AUM JÑÀPIKA SATYA GU-RÚ
CAPITULO XL
LA MENTE DEL ZEN QUEDA SUMIDA EN CONFUSIÓN, DEBIDO A LOS PODERESMETAMÓRFICOS DEL MUCHACHO. LA MADERA, EL MONO Y EL CABALLO NO PUEDEN SEGUIR ADELANTE
El Gran Sabio y sus dos hermanos no tardaron en regresar a la corte, donde fueron recibidos con grandes muestras de respeto por el rey, la reina y la totalidad de sus súbditos. El Peregrino relató su encuentro con la Bodhisattva y todos los funcionarios imperiales expresaron su reconocimiento, echándose rostro en tierra y golpeando sin cesar el suelo con la frente. Cuando más contentos parecían estar todos, se presentó el Guardián de la Puerta Amarilla y anunció con voz sonora:
- Acaban de llegar cuatro monjes que desean veros.
- ¿Es posible que ese monstruo se disfrazara de bodhisattva Manjusri para burlarse de nosotros y ahora haya tomado nuestra personalidad para confundir a cuantos aquí se encuentran? - preguntó Ba-Chie al Peregrino, vivamente preocupado.
- No creo - contestó el Peregrino -. Aunque en este mundo todo es posible, eso me parece altamente improbable.
Los funcionarios imperiales hicieron entrar a los visitantes y el Peregrino comprobó, con no poco alivio, que se trataba de cuatro religiosos procedentes del Monasterio de la Gruta Sagrada. Traían la corona del rey, su cinturón de jade verdoso, su túnica amarilla y sus espléndidas botas.
- ¡Menos mal que habéis venido! - exclamó el Peregrino, visiblemente satisfecho.
Hizo acercarse después al falso taoísta y le colocó la corona sobre la cabeza, obligándole, al mismo tiempo, a desprenderse de sus harapos de monje y a vestir los atributos reales, que los religiosos del monasterio habían limpiado con tantísimo esmero. El príncipe trajo entonces el disco de jade blanco y se lo entregó al rey, invitándoles a ocupar el trono que siempre había sido suyo. Como muy bien reza el proverbio, «no debe pasar un solo día sin que la corte preste homenaje a su señor». Sin embargo, el rey se negó a sentarse en el trono, rompiendo a llorar de pronto y dejándose caer ante la escalinata de jade, al tiempo que decía:
- He estado muerto tres años y me encuentro en deuda con este maestro, por haberme devuelto a la vida. No soy digno de asumir de nuevo los honores del mando. Opino que nuestros territorios serán infinitamente más prósperos, si son regidos por uno de estos sabios. Me conformo con vivir tranquilamente fuera de la ciudad en compañía de mi esposa y mi hijo.
Tripitaka se negó a aceptar un ofrecimiento tan generoso, pues estaba decidido a conseguir las escrituras y a presentar sus respetos a Buda. El rey no se desalentó por ello. Se volvió hacia el Peregrino y le hizo la misma oferta, que aquél rechazó, diciendo:
- Voy a seros sincero. Si quisiera ser rey, hace ya mucho tiempo que habría ocupado un trono de los muchos que existen en este mundo. Pero ni mis hermanos ni yo lo deseamos. Nos gusta más llevar la vida sin complicaciones de un monje vulgar. Si aceptáramos vuestro ofrecimiento, tendríamos que dejarnos crecer el pelo, no podríamos retirarnos a descansar hasta que no fuera noche cerrada y deberíamos estar en pie antes de que diera la quinta vigilia. Eso sin contar el continuo estado de ansiedad en el que tendríamos que vivir, pensando en la seguridad de nuestras fronteras y en el bien de nuestros súbditos, presas siempre apetecibles para el hambre y las desgracias. ¡No podríamos vivir! Es mejor que vos continuéis siendo rey y nosotros sigamos cultivando la virtud. Cada cual a lo suyo.
El rey insistió con energía una y otra vez, pero al final comprendió que no le quedaba otra opción y ocupó el trono que siempre había sido suyo. Lo primero que hizo, tras reasumir el «nos», fue conceder una amnistía general que abarcó todo el imperio. Colmó después de incontables riquezas el Monasterio de la Gruta Sagrada y ofreció un banquete en honor de Tripitaka en el palacio oriental. No contento con eso, hizo llamar a los mejores pintores de su reino y les encargó la confección de los retratos de los cuatro Peregrinos para que figuraran a partir de entonces en el Salón de los Carillones de Oro.
Concluida su misión, el maestro y los discípulos se dispusieron a seguir su viaje hacia el Oeste. Agradecidos, el rey, la reina y todos sus súbditos les ofrecieron ingentes cantidades de oro, plata y seda, que Tripitaka, en nombre de los cuatro, rechazó con energía. Lo único que deseaba era un salvoconducto que les permitiera ensillar el caballo y partir cuanto antes. El rey estaba convencido, no obstante, de que no había expresado su gratitud como debiera e insistió en que el monje Tang se sentara en su carroza. Los funcionarios imperiales, tanto civiles como militares, se encargaron de abrir el cortejo, mientras el rey en persona, el príncipe y todas las concubinas empujaban sumisamente de la carroza. De nada sirvieron las protestas del monje Tang. Sólo cuando hubieron dejado atrás las murallas de la ciudad, se le permitió bajar de la carroza de dragones y seguir adelante con el viaje. En el momento de la despedida le dijo el rey:
- Cuando hayáis llegado al Paraíso Occidental y os dispongáis a regresar a vuestro reino con las escrituras, no olvidéis pasar por aquí.
- Así lo haré - prometió Tripitaka y el rey regresó a la ciudad sede todos sus súbditos, que, como él mismo, no paraban de llorar.
El monje Tang y sus discípulos pudieron continuar, por fin, su complicado periplo. En sus mentes sólo tenían un propósito: llegar cuanto antes a la Montaña del Espíritu. El otoño estaba tocando a su fin y el invierno, aunque tímidamente, había dado ya muestras de su inmediata presencia. La escarcha había empezado a cebarse en los arces y el bosque aparecía desnudo y abandonado. Sólo el mijo parecía resistir los primeros ramalazos del frío, fortalecido por las últimas lluvias otoñales. Los ciruelos de la montaña ponían una nota de color en el tibio sol de la mañana, mientras los bambúes se mecían en las alas del frío viento.
Tras abandonar el Reino del Gallo Negro, los Peregrinos viajaban durante el día y descansaban por la noche. Había transcurrido aproximadamente medio mes, cuando se toparon con una montaña tan alta que tocaba, en verdad, las nubes y oscurecía el mismísimo sol. Tripitaka se sintió tan abatido que detuvo su camino y llamó al Peregrino.
- ¿Quieres decirme algo? - le preguntó éste.
- ¿Has visto esa montaña enorme que se levanta ante nosotros? - replicó Tripitaka -. Es conveniente que extremes todas las precauciones, pues no me extrañaría nada que habitara en ella una criatura malvada, empeñada en impedirnos la marcha.
- Quizás sí - comentó el Peregrino -. Pero no os preocupéis y seguid caminando. Tengo preparado un plan de defensa.
Al oír eso, el maestro se tranquilizó y espoleó el caballo. La montaña era, en verdad, muy escarpada. Su cima tocaba el cielo y el más profundo de sus desfiladeros llegaba hasta las mismas puertas del infierno. Las nubes parecían haber hecho de ella su morada. A veces formaban caprichosos anillos blanquecinos que ascendían libremente por las laderas, mientras que otras tomaban la forma de una oscura y amenazante neblina. Las nubes jugaban a sus anchas con los rojizos ciruelos, los bambúes de color de jade, los verdosos cedros y los azulados pinos. En el corazón de tan impresionante montaña se adivinaban desfiladeros de más de mil metros de profundidad y lóbregas cavernas en las que habitaban monstruos de extrañas y caprichosas formas. El agua penetraba en esas cuevas gota a gota, para formar más adelante arroyuelos de irregular trazado. En la superficie el paisaje era más tranquilizador. Familias enteras de simios comedores de fruta saltaban ruidosamente de rama en rama ante la mirada asustadiza de los antílopes y la orgullosa agitación de las cornamentas de los ciervos. A lo lejos se veía a los tigres regresar a sus guaridas a pasar la noche. Al amanecer, cuando tras los riscos se adivinaba la inmediata presencia de los primeros rayos del sol, los dragones abandonaban sus cubiles y partían, raudos, a sacudir las olas con sus zarpas. Al menor ruido las aves salvajes levantaban el vuelo entre un alocado batir de alas. Toda prudencia en ellas era poca, porque en los bosques las bestias eran abundantes y no dejaban de afilar sus garras en las sufridas cortezas de los árboles. Su fiereza era tal que quien tuviera la mala fortuna de verlas caía en seguida presa del pánico. Habitaban en cavernas de difícil acceso, en las que también moraban monstruos. Por doquier las rocas ofrecían una tonalidad tan verdosa que daban la impresión de haber sido teñidas con incontables esquirlas de jade. Su color se compenetraba fácilmente con la tonalidad azulada de la neblina, que, como una gasa gigantesca, se extendía por todo el paisaje.
A pesar de belleza tan singular, tanto el maestro como sus discípulos fueron perdiendo la confianza. No era para menos. A los pocos pasos de donde se hallaban vieron levantarse una nube rojiza, que se condensó a media altura y tomó la forma de una bola de fuego. Alarmado, el Peregrino corrió hacia el monje Tang y, agarrándole de la pierna, le hizo bajar a toda prisa del caballo, al tiempo que gritaba:
- ¡Deteneos! ¡Se acerca un monstruo!
Ba-Chie y el Bonzo Sha sacaron sus armas y se pusieron junto a su maestro. En el interior de aquel enorme disco de luz roja había, en verdad, un monstruo. Hacía varios años que había oído comentar que el monje enviado por el Gran Emperador de los Tang al Paraíso Occidental en busca de escrituras era, en realidad, la reencarnación de la Cigarra de Oro, un hombre extremadamente virtuoso que se había dedicado a la práctica de las buenas obras durante más de diez vidas seguidas. Se decía que quien probara un poco de su carne vería alargados sus días hasta alcanzar la misma edad que el Cielo y la Tierra. El monstruo esperó hora tras hora la aparición del Peregrino y ahora sus deseos se veían, por fin, colmados. Pero, al mirar desde arriba, comprobó, desconcertado, que tanto el monje Tang como su caballo estaban protegidos por otros tres monjes de repulsiva apariencia y ademanes guerreros.
- ¡Mira tú por dónde! - exclamó el monstruo, sorprendido -. ¿Quién iba a decir que ese clérigo tan virtuoso gozara de la protección de unos matones como ésos? Se han arremangado la túnica y han estirado los brazos, como si fueran a entrar en combate. ¡Ahora caigo! Uno de ellos ha debido de reconocerme y ha ordenado a los demás que se pusieran en guardia. Vistas así las cosas, me va a resultar mucho más difícil de lo que había pensado probar la carne de ese monje.
