo menos conseguirás hacerle perder el sentido, y yo me encargaré de rematarle con el tridente.
- Excelente idea - concluyó el Peregrino -. Es lo que yo llamo una perfecta colaboración. Si no conseguimos nada de esa forma, no lo lograremos de ninguna - y los dos volvieron a meterse en el agua.
Apenas hubo llegado el monstruo a su morada, acudieron a darle la bienvenida los diferentes diablillos. Fue, sin embargo, la perca la que se atrevió a preguntarle:
- ¿Hasta dónde has ido persiguiendo a esos monjes?
- Tenían a otro apostado en la orilla y trató de golpearme con una enorme barra de hierro - explicó el monstruo -. Afortunadamente logré esquivar el golpe y me enzarcé con él en un cuerpo a cuerpo. ¡Sólo el cielo sabe lo pesada que es esa barra! Mi mazo de bronce no podía nada contra ella y, aunque resistí tres embates, al final hube de admitir la derrota y huir lo más rápidamente que pude.
- ¿Recuerdas cómo era ese tercer monje? - preguntó la perca.
- Sí - contestó el monstruo -. Tenía la cara cubierta totalmente de pelo, su voz recordaba la de un dios del trueno, y poseía unas orejas muy picudas. Era, además, chato en extremo y sus ojos parecían emitir fuego, particularmente sus pupilas, que daban la impresión de estar hechas de diamante.
Hiciste bien en escapar - comentó la perca -. Si hubieras resistido tres ataques más, de seguro que hubieras encontrado la muerte. Por los datos que me has dado, creo saber quién era ese monje. -¿De quién se trata? - preguntó el monstruo, interesado.
- Hace cierto tiempo, cuando habitaba en el Océano Oriental, oí hablar al Rey Dragón de su fama - explicó la carpa -. Ese monje no es otro que el Gran Sabio, Sosia del Cielo, el Hermoso Rey de los Monos, un inmortal de la Gran Mónada, cuyo origen se remonta al caos primigenio del que todo surgió. Hace quinientos años aproximadamente sumió
el cielo en un desorden total, poniendo en peligro la existencia misma del Palacio Celeste. Últimamente, sin embargo, ha abrazado el budismo y se ha comprometido a acompañar al monje Tang hasta el Paraíso Occidental, con el fin de obtener las escrituras sagradas. Por todo ello, ahora se hace llamar el Peregrino Sun Wu-Kung. Posee unos poderes mágicos extraordinarios y domina muchas formas metamórficas. Te aseguro que no habrías podido resistirle un solo ataque más. Lo mejor que puedes hacer, por tanto, es renunciar a enfrentarte de nuevo con él.
No había acabado de decirlo, cuando se presentó un diablillo e informó con la voz alterada:
- Ahí están otra vez esos dos monjes, tildándoos de cobarde y retándoos a un nuevo combate.
- Opino, hermana - dijo el Gran Rey a la perca -, que tus puntos de vista son totalmente acertados. No voy, por tanto, a responder a su reto, a ver lo que hacen - se volvió a continuación a sus subordinados y añadió -: Cerrad las puertas. Como muy bien dice el proverbio, «por mucho que grites, nada vas a conseguir, porque no pienso abrirte» Me importa poco que se queden esperando dos o tres días. Ya se marcharán, cuando se cansen. Entonces podremos disfrutar a nuestras anchas de la carne de ese monje Tang.
Sin pérdida de tiempo los diablillos sellaron el acceso a la mansión con rocas y barro. Al verlo, Ba-Chie y el Bonzo - Sha intensificaron sus insultos, pero no obtuvieron la menor respuesta. Preocupado, el Idiota comenzó a golpear con el tridente las puertas del palacio de agua, reduciéndolas a añicos al cabo de unos cuantos golpes. Tras ellas se alzaba, sin embargo, un altísimo muro de piedra, contra el que nada pudo su ingenio.
- Es claro que ese monstruo está muerto de miedo - comentó el Bonzo - Sha -. De ahí que se haya encerrado en su mansión y se niegue a salir. Creo que deberíamos discutir con el Peregrino el plan que debemos seguir.