Analizó la situación con más detenimiento y llegó a las siguientes conclusiones:
- Si saco mis armas, es probable que no pueda ni acercarme a ellos. Ahora bien, si recurro al engaño, con toda seguridad lograré los objetivos que me he propuesto. Puedo servirme incluso de la bondad, para desorientarlos más fácilmente. Cuando lo haya conseguido, no me costará mucho deshacerme de ellos. Voy a tomarles un poco el pelo a ver lo que pasa.
El Monstruo hizo que la luz roja se diluyera en el aire y se escondió tras un recodo rocoso que había un poco más adelante. Sacudió ligeramente el cuerpo y se convirtió en un niño de unos siete años, que colgaba, completamente desnudo, de lo alto de un pino.
- ¡Socorro! ¡Auxilio! - gritaba, angustiado, balanceando sin cesar la cuerda la que se hallaba suspendido.
En cuanto el Gran Sabio vio que la bola de fuego había desaparecido, dijo a su maestro:
- Levantaos y sigamos nuestro camino.
- Pero tú dijiste que se acercaba un monstruo - protestó el monje Tang -. ¿Cómo es que ahora nos mandas proseguir el viaje?
- Hace un rato - explicó el Peregrino - vi surgir de la tierra una nube rojiza, que se convirtió en una bola de fuego en cuanto hubo alcanzado una altura media. Eso me hizo sospechar que se trataba de algún monstruo desconocido. Pero la bola se ha disuelto, de pronto, en el aire y he llegado a la conclusión de que esa bestia no era de las que se alimentan de carne humana. De ahí que haya proseguido tranquilamente su camino y yo me haya atrevido a sugeriros que reanudemos el nuestro.
- ¡Cuidado que tienes una lengua ágil! - exclamó Ba-Chie, sonriendo, burlón -. ¿Desde cuándo los monstruos pasan de largo, sin hacer daño?
- Muchas veces - respondió el Peregrino -. ¿Es que no lo sabes? Cuando algún monstruo principal organiza alguna fiesta, a la que invita a todos los de su especie, acuden en seguida a ella, sin importarles si se encuentran por el camino con gente tan poco sabrosa como tú o tan jugosa como el maestro. Lo más seguro es que vaya a celebrarse por aquí cerca una de esas fiestas y que el monstruo de la bola de fuego sea uno de los invitados.
Tripitaka no parecía muy convencido, pero no le quedó otro remedio que encaramarse a lo alto de la cabalgadura y proseguir su camino. Cuanto más se adentraban en la montaña, más cerca oían los gritos de « ¡Auxilio! ¡Socorro!».
- ¿Quién puede gritar de esa forma en un lugar tan poco transitado como éste? -preguntó el maestro a sus discípulos, vivamente sorprendido.
- Continuad andando y no os preocupéis de nada - le urgió el Peregrino -. Es natural que en un paraje como éste se escuche toda clase de gritos. Sólo el Cielo conoce cuántas especies distintas de bestias habitan en estas montañas.
- No me refiero a los animales - se defendió Tripitaka -, sino a alguien como nosotros.
- Ya lo sé - contestó el Peregrino, sonriendo -, pero a nosotros nos va ni nos viene. Es mejor que continuemos andando.
El monje Tang hubo de reconocer que tenía razón. Pero apenas habían cubierto otro medio kilómetro, cuando, de nuevo, oyeron gritar a alguien:
- ¡Socorro! ¡Auxilio!
- No es posible que ésos sean los gritos de un monstruo - volvió a decir Tripitaka -. Tampoco se parece en nada a un eco. Escucha con atención y lo verás. Por fuerza tiene que tratarse de algún hombre en dificultades. Acudamos en seguida a socorrerle.
- Es mejor que, al menos por hoy, dejéis de lado vuestra compasión - le aconsejó el Peregrino -. Podéis recobrar vuestra piedad, en cuanto hayamos dejado atrás esta montaña. Me extraña que, después de haber leído tantas historias sobre plantas poseídas por espíritus, hayáis olvidado que todo cuanto existe puede convertirse en un monstruo. Es verdad que muchos de ellos son totalmente inofensivos, pero si nos topamos, por poner sólo un ejemplo, con una serpiente enorme que haya alcanzado cierto grado de perfección, podemos correr un peligro tremendo. Un espíritu así es capaz de conocer hasta el apodo de una persona. Escondida entre la maleza o entre las rocas, puede gritarlo una y otra vez, y, si el infeliz de turno comete la imprudencia de responder, esa misma noche perderá la vida y su espíritu pasará a formar parte del de la bestia. Es mejor no hacer caso de esas cosas. Como muy bien decían los antiguos, «escapar es ya motivo de agradecimiento a los dioses». Así que, por lo que más queráis, no prestéis atención a esas voces.
De nuevo hubo de reconocer el maestro que tenía razón y espoleó el caballo. Sin embargo, el Peregrino continuó diciéndose:
- Esos gritos tienen que ser por fuerza del monstruo que nos salió al paso. Me pregunto dónde se habrá escondido. Voy a hacerle probar lo de «Cáncer contra Capricornio». Así me evitaré no pocas complicaciones.
Se llegó después hasta donde estaba el Bonzo Sha y le ordenó:
- Agarra de las riendas al caballo y no le dejes caminar muy deprisa, voy a echar por ahí una meada.
Dejo que el monje Tang se alejara unos cuantos pasos más y recitó un conjuro para acortar distancias y hacer que la montaña girara. Señaló para atrás una sola vez con la barra de hierro y al punto Tripitaka y sus discípulos traspusieron el pico de la montaña, dejando atrás al monstruo. El Gran Sabio no tardó en alcanzarlos. Pero en ese mismo momento Tripitaka volvió a oír los gritos de auxilio y comentó:
- Se ve que ese hombre no estaba predestinado a toparse con ninguno de nosotros, porque su voz se oye ahora hacia atrás. Eso decir que debemos de haber pasado a su lado sin verle.
- Lo más seguro es que haya cambiado el viento y todo no sea más que una ilusión acústica - trató de explicar Ba-Chie.
- ¿Qué importa que el viento haya cambiado o no de dirección? - replicó el Peregrino -. Nosotros a lo nuestro. Sigamos nuestro camino, sin importarnos nada más.
Nadie volvió a comentar nada, concentrándose únicamente en lo escarpado y difícil de la ruta. El monstruo, por su parte, continuó pidiendo auxilio, pero nadie corrió a socorrerle. Eso le hizo pensar:
- Hace un momento el monje Tang estaba a tres o cuatro kilómetros de aquí. ¿Cómo es posible que todavía no haya llegado, con el tiempo que llevo esperándole? ¿Habrán seguido otro camino?
Sacudió de nuevo el cuerpo y al punto se vio libre de la soga que le atenazaba. Montó después en la luz roja y se elevó, una vez más, por los aires. El Gran Sabio no se fiaba del éxito de su estratagema y no hacía más que mirar hacia atrás, mientras caminaba. Así, no tardó en verle acercarse y, corriendo hacia el monje Tang, le obligó a bajarse del caballo, diciendo:
- Extremad las precauciones, hermanos. Según parece, el monstruo de antes nos viene siguiendo los pasos.
Ba-Chie y el Bonzo Sha agarraron en seguida sus armas y rodearon a su maestro. Al ver lo que ocurría, el monstruo no pudo por menos que decirse, sorprendido:
- ¡Menudos monjes más avispados! Acabo de ver al de la cara blanca en el caballo y resulta que ahora está junto a la cabalgadura rodeado de los otros tres. Debo cambiar inmediatamente de táctica y deshacerme del que tiene poderes para detectar de inmediato mi presencia. De lo contrario, jamás lograré mis objetivos. No es nada tranquilizador gastar en vano las pocas energías que uno posee.
En cuanto puso el pie en el suelo, se convirtió en el mismo muchacho de antes y volvió a colgarse de lo alto de un pino. Esta vez, sin embargo, lo hizo a medio kilómetro escaso de donde se encontraba el monje Tang. Al ver el Gran Sabio que la bola de fuego se había vuelto a disolver en el aire, pidió a su maestro que montara en su caballo y reanudara la marcha.
- Es la segunda vez que nos adviertes de la presencia de un monstruo - protestó, un tanto malhumorado, el monje Tang -. ¿Por qué quieres que sigamos adelante, si está tan cerca como dices?
- Es de esos monstruos viajeros, de los que os hablé antes - explicó el Peregrino -. No se atreverá, por tanto, a haceros el menor daño.
- ¿Sabes lo que pienso? - le regañó Tripitaka, perdiendo la paciencia -.Que te estás burlando descaradamente de mí. Cuando aparece un monstruo de verdad, jamás dices
nada, pero basta que atravesemos una región tan pacífica como ésta, para que empieces a gritar que anda suelta por ahí una bestia. ¿Cómo quieres que te crea? Máxime cuando me agarras sin ningún respeto de las piernas y me obligas a bajar, para nada, del caballo. Después todo lo arreglas diciendo que se trata de un monstruo viajero. Pero las cosas no son tan sencillas como pretendes. Imagina, sin ir más lejos, que el sobresalto me hace caer del caballo y me parto una pierna. ¿Podrías seguir viviendo con esa responsabilidad sobre tu conciencia? ¡Di! ¿Podrías?
- Os ruego que no lo toméis así - suplicó el Peregrino -. Si os partierais un brazo o una pierna, al caeros del caballo, cuidaríamos de vos. Pero ¿quién podría hacerlo, si cayerais en poder de un monstruo?
Tripitaka se puso tan furioso que empezó a recitar el conjuro que le enseñado la Bodhisattva para dominar al Mono. Era tal el dolor de cabeza que atormentaba a Wu-Kung que el Bonzo Sha, compadecido, pidió al maestro que pusiera fin al castigo. Tripitaka tomó las riendas del caballo y continuó caminando. A los pocos pasos hizo ademán de montar en él, pero no había puesto el pie en el estribo, cuando oyó que alguien gritaba:
- ¡Por lo que más queráis, maestro, ayudadme!
Sorprendido, levantó los ojos y vio colgando de un árbol a un niño totalmente desnudo. Conmovido, se volvió hacia el Peregrino y le regaño diciendo:
- ¡Cuidado que eres desaprensivo! ¡En ti no existe la menor pizca de bondad! Sólo piensas en buscarme problemas y en destruir cuanta vida encuentras a tu paso. Te dije que alguien solicitaba nuestra ayuda, pero tú te empeñaste en hacerme creer que se trataba de un monstruo. ¡Mira bien! ¿Qué es eso que cuelga de ahí? ¿Una bestia o una persona?
El Gran Sabio no se atrevió a replicar. Sabía que, si abría la boca, el maestro empezaría a recitar otra vez el conjuro y prefirió ahorrarse ese tormento. Aparentó, pues, arrepentimiento y agachó, compungido, la cabeza. Poco podía hacer por evitar que el monje Tang se aproximara al árbol y le preguntara al monstruo con la fusta extendida:
- ¿A qué familia perteneces y por qué estás ahí colgado? Si o me lo dices, me temo que no podré ayudarte.
¡Qué lástima que el monje Tang sólo hiciera uso de sus ojos mortales! Hasta el monstruo se extrañó que no le reconociera. Eso le movió a seguir adelante con su farsa. Arreció en su llanto y contestó con voz entrecortada:
- Al oeste de esta montaña discurre el Arroyo del Pino Seco a cuyas orillas se extiende un pueblo en el que habita mi familia. Mi abuelo se apellida Rojo, pero, como ha logrado amasar una enorme fortuna, todo el mundo le conoce como Rojo el Millonario. En realidad debería hablar de él en pasado, porque hace ya mucho tiempo que murió. Como era de esperarse, toda su fortuna pasó a mi padre. Su suerte, desgraciadamente, no ha estado regida por la misma estrella y cuantos negocios ha emprendido han terminado en un rotundo y sonoro fracaso. Tanto que ahora es conocido como Rojo el Milenario. Pensando en recuperar pronto lo perdido, se lanzó a hacer incontables préstamos de plata y oro a un grupo de aguerridos caballeros. Cuesta trabajo creer que no se diera cuenta de que se trataba de una banda de vulgares malhechores, cuyo único propósito era arrancarle cuanto poseyera. Cuando juró, finalmente, que no iba a prestarles una sola sapeca más, era demasiado tarde. Los bandidos se sintieron tan seguros que asaltaron nuestra casa a plena luz del día y arramplaron con todo lo que les vino en gana. No contentos con eso, asesinaron a mi padre y, al ver lo atractiva que aún era mi madre, la secuestraron con la clara intención de encerrarla para siempre en un burdel. Pese a tanta desgracia, tuvo la suficiente fortaleza de ánimo para esconderme
entre sus faldas y llevarme consigo sin que nadie se diera cuenta. Pero entre los bandidos terminaron descubriendo su juego y, al llegar a esta montaña, quisieron asesinarme. Si logré escapar al cuchillo, fue porque mi madre les suplicó, una y otra vez, que me perdonaran la vida. Los bandidos no estaban para tanta floritura y accedieron a colgarme de un árbol, para que el hambre acabara con mis días y las alimañas devoraran después mi cuerpo. Ha sido una suerte, por tanto, que acertarais vos a pasar por un sitio tan desolado como éste. Sin lugar a dudas tan buena fortuna obedece a ciertos méritos, que, sin yo saberlo acumulé en alguna existencia anterior. Si accedéis a salvarme la vida y a conducirme de vuelta a mi casa, os recompensaré con largueza, aunque para ello tenga que venderme como esclavo. Mi agradecimiento será tal que hasta después de muerto recordaré vuestro gesto.
Tripitaka creyó a ciegas cuanto dijo el muchacho y ordenó a Ba-Chie que le desatara. El Idiota se dispuso en seguida a hacerlo, pero el Peregrino trató de impedírselo, diciendo directamente al monstruo:
- ¡Maldita bestia! ¡No pienses que no sé quién eres! ¡Para engañar a la gente se precisa más que lloriqueos y patrañas! Si, como dices, tu hacienda ha sido saqueada, tu padre ha muerto a manos de esos bandidos y tu madre se ha visto forzada a seguirlos, ¿quieres decirnos a quién vamos a confiarte, una vez que te hayamos liberado? Además, ¿cómo piensas agradecérnoslo, si no tienes dónde caerte muerto? Como ves, tu historia es incapaz de mantenerse en pie mucho tiempo por sí sola.
El monstruo se puso a temblar. Sabía que el Gran Sabio era su principal enemigo. Por eso, echó mano de nuevo de su inventiva y, llorando a lágrima viva, dijo al maestro:
- Es cierto que mis padres han muerto y que la fortuna de mi familia evaporado por completo. Pero aún dispongo de alguna que otra tierra y de unos cuantos familiares.
- ¿Qué familiares? - le interrogó el Peregrino.
- Todos los de mi madre - respondió el monstruo -. Son originarios de una región que hay al sur de esta montaña, aunque la mayoría de mis tías viven hacia el norte. Eso sin contar al Señor Li, esposo de una hermana de mi madre, que mora cerca del nacimiento del arroyuelo del que antes os hablé, y al Señor Rojo, un tío lejano, que tiene su morada en el interior del bosque. Por si esto os parece poco, sabed que en el pueblo del que procedo tengo varios primos y parientes. Ellos os recompensarán con largueza, cuando les diga lo que habéis hecho por mí. Estoy seguro de que venderán alguna tierra y os darán cuanto preciséis.
Al oír eso, Ba-Chie apartó al Peregrino de un empujón, diciendo:
-¿A qué viene interrogarle de esa manera? ¿No ves que no es más que un niño? Además, dijo claramente que los bandidos se habían llevado todo lo que había de valor en su casa. Me figuro que no podrían cargar con las tierras y las casas, ¿no? Nosotros, sin ir más lejos, comemos como bestias, pero no podemos terminar con la comida que producen diez simples acres de tierra. Bajémosle de ahí y disfrutemos de nuestra buena obra, cuando hable con sus parientes.
El Idiota no tenía ya más ojos que para la comida. Sin encomendarse a nadie, cogió la navaja que usaban para las ofrendas y desató al monstruo. Sin dejar de llorar, la bestia se volvió hacia monje Tang y empezó a golpear el suelo con la frente.
- Levántate y sube a mi caballo - le ordenó el maestro, enternecido -. De ahora en adelante yo me encargaré de cuidarte.
- No, no - se disculpó el monstruo -. De estar colgado en ese árbol tengo entumecidos los pies y las manos, y me duele mucho el cuerpo. Además, nunca he montado en caballo.
El monje Tang ordenó entonces a Ba-Chie que cargara con él, pero el monstruo se negó a hacerlo, diciendo:
- Mi piel es muy áspera y no me atrevo a abusar de esa forma de este digno maestro. Tenéis que reconocer, por otra parte, que sus orejas son muy grandes, su boca muy saliente, y sus cerdas demasiado recias. ¿Queréis que parezca que me he tumbado encima de un cardo?
- En ese caso - concluyó el monje Tang -, que te lleve el Bonzo Sha.
- Maestro - dijo el monstruo, después de echarle una mirada -, cuando esos bandidos arrasaron mi casa, llevaban la cara totalmente pintada, usaban barbas postizas y blandían cuchillos y palos. No podéis suponeros la impresión que me causaron. Pese a todo, y con muchísimo respeto, este honorable maestro me produce más miedo todavía que ellos. Si no os importa, preferiría que él no cargara conmigo.
Al monje Tang no le quedó, pues, otro remedio que ordenárselo al Peregrino, que se apresuró a exclamar, soltando ruidosamente la carcajada:
-¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Le llevaré yo!
Sin poder esconder su alegría, el monstruo aceptó de buen grado ser llevado por el Peregrino. Con el fin de probar su peso, Wu-Kung se apartó un poco del camino y comprobó que pesaba poco más de quince kilos. Satisfecho, exclamó entre dientes:
- ¡Cuidado que eres imprudente! Merecías que te diera muerte ahora mismo. ¿Quién te dijo que podías burlarte, así como así, de mí? ¿Acaso creíste que no iba a descubrir ese algo especial que tú posees?
- Yo procedo de una buena familia y he tenido la mala fortuna de toparme con la más insufrible de las desgracias. ¿Qué queréis decir con eso de algo especial?
-Si es verdad que perteneces a una buena familia - replicó el Peregrino -, ¿cómo es que tienes un cuerpo tan ligero?
- Sólo tengo siete años - se defendió el monstruo.
- Aunque únicamente hubieras engordado cuatro kilos al año - calculó el Peregrino -, ahora deberías pesar veintiocho y la verdad es que apenas llegas a la mitad.
-¿Yo qué sé? - exclamó el monstruo -. Posiblemente no tomara suficiente leche, cuando era pequeño.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Cargaré contigo hasta donde sea preciso, pero, por lo que más quieras, no me mees encima. Cuando desees orinar, me avisas, ¿de acuerdo?
Tripitaka iba delante con Ba-Chie y el Bonzo Sha, cerrando la marcha Wu-Kung con el niño a las espaldas. De su marcha hacia el Oeste disponemos de un poema que dice:
La virtud siempre es sublime, pero las fuerzas del mal se valen también de su atractivo. De la misma forma, la causa del Zen es inmutable, pero de esa inmutabilidad se alimentan, igualmente, las bestias. La Mente siempre es justa y, por eso, opta por un camino medio. La Madre Madera 1, por su parte, injusta e inclinada al mal, sigue otro sendero. El Caballo de la Voluntad permanece callado, tratando de dominar los deseos y pasiones. Quien alimenta la Falsedad suele hallar éxito en sus empresas, pero su felicidad se desvanece como la espuma, porque, tarde o temprano, la Verdad termina desenmascarándola.
Mientras el Gran Sabio caminaba con el monstruo a sus espaldas, empezó a criticar la conducta del monje Tang, diciéndose:
- Parece como si el maestro no supiera lo difícil que es trasponer montañas tan escabrosas como ésta. De por sí, es penosísimo transitar por estos senderos. ¡Cuánto más con un monstruo a las espaldas! Aunque fuera una persona honrada, no tendría ningún sentido cargar con él, porque sus padres han muerto. ¿A quién vamos a confiar su custodia? En casos así lo mejor es romperle la cabeza y asunto terminado.
El monstruo se percató en seguida de lo que estaba pensando el Peregrino y decidió valerse de la magia. Aspiró cuatro bocanadas de aire, una de cada punto cardinal, y las expulsó sobre el cogote del Peregrino. Al punto éste sintió como si le hubieran puesto encima un peso superior a los diez mil kilos.
- ¡Vaya! - exclamó el Peregrino, sonriendo con malicia -. Así que tratando de aplastar a tu respetable padre con un poquitito de magia ¿eh?