Ba-Chie aceptó la sugerencia y regresaron a toda prisa a la orilla oriental. El Peregrino aguardaba con impaciencia la aparición del monstruo, suspendido a media altura y escondido entre la neblina. Al ver aparecer a los dos hermanos, comprendió que la cosa no había salido como habían planeado y se dirigió también hacia la orilla.
- ¿Cómo no os ha seguido esta vez ese monstruo? - les preguntó, acercándose a ellos.
- Ha cerrado su palacio a cal y canto y se niega a salir - respondió el Bonzo - Sha -. De nada sirvió que Ba-Chie echara abajo las puertas. Tras ellas había una sólida muralla de piedras y barro, que impedía cualquier intento de entrar. Por eso, al no poder batirnos de nuevo con él, decidimos volver a tratar contigo el camino que debemos seguir para liberar cuanto antes al maestro.
- Si actúa como acabáis de contarme - contestó el Peregrino -, veo muy difícil poder reducirle. Quedaos aquí y procurad que no se escape. Creo que ha llegado el momento de hacer un pequeño viaje.
- ¿Se puede saber adonde piensas ir? - le preguntó Ba-Chie.
- A la Montaña Potalaka, a pedir la colaboración de la Bodhisattva - respondió el Peregrino -. Es preciso que averigüe algo más sobre este monstruo: su nombre, de dónde procede, cuál es su lugar de origen... Podré, así, apoderarme de todos sus parientes y regresar tranquilamente a liberar al maestro.
- ¡Cuidado que eres! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Siempre haces las cosas de tal forma que gastas una cantidad de tiempo y energías totalmente innecesaria.
- Te aseguro que esta vez no lo haré - repuso el Peregrino -. Volveré más pronto de lo que pensáis.
No había acabado de decirlo, cuando montó en una nube y, abandonando la orilla del río, se dirigió directamente hacia los Mares del Sur. No había transcurrido media hora, cuando avistó la Montaña Potalaka y voló en línea recta hacia su cumbre. Los Veinticuatro Devas, el Gran Guardián de la Montaña, el Príncipe Moksa, Sudhana el Niño y la Doncella Dragón - que - transporta - la - perla acudieron a toda prisa a darle la bienvenida.
- ¿Podemos preguntaros el motivo de vuestra inesperada visita, Gran Sabio? - le dijeron con extremada cortesía.
- He venido - contestó el Peregrino - a ver a la Bodhisattva. - La Bodhisattva - le explicaron con pena - abandonó su mansión está mañana, prohibiéndonos seguirla. Se encerró en la gruta del bambú, pero, antes de hacerlo, dejó ordenado que, en cuanto llegaras, saliéramos a recibirte. Nos encargó deciros que no os podría recibir de inmediato, por lo que deberías esperarla sentado frente a los acantilados.
El Peregrino obedeció al punto, pero, antes de que hubiera tomado asiento, Sudhana se acercó a él y le dijo:
- Debo daros las gracias por cuanto habéis hecho en mi favor. Después de aceptarme en su compañía, la Bodhisattva no me ha permitido separarme de ella ni un solo momento, concediéndome la gracia de sentarme a los pies de su trono de loto. De ella he recibido, pues, favor tras favor y ni un solo reproche.
El Peregrino reconoció en seguida en él al Muchacho Rojo y, soltando la carcajada, replicó:
- Antes vivías sometido a ansias diabólicas, pero ahora has alcanzado la perfección, nada te impide ver en mí a una persona justa y buena.
Tras esperar a la Bodhisattva durante un buen rato, el Peregrino comenzó a impacientarse y, volviéndose hacia las deidades, les dijo:
- Anunciadme, por favor, a vuestra señora. Me temo que, si sigo esperando, la vida del maestro puede correr un gravísimo peligro.
- No podemos hacerlo - se disculparon las deidades -. La Bodhisattva insistió en que la esperarais aquí.