El monstruo temió que el Gran Sabio pudiera hacerle daño y liberándose de aquel cuerpo, se elevó por los aires, al tiempo que el peso que soportaba el Peregrino se hacía cada vez más grande. Eso agravó aún más su mal humor. El Rey de los Monos no era hombre que soportara con facilidad los abusos y, agarrando al muchacho que llevaba a las espaldas, lo tiró junto a unas rocas que había al borde del camino. El golpe fue tan fuerte que el cuerpo quedó reducido a una masa informe de carne. No contento con eso, el Peregrino le arrancó las piernas y los brazos y los hizo añicos. Al verlo desde el aire, el monstruo no pudo por menos que lanzar un suspiro de alivio, al tiempo que pensaba:
- ¡Menudo monje! ¡Jamás pensé que fuera tan traidor! Aunque yo sea un monstruo empeñado en devorar a su maestro, tenía que haber esperado a que yo hubiera dado el primer paso. ¿A qué viene mostrarse tan agresivo? Menos mal que se me ocurrió apartarme de ese cuerpo; de lo contrario, ahora estaría muerto del todo. Lo que tengo que hacer es apoderarme cuanto antes del monje Tang. Creo que no podré encontrar una ocasión mejor que ésta, pues ese mono disfruta haciendo correr la sangre.
No había acabado de decirlo, cuando se levantó un viento huracanado, que arrastraba las rocas y lanzaba contra las nubes toneladas de arena y polvo. Era tan fuerte que las aguas se salieron de sus cauces y, al agitar el éter negro, el sol terminó perdiendo su luz. Fueron incontables los árboles que arrancó, poniendo al descubierto sus centenarias raíces. No hubo ciruelo que no perdiera todas sus ramas. La arena se cebaba en los ojos de los caminantes, que se veían en la necesidad de posponer sus viajes. Las rocas volaban como hojas de bambú, yendo a caer sobre los caminos y haciéndolos prácticamente intransitables. Todo el paisaje se vio sumido en una densa oscuridad, que enloquecía a las bestias y a las aves salvajes. Por doquier se oían sus gritos de angustia.
Tripitaka apenas podía mantenerse a lomos del caballo. Ba-Chie lo vio tambalearse peligrosamente en lo alto de la grupa, pero hubo de cerrar los ojos casi inmediatamente, para defenderlos de los embates de la arena. Otro tanto hizo el Bonzo Sha. Sólo el Gran Sabio comprendió que se trataba de alguna artimaña del monstruo. Pero, cuando llegó al lado de su maestro, la bestia se lo había llevado ya montaña adelante. El monje Tang había desaparecido, sin dejar el menor rastro.
El viento comenzó entonces a amainar y no pasó mucho tiempo antes de que el sol comenzara a brillar de nuevo. El Peregrino vio al caballo - dragón relinchando y dando coces de espanto. El equipaje yacía, deshecho, junto al camino. Ba-Chie estaba acurrucado detrás de una roca, lo mismo que el Bonzo Sha, que no dejaba de gemir.
-¡Ba-Chie! - gritó el Peregrino.
Al oír la voz de Wu-Kung, el Idiota levantó la cabeza y comprobó que la tormenta había remitido del todo. Aun así, se agarró nerviosamente al Peregrino y exclamó:
-¡Qué viento tan huracanado! ¡Qué viento!
- Parecía un tornado - comentó el Bonzo Sha, acercándose a ellos.
- ¿Dónde está el maestro? - preguntó el Peregrino.
- El viento era tan fuerte que todos tuvimos que esconder la cabeza en el primer sitio que encontramos, para no quedarnos ciegos - respondió Ba-Chie -. Por lo poco que pude ver, el maestro recurrió a su silla de montar.
- Todo eso está muy bien - dijo el Peregrino -. Pero ¿dónde está ahora?
- ¡Es increíble! - exclamó el Bonzo Sha -. Ha desaparecido. Parece como si se hubiera convertido en una paja y se hubiera marchado a lomos del viento.
- Creo que ha llegado la hora de separarnos - concluyó el Peregrino.
- Tienes razón - concedió Ba-Chie -. Todavía estamos a tiempo de irnos cada cual por
nuestro lado. El viaje hacia el Oeste parece interminable. ¿Queréis decirme cuándo vamos a llegar? A veces dudo que nuestro viaje vaya a tener fin algún día.
- ¿Cómo podéis decir eso? - les regañó el Bonzo Sha, tan sorprendido por los que oía que el cuerpo se negaba a obedecerle -. Todos cometimos graves ofensas contra el Cielo en nuestras vidas anteriores. Fue una suerte, por tanto, que la Bodhisattva Kwang Shr-Ing nos iluminara el corazón, nos hiciera entrega de los mandamientos, nos cambiara los nombres y nos invitara a abrazar la fe budista. Con el fin de acumular méritos y conseguir que nos fueran perdonadas totalmente nuestras antiguas culpas, aceptamos de buen grado proteger al monje Tang en su camino al Paraíso Occidental con el fin de presentar sus respetos a Buda y obtener las escrituras sagradas. ¿Cómo habláis ahora de darlo todo por terminado, regresando cada cual al lu8gar del que partió? Si lo hacemos, todo habrá resultado inútil y los esfuerzos de la Bodhisattva habrán sido tan innecesarios como una lluvia de arena sobre el desierto. Eso sin contar con que todo el mundo se reirá de nosotros. ¿Qué otra cosa merece, de hecho, quien comienza una cosa y es incapaz de terminarla?
- Todo eso es verdad - reconoció el Peregrino -. Pero ¿qué otra cosa podemos hacer con un maestro tan cabezota e incapaz de escuchar los consejos que se le dan? Como sabéis, poseo unos ojos de fuego y unas pupilas de diamante que me capacitan para distinguir con claridad el bien del mal. Desde un principio supe que el niño que estaba colgado del pino era, en realidad, un monstruo; ha sido él precisamente el que ha levantado ese viento que por poco nos mata. Os lo advertí antes de que sucediera, pero ni vosotros ni el maestro quisisteis creerme, alegando que pertenecía a una buena familia y obligándome a cargar con él. Eso, en el fondo, me alegró, porque me dio la oportunidad de controlarle más de cerca. Pero él trató de aplastarme, recurriendo a la magia del cuerpo superpesado. Cansado de sus argucias, le hice picadillo. Sin embargo, logró abandonar a tiempo su maltrecho cuerpo, arreglándoselas incluso para atrapar a nuestro maestro en el torbellino de ese huracán que acabamos de presenciar. ¡El monje Tang no escucha nunca a nadie! Son incontables las veces que se ha negado, no digo ya a aceptar, sino simplemente a considerar mis consejos. Eso me ha producido tal amargura que he creído que no valía la pena seguir sacrificándonos por un hombre que sólo se rige por sus propias ideas. Ahora, la verdad, no sé qué partido tomar. Tus palabras estaban cargadas de tal sentido de la lealtad que mis razones me parecen egoístas y carentes de todo fundamento. Pero la amargura sigue corroyendo mi corazón. ¿Qué te parece a ti, Ba-Chie, que hagamos?
- Ahora me doy cuenta de que lo que dije lo hice sin pensar - confesó Ba-Chie -. Mi opinión, por tanto, es que debemos continuar unidos. Además, no nos queda otra alternativa. Aun suponiendo que el Bonzo Sha no tuviera razón, nuestra obligación es dar con el monstruo y liberar a nuestro maestro. Sería indigno de nosotros abandonarle, cuando más nos necesita.
- Actuemos, entonces, como un solo hombre - sugirió el Peregrino con el rostro iluminado -. En cuanto hayamos recogido el equipaje y nos hayamos hecho cargo del caballo, escalaremos la montaña y descubriremos dónde se encuentran el monstruo y el maestro.
- Sin embargo, recorrieron cerca de setenta kilómetros de penosísimo camino y no encontraron el menor rastro. La montaña parecía estar desprovista de toda señal de vida. Sólo de vez en cuando se veía algún que otro cedro sin nidos o un pino solitario, al que no acudía ninguna bestia a restregarse. La inquietud se iba haciendo más intensa en el corazón del Gran Sabio con cada paso que daba. Al final, no pudo aguantarlo más y, llegándose hasta la cumbre de un salto, gritó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una criatura de tres cabezas y seis
brazos, exactamente igual que cuando sumió el Cielo en aquella tremenda confusión.
Agitó, al mismo tiempo, la barra de hierro y ésta se multiplicó inesperadamente por tres. Con ella comenzó a golpear como un loco en todas direcciones. Al verlo, Ba-Chie exclamó, preocupado:
- ¡Esto va de mal en peor, hermano Sha! Parece que la desaparición de nuestro maestro ha hecho perder el juicio a Wu-Kung. Ya ves, sin ton ni son se ha puesto a guerrear contra el viento.
Sin embargo, el alocado combate del Peregrino sirvió para que acudieran ante él los dioses que por allí habitaban. Todos parecían muy pobres. Tanto que no vestían más que andrajos. Sus calzones carecían de culera y tenían las perneras totalmente deshilachadas. En seguida se echaron rostro en tierra y dijeron:
- Aquí tenéis, Gran Sabio, a todos los dioses y espíritus de esta montaña.
- ¿Cómo es que sois tantos? - preguntó el Peregrino, sorprendido.
- Para vuestra información, Gran Sabio - contestaron ellos, sacudiendo sin cesar el suelo con la frente -, este lugar es conocido como Montaña del Pico de Lezna de los Diez Mil Kilómetros. A cada millar le corresponde un dios y un espíritu local, así que, en total, somos veinte 2 las deidades que aquí residimos. Ayer mismo tuvimos noticias de vuestra llegada, pero hasta hoy no hemos podido reunimos todos. Eso explica nuestra tardanza en venir a daros la bienvenida. Esperamos que no nos lo toméis a mal y perdonéis nuestra mala educación.
- De momento, estáis perdonados - trató de tranquilizarlos el Peregrino -. Pero dejémonos de cumplidos. Deseo que me digáis el número exacto de monstruos que habitan en esta montaña.
- Sólo uno, Gran Sabio - respondieron los dioses -. A él precisamente le debemos que seamos tan pobres, porque, por su culpa nadie nos ofrece incienso ni papel moneda, amén de los sacrificios de los que gozan los dioses de otras regiones. Como veis, apenas disponemos de túnicas y a veces pasan meses enteros sin que podamos llevarnos a la boca ni un solo grano de arroz. ¿Os imagináis cómo serían nuestras vidas, si hubiera por aquí algún otro monstruo más?
- ¿Dónde habita esa bestia? - inquirió, una vez más, el Peregrino -. ¿En la parte posterior o anterior de esta montaña?
- En ninguna de ellas - volvieron a contestar los dioses -. Por esta montaña discurre un arroyuelo, conocido como el Arroyo del Pino Seco, a cuyas orillas se abre una cueva, que lleva el nombre de Caverna de la Nube de Fuego. En ella habita un monstruo que posee extraordinarios poderes mágicos, con los que nos esclaviza sin piedad, forzándonos a hacer fuego, a batir los tambores, a mantener protegida su puerta y a patrullar de noche el bosque. Por si eso fuera poco, los diablillos que moran con él abusan de nuestra mala fortuna, obligándonos a pagarles de vez en cuando elevadísimas sumas de dinero.
- ¿Cómo es posible? - exclamó el Peregrino, escandalizado -. ¿De dónde sacáis el dinero, si pertenecéis a la Región de las Tinieblas?
- Así es - confirmaron los dioses -. No disponemos de una triste sapeca. De ahí que nos veamos obligados a cazar algún ciervo que otro, con el fin de aplacar su codicia. Cuando nos olvidamos de hacerlo, arrasan nuestros monasterios y destruyen cuanto encuentran a su paso. Nuestra vida se ha convertido en un auténtico infierno y no disponemos de un solo segundo de tranquilidad. Por todo ello, nos atrevemos a suplicaros, Gran Sabio, que deis muerte a esa bestia y liberéis de su opresión a cuantas criaturas moran en esta bienhadada montaña.
- Si visitáis con tanta frecuencia como decís su caverna - concluyó el Peregrino -, me figuro que sabréis su nombre y su lugar de origen.
- Creemos que también vos estáis al tanto de esos extremos - contestaron los dioses con respeto -. Es hijo del Monstruo Toro, de cuya crianza se encargó el mismísimo Raksasi. Durante más de trescientos años se entregó a la práctica de la virtud en la Montaña del Fuego Imperecedero, donde alcanzó la perfección del fuego de Samadhi y los extraordinarios poderes que ahora posee. El Toro Monstruo le aconsejó entonces afincarse en esta montaña y hacer de ella su feudo. Así, el que de niño fue conocido como el Muchacho Rojo ahora ostenta el pomposo título de Gran Rey del Santo Niño.
Agradecido por tan valiosa información, el Peregrino despidió a los dioses y espíritus de la montaña, volviendo a adquirir casi inmediatamente la forma que le era habitual. De un salto se llegó hasta donde estaban Ba-Chie y el Bonzo Sha y les dijo:
-Podemos respirar tranquilos. Ese monstruo es amigo mío y estoy seguro de que no hará el menor daño a nuestro maestro.
- ¡Vamos, no digas tonterías! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Tú te criaste en el continente de Purvavideha y este lugar forma parte del de Aparagodaniya. Entre ambos existen por lo menos diez mil kilómetros, dos océanos e incontables ríos y cordilleras. ¿Cómo va a ser amigo tuyo?
- Acabo de entrevistarme con los dioses de esta región - explicó el Peregrino - y me han informado de sus orígenes. Me he enterado de que es hijo del Monstruo Toro que crió Raksasi, que de niño se llamaba el Muchacho Rojo y que ahora ostenta el pomposo título de Gran Rey del Santo Niño. Recuerdo que cuando, hace aproximadamente quinientos años, sumí el Cielo en una confusión total, me dediqué a recorrer los montes más renombrados del mundo en busca de los mayores héroes de la Tierra. Con ellos, entre los que, por cierto, se encontraba el Monstruo Toro, constituí una hermandad de siete miembros. Yo era el más pequeño de todos y él el más grande; de ahí que siempre le llamara hermano mayor. Dado que este monstruo es hijo suyo, deberá considerarme como tío o, al menos, amigo de su familia. ¿Cómo va a hacer daño a nuestro maestro, si descubre quién soy? No perdamos más tiempo y vayamos inmediatamente a hacerle una visita.
- ¡Cuidado que eres ingenuo! - exclamó, una vez más, Ba-Chie -. ¿Acaso has olvidado lo que dice el proverbio? «Con tres años que falte uno de casa hasta los hermanos terminan olvidándole.» Eso sin contar con que llevas sin verle, no digo ya tres, sino seiscientos años, y que en todo ese tiempo no habéis bebido juntos ni una sola vez. ¿Qué clase de amigos son los que nunca se visitan ni intercambian regalos en las fiestas?
- Haces mal en catalogar a la gente de esa manera - le reprendió el Peregrino -. No en balde otro proverbio afirma que «de la misma forma que una hoja de loto puede recorrer la inmensidad del océano, los seres humanos pueden encontrarse más de diez mil veces a lo largo de sus vidas». Además, aunque no me reconozca como amigo de su padre, estoy seguro de que no se atreverá a hacer el menor daño a nuestro maestro. Vamos, que banquetes no nos va a ofrecer ninguno, pero que va a devolvernos sano y salvo al monje Tang.
Esperanzados por estas palabras, los tres monjes cargaron con el equipaje y se dispusieron a buscar la ruta que habían perdido. Sin dejar de caminar día y noche, y tras recorrer no menos de cien kilómetros, llegaron a un impresionante bosque de pinos. En él fluía plácidamente un arroyuelo de aguas verdosas. Justamente en el punto de su nacimiento se veía un puente de piedra que conducía a la entrada de una caverna.
- Mirad aquellas rocas - dijo a sus dos acompañantes el Peregrino -. Estoy seguro de que es el lugar en el que vive el monstruo. Voy a llegarme hasta allí para discutir con él de todo el asunto. ¿Quién quiere quedarse aquí cuidando del caballo y del equipaje? Decididlo pronto, porque el otro tiene que venir conmigo.
- Te acompaño yo - se apresuró a decir Ba-Chie -. No me gusta quedarme sentado
durante mucho tiempo en un sitio, ya lo sabes.
- De acuerdo. Tú, Bonzo Sha - añadió el Peregrino -, esconde el equipaje y el caballo en el interior del bosque y cuida bien de ellos. Mientras tanto, nosotros dos liberaremos al maestro.
El Bonzo Sha no puso el menor reparo. Ba-Chie y el Peregrino, por su parte, cogieron las armas y se dirigieron hacia la cueva. Por muy sagaz y maléfico que fuera el monstruo de fuego, la Madera Madre y el Mono de la Mente formaban un tándem prácticamente invencible.
No sabemos cómo se las arreglaron para llegar hasta la caverna. Quien quiera averiguarlo deberá escuchar con atención las explicaciones que se brindan en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XLI
EL MONO DE LA MENTE ES DERROTADO POR EL FUEGO. LA MADERA MADRE ES CAPTURADA POR LOS MONSTRUOS
No debes preocuparte del bien o el mal, el honor o la vergüenza, la verdad o la mentira, porque el éxito, los fracasos, los afanes y el descanso vienen y van de continuo. Es preciso vivir el ritmo de las propias necesidades y aceptar sin rechistar la suerte que a cada cual le ha correspondido, sólo quien está tranquilo alcanza la paz absoluta e imperecedera, mientras que quien se deja arrastrar por los afanes de la vida se convierte en presa fácil de los demonios. Con la misma certeza con que el tiempo refresca cuando se levanta la brisa, las Cinco Fases saldrán vencedoras de toda asechanza.
Decíamos que el Bonzo Sha se adentró en el bosque, mientras el Gran Sabio y Ba-Chie se dirigían con paso decidido hacia la caverna. De un salto traspusieron el Arroyo del Pino Seco, yendo a caer sobre un montón de rocas muy raras, tras las que se abría la cueva propiamente dicha. El paisaje que se extendía ante sus ojos era, realmente, encantador. El sendero que conducía a la entrada estaba tan sumido en el silencio que no podía encontrarse en todo el universo un lugar mejor para meditar. A lo lejos se escuchaban los cantos de las garzas negras, leves susurros de belleza que arrastraba el viento. Debajo del puente fluía la placidez del arroyo, que brillaba, como una gema, bajo la acción de los rayos del sol. La blancura de las nubes se reflejaba en su cauce, como una dama coqueta. Los simios y las aves salvajes se movían, sin dejar de gritar, por auténticos dédalos de flores exóticas. Las rocas aparecían vestidas de enredaderas y hiedras, entre las que se asomaban, tímidas, las orquídeas. De las simas tapizadas de verde surgían columnas de humo y neblinas. Los bambúes y pinos parecían saludar, con su inmarcesible color, a los fénix. Las altas cumbres que se vislumbraban en la distancia evocaban gigantescos biombos de piedra. No cabía duda de que aquélla era la morada de un inmortal auténtico. El arroyo que la cruzaba nacía en la mismísima cordillera de Kun - Lun y estaba predestinado a servir de solaz a un ser extraordinario.
El Peregrino y Ba-Chie pudieron ver en el dintel de la caverna una enorme losa de piedra, en la que podía leerse: «Caverna de la Nube de Fuego. Arroyo del Pino Seco». Justamente debajo de tan espléndida inscripción había un grupo de diablillos jugueteando con espadas y lanzas. El Gran Sabio levantó la voz, al verlos, y dijo:
- ¡En, vosotros! Id inmediatamente a informar a vuestro señor que, si no accede inmediatamente a dejar en libertad al monje Tang, acabaré con todos vosotros y arrasaré hasta sus cimientos la caverna en la que ahora habitáis.
Los diablillos se refugiaron al instante en el interior de la caverna, cerraron de golpe los dos portones de piedra y corrieron a comunicárselo a su señor, muy excitados:
- ¡La ruina, gran rey! ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
Después de capturar a Tripitaka y llevarle a su caverna, el monstruo le hizo desnudar, le ató pies y manos, como si fuera un vulgar cerdo, y le dejó tirado en el patio de atrás. Unos cuantos diablillos se encargaron pronto de lavarle con esmero, para que pudiera ser posteriormente cocinado y devorado. En medio de esa labor estaban, cuando oyeron los aterrados gritos de sus compañeros. Al punto dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a preguntarles:
- ¿Queréis decirnos de qué desgracia se trata?
- Ahí fuera - explicó uno de ellos con voz entrecortada - hay un monje con la cara cubierta totalmente de pelo y con una voz que recuerda al trueno. Le acompaña otro, que tiene unas orejas muy grandes y un morro muy protuberante. Ambos exigen que les entreguemos a su maestro, un tal monje Tang. Dicen que, si no lo hacemos de inmediato, van a terminar con todos nosotros y a destruir hasta sus cimientos esta caverna.
- Seguro que esos que decís son el Peregrino Sun y Chu Ba-Chie -comentó el monstruo, sonriendo despectivo -. Se ve que no son nada tontos y que saben dónde buscar. Desde el sitio en que capturé a su maestro hasta aquí hay aproximadamente una distancia de un ciento cincuenta kilómetros. No me explico cómo se las han arreglado para llegar hasta aquí tan pronto.
Se volvió a continuación hacia los suyos y les ordenó:
- ¡Sacad las carretas!
Sin pérdida de tiempo unos cuantos diablillos abrieron una puerta y sacaron, no sin esfuerzo, cinco carretas de un tamaño más pequeño. Al verlo, el Peregrino dijo a Ba-Chie:
- ¡Vaya, menos mal! Se ve que nos han cogido miedo y han optado por mudarse a otro sitio. Aunque... - añadió inmediatamente - ¡No! Quien se dispone a iniciar un viaje, no coloca sus carromatos de esa forma tan rara.