El Peregrino poseía un natural impulsivo y, sin poderlo aguantar más, se lanzó al interior de la gruta del bambú. Los devas no pudieron hacer absolutamente nada por detenerle. A grandes pasos se adentró en la caverna, abriendo cuanto pudo los ojos y mirando furtivamente en todas las direcciones. No tardó en ver a la Bienaventurada sentada con las piernas cruzadas sobre unas hojas de bambú. Segura de su soledad, no se había preocupado siquiera de maquillarse y su actitud era totalmente natural. Las trenzas le caían libremente por la espalda y no lucía el menor tocado. En vez de su habitual túnica azul, llevaba puesto una especie de chaleco, a juego con la falda de seda que siempre vestía. Pero, extrañamente, no llevaba ceñida a la cintura su característica faja de raso. Estaba descalza y tenía los brazos al aire. En su mano de jade sostenía un cuchillo con el que iba cortando el bambú. Al verla de aquella guisa, el Peregrino no pudo evitar decir en voz alta:
- Con todo respeto os saluda vuestro humilde discípulo Sun Wu-Kung, señora.
- ¿No te tengo ordenado que me esperes fuera? - preguntó la Bodhisattva, enfadada.
- Sí, señora - contestó el Peregrino, echándose rostro en tierra -, pero la vida de mi maestro corre un grave peligro y he tenido que venir a solicitar vuestra ayuda, para librarle de las garras del monstruo del Río - que - llega - hasta - el - cielo.
- Sal de la gruta y espérame fuera - repitió la Bodhisattva.
El Peregrino no se atrevió esta vez a contrariarla. Abandonó inmediatamente la caverna y, dirigiéndose hacia donde estaban los devas les dijo:
- La Bodhisattva parece estar hoy muy interesada en asuntos puramente domésticos. ¿Cómo es que no se ha maquillado y ha abandonado el trono de loto? ¿Por qué da la impresión, además, de no preocuparse de otra cosa que de cortar bambú?
- No lo sabemos - respondieron las deidades -. Después de salir de su mansión esta
mañana, se dirigió directamente hacia la gruta, sin reparar si había terminado o no de vestirse. Lo único que nos dijo fue que esperaba vuestra llegada. De seguro, está tratando de resolver el asunto que hasta aquí os ha traído.
La Bodhisattva no tardó en salir de la gruta con una cesta de color rojizo entre las manos.
- Vamos a rescatar al monje Tang, Wu-Kung - ordenó sin ninguna explicación.
- No es que quiera meterme en vuestros asuntos - replicó el Peregrino, arrodillándose a toda prisa -, pero ¿no opináis que deberías terminar de vestiros?
- No es necesario que me ponga nada más - respondió la Bodhisattva -. Tal como estoy, puedo ir adonde me dé la gana.
Tras despedirse de los devas, la Bodhisattva montó en una nube y se elevó por los aires. El Gran Sabio tuvo que seguirla a toda prisa. Su velocidad era tan extraordinaria que no tardaron en llegar al Río - que - llega - hasta - el - cielo. Al verle, Ba-Chie comentó con el Bonzo Sha:
- ¡Cuidado que es impulsivo nuestro hermano! No sé lo que habrá en los Mares del Sur, el caso es que ha obligado a la Bodhisattva a presentarse aquí medio vestida y sin maquillar, mas había acabado de decirlo, cuando la Bodhisattva puso su pie en la orilla del río. Los dos monjes se inclinaron respetuosamente ante ella, diciendo:
- Perdonadnos por molestaros con tanta frecuencia.
La Bodhisattva se desató la faja y colgó la cesta de ella, manteniéndose suspendida a media altura en el aire. La fue bajando después hasta tocar el agua y recitó el siguiente conjuro:
Los muertos se marchan, mientras que los vivos permanecen.
Siete veces lo repitió y volvió a subir la cesta. En su interior había un pequeño pez de colores, que se retorcía desesperado. La Bodhisattva se volvió hacia Wu-Kung y le ordenó:
- Salta inmediatamente al agua y libera a tu maestro.
- ¿Cómo voy a liberarle, si todavía no hemos capturado al monstruo? - replicó el Peregrino.
- ¿Cómo que no? - contestó la Bodhisattva -. ¿No le ves, acaso, metido en esta cesta?