Los diablillos habían puesto, en efecto, una carreta en cada uno de puntos de las Cinco Fases - es decir, la de la madera, el metal, el fuego, el agua y la tierra -, encargándose de su protección otros tantos guardas bien armados. Los demás corrieron al interior de la caverna.
- ¿Está todo listo? - preguntó el monstruo.
-Así es - contestaron ellos.
- En ese caso - concluyó el monstruo -, traedme la lanza.
Los diablillos encargados de la armería trajeron al punto una lanza enorme con la cabeza de fuego, que entregaron respetuosamente a su señor. El monstruo ni siquiera se preocupó de ponerse una armadura. Sin otra protección que una túnica de seda profusamente bordada, salió al encuentro de sus dos adversarios. El Peregrino y Ba-Chie se sorprendieron de verle avanzar descalzo. Su rostro era tan blanco que parecía como si se lo hubiera untado de polvos de arroz. Por el contrario, labios resultaban tan carnosos y rojos que daba la impresión de que se los hubiera embadurnado de pintura con ayuda de un pincel. Su pelo poseía la negrura de la noche, tan total y absoluta que jamás tintorero alguno podría conseguir un tono semejante. La curvatura de sus cejas recordaba la de la luna creciente, aunque, por su tosquedad, parecía como si hubieran sido labradas con simples cuchillos de cortar. Los bordados de su túnica representaban un fénix y un dragón enroscado. Su constitución era tan hercúlea como la del mismísimo Nata, acentuada por el tamaño de su lanza flamígera. Su voz poseía algo de la potencia del trueno en primavera, impresión que acentuaba el extraordinario brillo de sus ojos, que, de alguna manera, recordaba el cegador fulgor del rayo. No cabía duda de que su nombre, el Muchacho Rojo, estaba destinado a perdurar para siempre.
- ¿Se puede saber quién ha osado venir a perturbar la paz de mi morada? - preguntó con voz potente, en cuanto se hubo encontrado en el exterior de la caverna.
- ¡Mi querido sobrino! - exclamó el Peregrino, acercándose a él con la sonrisa en los labios -. Deja de comportarte de esa forma, por favor. Esta mañana, cuando te colgaste de un pino haciéndote pasar por un muchacho asustadizo y débil, lograste engañar a mi maestro pero no a mí. Pese a todo, cargué contigo de buena fe, pero tú te las arreglaste para atrapar a mi preceptor, montándote a lomos de un viento huracanado. ¿Crees que no tengo motivos para venir a exigirte que le pongas inmediatamente en libertad? No puedes pretender que todo no haya sido más que un lamentable equívoco. Vamos, deja de comportarte como un jovenzuelo sin juicio y atente a razones. No querrás entorpecer nuestras relaciones de parentesco, ¿verdad? Si tu padre llega a enterarse de lo ocurrido, es muy posible que me eche las culpas de todo, alegando que he abusado de un muchacho de tu edad, cuando, en realidad, ha sido todo lo contrario.
- ¡Maldito mono! - replicó el monstruo, enfurecido -. ¿Quieres explicarme qué relaciones de parentesco me atan a ti? ¿A qué viene todo ese cuento y, sobre todo, por qué me llamas sobrino?
- Se ve que no estás enterado de nada - contestó el Peregrino -, Hace muchísimo tiempo, cuando tú aún no habías nacido, tu padre y yo sellamos un pacto de hermandad. ¿No lo sabías?
- ¡Este mono lo único que hace es decir tonterías! - bramó el monstruo -. ¿Cómo vamos a ser familiares, si procedemos de lugares totalmente distintos? Además, ¿quieres explicarme con más detalle eso del pacto de hermandad?
- Con mucho gusto - respondió el Peregrino -. Yo soy Sun Wu-Kung, el Gran Sabio, Sosia del Cielo. Hace aproximadamente quinientos años sumí el Cielo en una tremenda confusión, pero antes de eso viajé con frecuencia por los Cuatro Grandes Continentes. En toda la Tierra no hubo un solo lugar en el que no pusiera el pie. Para mi era entonces de vital importancia entrar en contacto con personas de valor y aureoladas de heroísmo. Por aquella época tu padre, el Monstruo Toro, se hacía llamar el Gran Sabio, Reflejo del Cielo. Junto con otros cinco héroes constituimos una hermandad, cuya primacía ostentó precisamente él. El segundo lugar le correspondió al Monstruo Dragón, que adoptó el título de Gran Sabio, Señor del Océano. El tercero fue para el Monstruo Garuda, que se hizo llamar Gran Sabio, Unido al Cielo. El cuarto lo ocupó un León, que se arrogó el rango de Gran Sabio, Señor de la Montaña, El quinto correspondió a un Monstruo femenino, que se hizo llamar Gran Sabio de la Brisa Serena. El sexto estuvo reservado para un Simio Gigante, que se apropió el título de Gran Sabio, Azote de los Dioses. Finalmente, a mí, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, me correspondió el séptimo y último lugar, ya que era el más pequeño de todos y no superaba a nadie en tamaño. En aquella época, de las más felices de mi vida, por cierto, tú ni siquiera habías nacido.
El Monstruo se negó a creer semejante historia y lanzó contra el Peregrino un terrible lanzazo de fuego. Afortunadamente, Wu-Kung era un luchador experto y logró parar a tiempo el golpe, haciéndose a un lado y levantando oportunamente la barra de hierro.
- ¡Maldita bestia! - bramó, enfurecido -. Eres tan tonto que no sabes distinguir al amigo del enemigo. Eso te va a costar probar el sabor de mi barra.
- ¡Mono engreído! - gritó, a su vez, el monstruo, deteniendo el golpe de su adversario -. ¡No sabes lo que dices! ¡Eres tú el que debes guardarte de mi lanza!
Los dos parecieron olvidar de pronto la relación familiar, de la que decían ser esclavos. Valiéndose de la magia, se elevaron hasta el límite mismo del firmamento, donde se enfrascaron en una lucha, en verdad, espléndida. Si grande era la fama del Peregrino, la del monstruo no le iba a la zaga. A los golpes de la barra de los extremos de oro respondía con no menos efectividad la lanza de la hoja de fuego. El fragor de la batalla era tal que la neblina se extendió por las Tres Regiones y los cuatro puntos cardinales se vieron sumidos en una oscuridad total. Los golpes resonaban en el firmamento, como una campana en el interior de una bóveda. Estremecidos, el sol, la luna y las estrellas dejaron de emitir luz. Era tal el odio y el desprecio que embargaba a los dos contendientes que en ningún momento intercambiaron una sola palabra. Su lucha estaba impregnada de una fiereza salvaje que hacía caso omiso de todas las normas. La barra descargaba golpes cada vez más certeros, que la lanza detenía con increíble precisión. No podía ser de otra forma, ya que uno de los guerreros era el mismísimo Gran Sabio, y el otro el joven Sudhana 1. Ambos estaban empeñados en conseguir la victoria, porque el premio no era otro que el monje Tang en persona.
Más de veinte veces cruzaron sus armas el monstruo y el Gran Sabio, pero el resultado de la batalla permanecía tan incierto como al comienzo de la misma. Chu Ba-Chie se percató, sin embargo, de que las cosas no iban tan bien como debieran para el Peregrino. El monstruo, de hecho, no hacía más que parar los golpes, renunciando a tomar la iniciativa. El Peregrino, por su parte, hacía todo el desgaste, aunque era un luchador experimentado y todos sus ataques iban dirigidos contra la cabeza de su adversario. Eso hizo pensar a Ba-Chie:
- ¡Qué astucia la del Peregrino! Está tratando de atraer a la bestia lo más cerca posible, para descargar después sobre ella todo el peso de su barra. Eso aumentará aún más su fama y su mérito será tan grande como el de los héroes más renombrados de toda la historia ¿Por qué no voy a sacar yo también partido de su ventaja?
Sin pensarlo dos veces, levantó el tridente cuanto pudo y lo dejó caer con fuerza sobre la cabeza del monstruo. Comprendiendo que lo tenía todo perdido, la bestia se dio media vuelta y escapó a toda prisa, arrastrando la lanza de fuego.
- ¡Persíguelo! ¡No le dejes escapar! - urgió el Peregrino a Ba-Chie.
Los dos corrieron tras él, pero, al llegar a la puerta de la caverna, le vieron de pie sobre una de las carretas, la que estaba justamente colocada en el centro. Con una mano sostenía la lanza de fuego, mientras no cesaba de darse con la otra una lluvia de puñetazos en las narices.
- ¡Vergüenza debería darle! - exclamó Ba-Chie, soltando la carcajada -. ¿Has visto lo que está haciendo? Quiere destrozarse la nariz, para acusarnos de crueldad ante el primer tribunal que encuentre a mano. El muy condenado sabe muy bien que los jueces sólo hacen caso a la sangre. De ahí su interés en empezar a sangrar como un cerdo.
Tras propinarse un par de puñetazos más, el monstruo recitó un conjuro e inmediatamente brotó de su boca una oleada de fuego y de sus narices una densa columna de humo. Lo más sobrecogedor, no obstante, fue que de las otras cuatro carretas manó, igualmente, un torrente de fuego, que se elevó hacia lo alto, borrando de la vista todo el paisaje. Muerto de miedo, Ba-Chie gritó al Peregrino:
- ¡Esto se está poniendo realmente feo! Si se vuelve contra nosotros esa enorme masa de fuego, no podremos hacer nada por escapar. Yo terminaré de seguro en su mesa bien churruscadito y esmeradamente sazonado. ¡Hay que huir cuanto antes, si queremos salvar el pellejo!
No había acabado de decirlo, cuando ya estaba al otro lado del arroyo, sin preocuparse para nada de la suerte que pudiera correr el Peregrino. Afortunadamente, éste conocía un conjuro para repeler el fuego y se lanzó, decidido, a aquel mar de llamas, tratando de echar mano a la bestia. El monstruo no se arredró al verle. Al contrario, lanzó dos bocanadas más de fuego y el incendio adquirió proporciones realmente extraordinarias. Era tal el calor que despedía que la tierra se puso tan roja como el hierro fundido y el cielo a punto estuvo de desplomarse. Era como una enorme rueda que girara de continuo o un inmenso río de pavesas que fluyera sin interrupción de este a oeste. Nada tenía que ver este fuego con el de Suei - Ren ni con el que utilizaba Lao-Tse para purificar su elixir. Su origen no era celeste, aunque tampoco podía afirmarse que fuera profano. Samadhi enseñó al monstruo a dominarlo, para que pudiera alcanzar la perfección absoluta. Las carretas poseían una íntima relación con cada una de las Cinco Fases a las que todo cuanto existe debe su origen. La madera del hígado 2 aviva el fuego del corazón, que, a su vez, calma la tierra del bazo, del que surge el metal, que termina transformándose en agua 3. El agua engendra la madera y, de esta forma, se ve concluido el círculo mágico. El fuego es el origen de todos los cambios. Por eso, todo crece y evoluciona, cuando el sol se pasea, majestuoso, por los cielos. El monstruo sabía de estos procesos a través de las enseñanzas Samadhi, de ahí que fuera el señor más poderoso de todo el Oeste.
El humo y las llamas alcanzaron tal intensidad que el Peregrino no podía ver con claridad el camino que conducía a la caverna, cuánto menos dar con el monstruo. Se dio, pues, media vuelta y abandonó de un salto aquel mar de fuego. El monstruo dejó de avivarlo al instante y se retiró triunfal al interior de la cueva, seguido de sus diablillos. En cuanto se hubieron cerrado las puertas de piedra, se sentaron todos a la mesa y celebraron con grandes muestras de alegría la victoria de su señor.
Desalentado, el Peregrino volvió a cruzar el Arroyo del Pino Seco. Al ver que Ba-Chie estaba hablando tranquilamente con el Bonzo Sha, perdió los estribos y exclamó, malhumorado:
- ¿Qué clase de hombre eres tú? ¿Es que no tienes ni siquiera una pizca de decencia? ¿Tan aterrado estabas que decidiste dejarme a mi suerte, prefiriendo huir como un cobarde? ¡Menos mal que sé arreglármelas bien solo, de lo contrario ahora estaría más chamuscado que un tizón!
- Comprendo - trató de disculparse Ba-Chie -. Tenía razón ese monstruo, cuando dijo que desconocías por completo las normas que rigen la conducta social. Con razón afirmaban los antiguos que «quien se ajusta a las normas puede ser considerado como un héroe». Era claro que el monstruo no quería saber nada de amistades ni parentescos; sin embargo, tú insististe, erre que erre, en hablar de ello. Es más, cuando dejó escapar todas esas llamas, en vez de buscar en seguida protección, corriste a pelear con él. ¿Qué querías que hiciera yo? ¿Que me quedara allí tan tranquilo, viendo cómo se me chamuscaban las piernas?
- ¿Qué opinas de ese monstruo? - preguntó el Peregrino.
- Que sus poderes son mucho menores que los tuyos - contestó Ba-Chie.
- ¿Y su forma de manejar la lanza? - insistió el Peregrino -. ¿Qué opinión te merecen sus cualidades guerreras?
- No son gran cosa - respondió Ba-Chie -. Cuando vi los apuros que estabas pasando, decidí que había llegado el momento de intervenir y me lancé a la refriega. Lo que menos esperaba es que fuera a replegarse con tanta rapidez. ¿De dónde sacaría esa bestia tanto fuego?
- No debiste entrometerte - le regañó el Peregrino -. De haber durado la lucha un poco más, le habría asestado el golpe de gracia. Las precipitaciones no son buenas para nada.
Los dos continuaron comentando con tanto entusiasmo las incidencias de la lucha que el Bonzo Sha no pudo por menos de soltar la carcajada. Sorprendidos, se volvieron hacia él y, al verle apoyado tranquilamente contra un árbol, el Peregrino le preguntó, molesto:
- ¿A qué viene tanta risa? Si eres capaz de atrapar tú sólito a ese monstruo de fuego, te lo agradeceremos mucho. No pienses que vamos a oponernos a que cruces con él tus armas. Como muy bien afirma el proverbio, «para hacer una pelota, sólo se precisa de un cuantas plumas». Te aseguro que, si logras liberar a nuestro maestro, el mérito será
exclusivamente tuyo.
- Yo soy incapaz de apresar a ningún monstruo - confesó el Bonzo Sha -. Si me río es porque parecéis niños discutiendo.
- ¿Qué quieres decir? - inquirió el Peregrino.
- Según vosotros - explicó el Bonzo Sha -, ese monstruo posee un conocimiento de las tácticas militares bastante rudimentario. Si hasta ahora os ha mantenido a raya, ha sido porque es un auténtico maestro con el fuego. Quisiera recordaros, a ese respecto, que las Cinco Fase se compenetran y anulan mutuamente. ¿Por qué no echáis mano de ese principio para contrarrestar la influencia de las llamas?
- ¡Tienes razón! - exclamó el Peregrino con el rostro iluminado -. Tan obsesionados estábamos con nuestra superioridad táctica que no habíamos reparado en ese principio. No hay, en efecto, nada mejor para combatir el fuego que el agua. Es preciso que encontremos cuanto antes una fuente de la que mane en abundancia. De esa forma, podremos liberar a nuestro maestro en un abrir y cerrar de ojos.
- Así es - confirmó el Bonzo Sha.
- ¿A qué esperamos, entonces? - volvió a exclamar el Peregrino -. Vosotros dos quedaos aquí y tratad de evitar a toda costa un enfrentamiento directo con esa bestia. Por mi parte, voy a llegarme hasta el Océano Oriental con el fin de solicitar la ayuda de un regimiento de soldados - dragones. Con su colaboración apagaremos ese fuego y devolveremos la libertad a nuestro maestro.
- Marcha cuanto antes y no pierdas más tiempo, por favor - le urgió Ba-Chie -. Por nosotros no te preocupes. Sabemos cuidarnos.
El Gran Sabio montó en una nube y no tardó en llegar al Océano Oriental. El paisaje era, en verdad, espléndido, pero estaba demasiado ocupado para detenerse a contemplarlo. Valiéndose de la magia para hendir las aguas, se abrió camino entre ellas con inesperada facilidad. Al poco rato se topó con un yaksa, que se hallaba de patrulla y que regresó a toda prisa al Palacio de Cristal de Agua a informar al Rey Dragón de la inesperada llegada del Gran Sabio. Ao - Kuang llamó a todos sus hijos y nietos y salió a la puerta, escoltado por un contingente de gambas-soldado capitaneadas por un cangrejo
- teniente, a dar la bienvenida a visitante tan ilustre. Tras los saludos de rigor, el Rey hizo servir el té, pero el Peregrino lo rechazó, diciendo:
- No tengo tiempo para eso. El asunto que me trae aquí es de vital importancia y espero que os dignéis prestarme vuestra inestimable ayuda. Como quizás sepáis, mi maestro se ha embarcado en un viaje con destino al Paraíso Occidental. Su intención es hacerse con los escritos de Buda. Al pasar junto a la Caverna de la Nube de Fuego, que se halla enclavada a orillas del Arroyo del Pino Seco, nos salió al encuentro un monstruo conocido como el Muchacho Rojo, aunque él prefiere ser llamado Santo Niño. He de reconocer que es extremadamente imaginativo y que, valiéndose de mil argucias, logró apoderarse de mi maestro. Eso me forzó a llegarme hasta su puerta y a enfrascarme con él en una desigual batalla, ya que es un maestro en el dominio del fuego. Tras no pocas cavilaciones caí en la cuenta de que las llamas son impotentes contra el agua y decidí venir a solicitar vuestra ayuda. Para que el monje Tang pueda ser liberado garras de esa bestia, es preciso que vos desatéis una tormenta sobre el lugar que mora, neutralizando, así, el poder destructor de las llamas de que se vale para aterrorizar a toda la comarca.
- Si lo que deseáis es lluvia - contestó el Rey Dragón -, habéis acudido al lugar menos indicado para ello.
- ¿Cómo decís? - protestó el Peregrino -. Vos sois el Rey Dragón de los Cuatro Océanos y os compete, por tanto, distribuir la lluvia y el rocío. No hay nadie más capacitado que vos para llevar a cabo el plan que tengo en mente.
- Es cierto que la lluvia se cuenta entre una de mis responsabilidades - admitió el Rey
Dragón -, pero no puedo repartirla como a mí me dé la gana. Para eso es necesario recibir una orden del Emperador de Jade, en la que se especifique con toda claridad el lugar, la hora, la cantidad y la duración de las precipitaciones. Ese documento es redactado por tres funcionarios imperiales y me debe ser entregado en mano por la Estrella Polar en persona. Una vez en mi poder, tengo la obligación de comunicárselo al Dios del Trueno, a la Madre del Rayo, al Tío del Viento 4 y hasta al mismísimo Joven de las Nubes, pues, como muy bien afirma el proverbio, «sin la cooperación de las nubes, el dragón es incapaz de moverse».
- Yo no necesito viento, ni nubes, ni rayos, ni truenos - exclamó el Peregrino, impaciente, sino un poco de agua de lluvia.
- Aun así, me temo que no podré complaceros - anunció el Rey Dragón -, porque para ello precisaré del concurso y beneplácito de mis tres hermanos. Eso sí, si ellos acceden a ayudaros, tened por seguro que todo el mérito será exclusivamente vuestro.
- ¿Dónde puedo encontrar a vuestros hermanos? - volvió a preguntar el Peregrino.
- En sus respectivos palacios - respondió el Rey Dragón -. A Ao - Chin en el del Océano Austral, a Ao - Shun en el del Océano Septentrional, y a Ao - Jun en el del Océano Occidental.
- Si tengo que ir a tantos sitios - concluyó el Peregrino, riendo -, prefiero acudir directamente al Emperador de Jade y pedirle una orden de tormenta.
- No es necesario que lo hagáis, Gran Sabio - trató de tranquilizarle el Rey Dragón -. Cuando deseamos reunimos, mis hermanos y nos batimos un tambor de hierro y tañemos una campana de oro que todos poseemos, y al punto acudimos al lado de quien lo solicite.
- En se caso - replicó el Peregrino, más animado -, desearía que batierais el tambor y tañerais la campana sin pérdida de tiempo.
Al poco tiempo de hacerlo, se presentaron los tres Reyes Dragón y preguntaron, visiblemente alarmados, a su hermano mayor:
-¿Se puede saber por qué nos has hecho venir con tanta precipitación?
- El Gran Sabio ha acudido a nosotros en busca de ayuda - explicó Ao - Kuang -. Necesita un fuerte aguacero para poder dominar a un monstruo.