- ¿Cómo puede ser tan poderoso un pez tan pequeño como ése? - se aventuraron a preguntar Ba-Chie y el Bonzo - Sha.
- Éste - explicó la Bodhisattva - es uno de los peces de mi estanque de loto. Cada día subía hasta la superficie y escuchaba con atención mis enseñanzas. Eso explica que sea tan fuerte, porque su estado de perfección es, ciertamente, muy alto. Su mazo de bronce no es realidad, otra cosa que un capullo de loto y su tallo. El pez lo ha transformado en un arma poderosísima, valiéndose de la magia. Desconozco la fecha en la que la marea alta le arrastró hasta aquí. Lo único que puedo aseguraros es que, cuando esta mañana me asomé al estanque, descubrí que sólo faltaba este pez. Tras hacer unos cálculos y consultar las rayas de mi mano, me enteré de que se había convertido en un monstruo, que estaba tratando por todos los medios de devorar a vuestro maestro. Fue por eso por lo que ni siquiera me preocupé de ponerme las joyas o de vestirme como normalmente suelo. Me faltaba tiempo para tejer esta cesta y venir a capturarle.
- Quedaos aquí un momento, por favor - le suplicó el Peregrino -. Si no os importa, me gustaría convocar a todos los creyentes que hay en el pueblo de los Chen, para que puedan veros. Será un detalle hacia ellos, habida cuenta de los muchos sacrificios que han tenido que hacer por culpa de vuestro pez. No me cabe la menor duda de que eso los convertirá para siempre en devotos vuestros.
- De acuerdo - asintió la Bodhisattva -. Llámalos, pero que no tarden mucho en venir. Sin pérdida de tiempo, Ba-Chie y el Bonzo Sha corrieron hacia el pueblo, gritando:
- ¡Salid todos a ver a la Bodhisattva Kwang-Ing!
Los habitantes del pueblo se lanzaron hacia la orilla, sin importarles la edad o la posición social. Todos cayeron de hinojos y comenzaron a golpear el barro con la frente. Entre ellos había algunos con cualidades pictóricas e hicieron un rápido retrato de la diosa. Eso explica que a veces Kwang-Ing sea representada con una cesta de pescador en las manos. Concluida su epifanía, la Bodhisattva regresó a toda velocidad a los Mares del Sur.
Ba-Chie y el Bonzo Sha abrieron a continuación un sendero en las aguas y se dirigieron directamente a la Mansión de la Tortuga Marina para liberar a su maestro. Todos los monstruos y diablillos que estaban en su interior habían perdido la vida. Con paso rápido se llegaron a la parte posterior del palacio de agua y abrieron la caja de piedra. Sin perdida de tiempo cargaron a sus espaldas con el monje Tang y le llevaron a la orilla. Chen - Ching y su hermano se echaron a un tiempo rostro en tierra, diciendo en tono humilde:
Deberíais haber prestado atención a nuestros ruegos. Si lo hubieras hecho, no habríais tenido que pasar por esta prueba terrible.
- ¿Para qué volver siempre sobre lo mismo? - replicó el Peregrino - -. Lo importante es que el próximo año no tendréis que ofrecer ningún sacrificio más a esa bestia, porque el Gran Rey ha sido arrestado y no volverá a asesinar a nadie. Ahora, señor Chen, dependemos enteramente de vos para encontrar una embarcación que nos ayude a cruzar el río.
- Dadlo por hecho - dijo Chen - Ching y al punto mandó construir un barco, empresa en la que colaboraron todos los habitantes del pueblo.
Su entusiasmo era tal que, mientras unos se encargaban de la adquisición del mástil, otros se ocupaban de hacer los remos y trenzar cuerdas. Hubo, incluso, algunos que se comprometieron a servir como marineros en la travesía. El alboroto que producían era, francamente, ensordecedor. Cuando más atareados estaban, surgió del lecho del río una voz fortísima, que decía:
- No es necesario fabricar ninguna embarcación, Gran Sabio. ¿Para qué desperdiciar tanto dinero y energía, si yo misma puedo llevaros con absolutas garantías a la otra orilla?
Todos sintieron tal pánico, al oírlo, que huyeron a refugiarse en el pueblo. Hasta los más valientes de entre ellos temblaban de pies a cabeza, lanzando furtivas miradas al punto del que parecía provenir aquella voz tan sobrecogedora. Pertenecía a una criatura muy extraña, que normalmente habitaba en las profundidades. Poseía una cabeza de corte cuadrado, única entre todos los animales, de los que uno de sus más destacados dioses. Su longevidad es tal que llega a alcanzar sin ninguna dificultad los mil años. Habita en las profundidades de los ríos y océanos, levantando auténticas montañas de agua, cuando se acerca a las costas a tomar el sol y hacer frente al viento. Su grado de perfección es tal que sólo se alimenta de su propia respiración. Tal era el animal que tan generosamente se había dirigido al Peregrino: una vieja tortuga, de cabeza llena de costras y caparazón blanquecino.
- Insisto en que no construyáis esa embarcación, Gran Sabio - repitió la tortuga 1 -. Yo
misma me encargaré de llevaros a la otra orilla. Pero el Peregrino levantó en alto la barra de hierro y exclamó en tono amenazante:
- ¡Márchate de aquí, bestia maldita! Si te acercas un poco más, acabaré de un golpe contigo.
- Os estoy muy agradecida, Gran Sabio - replicó la tortuga -, y ése es el motivo por el que me he aprestado a ayudaros, ¿se puede saber por qué queréis golpearme?
- ¿Qué he hecho yo para merecer tanto agradecimiento? - repuso el Peregrino.
- Según parece - respondió la tortuga -, no os dais cuenta de que la Mansión de la Tortuga Marina me pertenece a mí. Durante generaciones ha sido el centro de mi familia, pasándonosla ininterrumpidamente de padres a hijos. Por si eso no bastara, en ella adquirí conciencia de mis orígenes, logrando alimentarme de mi propia respiración y alcanzando un considerable grado de perfección. Llegado a ese punto, fue cuando empezó a ser conocida como la Mansión de la Tortuga Marina. Sin embargo, hace aproximadamente nueve años, ese monstruo se presentó aquí, aprovechándose de la fuerza de las mareas, y desató contra mí toda su violencia. Mató a casi todos mis hijos y me arrebató, con increíble descaro, la práctica totalidad de mis servidores. He de reconocer que mi fuerza era inferior a la suya y terminó echándome de mis propios dominios. ¿Comprendéis ahora por qué estoy en deuda con vos? Al tratar de liberar a vuestro maestro, habéis conseguido que la Bodhisattva Kwang-Ing haya dispersado a todas esas bestias, por lo que la mansión vuelve a pertenecerme de nuevo. Ha llegado, pues, el momento de reunirme con los míos en un lugar que siempre ha sido nuestro. ¡Pasados son los días en que tenía que dormir en la tierra y descansar sobre el barro! El favor que he recibido de vos es, por tanto, tan alto como las cordilleras y tan profundo como el océano. Sin embargo, no soy sólo yo quien está en deuda con vos. El pueblo entero se ha beneficiado de vuestra inolvidable acción, poniendo fin a esa serie abominable de sacrificios anuales. ¡Cuántos niños podrán seguir viviendo gracias a lo que acabáis de hacer! Esto es lo que se llama matar dos pájaros de un tiro ¿Comprendéis ahora el motivo de mi gratitud y mis deseos de serviros?
- ¿Es verdad todo eso que acabas de contarme? - preguntó el Peregrino, poniendo a un
lado la barra de hierro. ¿Cómo voy a atreverme a mentiros después de lo que habéis hecho por todos nosotros?
-repuso la tortuga.
- Jura por los cielos que es verdad lo que dices - insistió el Peregrino.
- Si mi intención no es transportar sano y salvo al monje Tang al otro lado del Río - que
- llega - hasta - el - cielo - proclamó la tortuga, mirando hacia lo alto -, que ahora mismo se cubra mi cuerpo de sangre.
- Acércate - le ordenó entonces el Peregrino.