El Peregrino les relató en seguida los motivos que le habían inducido a realizar semejante petición. Lo hizo con tanta prosapia que todos aceptaron al punto prestarle la ayuda que precisaba. Sin pérdida de tiempo hicieron llamar a un tiburón de aspecto feroz y le encomendaron el mando de todo el ejército. La vanguardia le fue confiada a un sábalo de enorme boca y reconocida bravura. Las carpas, famosas por sus cualidades como mariscales de campo, saltaban, enérgicas, de ola en ola, mientras las bremas, las virreinas del mar, arrojaban por sus bocas neblinas y brisas. En el este las caballas, grandes mariscales del océano, se pasaban unas a otras el santo y seña; en el oeste los atunes, severos comandantes de las aguas, gritaban sus órdenes a la tropa; en el sur las sirenas de ojos rojizos marcaban el ritmo del avance del ejército con sus sensuales movimientos de incansables bailarinas; en el norte se veían los ampulosos gestos de aguerridos generales que lucían armaduras negruzcas; y, finalmente, en el centro los esturiones, sufridos sargentos del medio acuático, tomaban posesión de sus mandos. Valerosos eran los soldados que acudían en tropel desde los cinco puntos cardinales. La tortuga de mar, sumamente inteligente y astuta, daba muestra de las cualidades que habían hecho de ella el supremo canciller del océano. Como consejeros, tenía a su cargo una enorme legión de galápagos, tan maquinadores y sutiles como ella. Las iguanas, que ostentaban el cargo de ministros, no dejaban de dar pruebas inequívocas de su poca fidelidad y de su mucha inteligencia práctica. ¡Qué lejos estaban de su manera de entender la vida las sufridas tortugas de arena, muy bien dotadas para la lucha, que tenían el cargo de comandantes! El grueso del ejército estaba constituido por cangrejos guerreros, que caminaban de lado, blandiendo orgullosos espadas y lanzas; gambas - amazonas que se desplazaban hacia delante saltando graciosamente, sin dejar caer sus pesados arcos; y soldados marinos de mil y una especie.
De tan impresionante momento tenemos un poema, que afirma:
Con gusto accedieron a ayudar al Gran Sabio, Sosia del Cielo los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos. La mala fortuna de Tripitaka aconsejó la búsqueda inmediata de agua para poder apagar el fuego destructor.
Siempre a la cabeza de aquel ejército de dragones, el Peregrino no tardó en llegar al Arroyo del Pino Seco. Allí detuvo la marcha y volviéndose a los cuatro dragones, les dijo:
- Lamento haberos traído a un lugar tan alejado de vuestra residencia habitual. Ésta es la morada del monstruo de que os hablé. Sería conveniente que os quedarais aquí arriba, en el aire, y, de momento, no os dejarais ver. Tengo la intención de retarle de nuevo, Si logro acabar con él o, incluso, en el caso de que sea yo el derrotado, no será necesaria vuestra intervención. Guardaos muy mucho de dejar caer una sola gota de lluvia antes de que haya empezado a vomitar fuego, porque ese monstruo es muy suspicaz y en seguida busca la seguridad de su guarida.
Los Reyes Dragón aceptaron sus sugerencias y se sometieron de buen grado a la autoridad de su mando. El Peregrino descendió entonces de la nube y, adentrándose en el bosque de pinos, gritó:
-¡Eh, Ba-Chie, Bonzo Sha! ¡Estoy aquí!
- Has vuelto más pronto de lo que esperábamos - comentó Ba-Chie, sorprendido -. ¿Has logrado convencer a los Reyes Dragón?
- Todos están aquí - anunció el Peregrino -, así que lo mejor es que os ocupéis del equipaje. Procurad mantenerlo en un lugar seco, porque va a caer una lluvia torrencial. Por mi parte, voy a retar o vez a esa bestia.
- No te preocupes - dijo el Bonzo Sha -. Nosotros nos encargamos de todo.
De nuevo volvió el Peregrino a cruzar, de un espléndido salto, el arroyo, se colocó de jarras ante la puerta y gritó con todas sus fuerzas:
- ¡Abrid inmediatamente! Los diablillos corrieron a informar a su señor, diciendo:
- Otra vez está aquí el Peregrino Sun, majestad.
- ¡Qué mono más pertinaz! - exclamó el monstruo, levantando la cabeza y lanzando una sonora carcajada -. Se ve que logró escapar fuego, aunque no me explico, ciertamente, cómo. De todas formas, no podrá repetir su hazaña, porque no voy a parar de vomitar llamas hasta que su piel esté chamuscada del todo y su carne no sea más que un amasijo negruzco.
Echó mano a continuación de la lanza y añadió:
- Sacad las carretas - y se lanzó fuera de la caverna, donde preguntó con insolencia al Peregrino -: ¿Se puede saber para qué has vuelto?
- Para exigirte que pongas en libertad a mi maestro - contestó el Peregrino.
- ¡Qué cabezón eres! - exclamó el monstruo -. ¿Qué hay de malo en que tu maestro me sirva de aperitivo? Es mejor que te olvides de él cuanto antes.
El Peregrino no pudo contener la furia que le embargaba. Cogió la barra de los extremos de oro y la dejó caer con todas sus fuerzas sobre cabeza del monstruo. Afortunadamente, la bestia detuvo el golpe con su lanza de fuego. La batalla que entonces se inició no se pareció en nada a la que habían librado horas antes. El monstruo estaba furioso, mientras que el Rey de los Monos se sentía más seguro que la vez anterior. Uno ponía en peligro su vida por salvar la del monje Tang, y el otro por incorporarla a la suya, devorándole como si fuera un grano de arroz. Los pensamientos que ahora recorrían sus mentes eran, igualmente, muy distintos. Ninguno de ellos pensaba ya en lazos familiares, cosa que los llevaba a ser todavía más fieros en el combate. Ambos eran conscientes de que, si la suerte les volvía la espalda, podían muy bien terminar desollados o en el interior de un puchero. Eso explicaba la fiereza con la que medían, una y otra vez, sus armas. Pese a todo, ni la barra de hierro ni la lanza de fuego podían arrogarse una significativa ventaja. Los dos guerreros poseían unos poderes tan parecidos que, tras más de veinte encuentros, el desenlace de la lucha estaba aún por decidir. Comprendiendo el monstruo que no había manera de obtener una rápida victoria, lanzó contra el cuerpo de su adversario un terrible lanzazo, retirándose a toda prisa unos pasos para atrás. Pero lo que hizo entonces no fue prepararse para detener la terrible reacción del Mono, sino golpearse la nariz con los puños. Al punto surgió de sus ojos una extraordinaria llamarada que se unió a la que, de pronto, se había iniciado en cada una de las carretas. Comprendiendo que el momento había llegado, el Gran Sabio levantó la vista al cielo y gritó:
- ¡Ahora, Reyes Dragón!
Los cuatro dragones ordenaron entrar en acción a sus husetes, dejando caer sobre el monstruo de fuego una lluvia como jamás se había visto. Era como si los torrentes tuvieran su nacimiento en las nubes o los meteoros estuvieran constituidos únicamente de agua. De alguna forma, aquel aluvión recordaba las olas del mar en una tormenta. No en vano las gotas de lluvia eran más grandes que el puño cerrado de un guerrero, adquiriendo al poco rato el tamaño de cacerolas para cocer el arroz. La tierra entera se vio cubierta por las aguas y hasta las montañas más altas adquirieron la coloración que posee la cabeza de Buda 5. El agua se precipitó hacia el interior de las simas, denso como un biombo de jade. Los arroyos vieron incrementado mil veces su cauce, las intersecciones de los caminos fueron arrasadas y todos los ríos se transformaron, de pronto, en mares. Tal fue la contribución de los dragones sagrados en la liberación del monje Tang. Para conseguir tan alto objetivo, no dudaron en verter sobre la tierra el inmenso caudal del Río Celeste. Sin embargo, la lluvia fue incapaz de acabar con el fuego del monstruo. Al no recibir la autorización del Emperador de Jade, el agua de la que se sirvieron los Reyes Dragón podía apagar cualquier fuego de origen terrestre, pero no uno como aquél, que poseía una naturaleza espiritual y había sido perfeccionado por el mismísimo Samadhi. Era, de hecho, como echar agua en el fuego, y las llamas adquirieron proporciones aún mayores.
- Será mejor que vuelva a hacer el signo mágico y me adentre en las llamaradas, a ver si logro atrapar a la bestia que las produce.
Al verle acercarse, el monstruo le lanzó en el rostro una bocanada de humo. El Peregrino trató de hacerse en seguida a un lado, pero el humo le alcanzó de lleno. Los ojos se le irritaron de tal manera que le empezaron a llorar como si fuera una nube descargando su copioso contenido de agua. Aunque era inmune al fuego, el Gran Sabio no disponía de ninguna protección contra el humo. Como se recordará, tras sumir el Palacio Celeste en una terrible confusión, estuvo encerrado durante más de un año en el Brasero de los Ocho Triagramas de Lao-Tse, donde se le refino como si fuera oro. Si no sufrió ninguna quemadura, fue porque logró acurrucarse en el compartimiento del triagrama Sun. Pero eso no le salvó del azote del humo. Cuando, de hecho, se levantó un poco de aire, los ojos se le irritaron de tal forma que parecían estar hechos de fuego y las pupilas se le tornaron como de diamante. De ahí su indefensión ante el humo. El monstruo se percató en seguida de esta debilidad y volvió a descargar sobre él una nueva bocanada de tan molesto elemento. Al Peregrino no le quedó, pues, otro remedio que montar en una nube y huir a toda prisa. El monstruo dejó entonces de escupir fuego y regresó al interior de su caverna.
El Gran Sabio tenía todo el cuerpo cubierto de llamas y humo y corrió a refrescarse en el arroyo que discurría por la montaña. Lo que menos se esperaba fue que el contraste entre la temperatura del agua y la del fuego fuese tan marcado que al punto perdiera la consciencia. La reacción resultó, de hecho, tan intensa que el aliento se le quedó congelado en el pecho y la garganta y la lengua perdieron su temperatura habitual. A consecuencia de tantos cambios, el espíritu abandonó su cuerpo y la vida se marchó con él. Al ver lo ocurrido, los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos se pusieron a temblar y, renunciando al punto a su ataque de lluvia, gritaron con manifiesto sobresalto:
- ¡Salid del interior del bosque, Mariscal de los Juncales Celestes y Capitán - encargado
- de - levantar - la - cortina! ¡La desgracia se ha abatido sobre vuestro hermano!
Al oírse llamados por los cargos que habían ostentado en las Regiones Superiores, Ba-Chie y el Bonzo Sha desataron a toda prisa el caballo, cargaron con el equipaje y abandonaron a la carrera su escondite. Sin importarles para nada el barro y las piedras que había a lo largo de todo el arroyo, se lanzaron a una frenética búsqueda que se extendió a toda la orilla. Cuando más entretenidos estaban revolcando los juncales y espadañas, vieron venir corriente abajo el cuerpo de un hombre. El Bonzo Sha lo arrastró hasta la orilla, zambulléndose en el agua, sin preocuparse de quitarse antes la ropa. Como habían supuesto, se trataba del cuerpo sin vida del Gran Sabio Sun. Tenía doblados los brazos y estaba ya tan frío que no había manera de estirárselos. Parecía como si el hielo hubiera tomado posesión de él. Con ojos cargados de lágrimas, el Bonzo Sha exclamó, desconsolado:
- ¡Qué pena veros así! ¡Vos, que estabais llamado a no envejecer jamás y a contemplar el mismísimo final de los tiempos! ¿Cómo habéis encontrado la muerte en lo más florecido de vuestra inmarcesible juventud?
- Deja de llorar, anda - le aconsejó Ba-Chie, soltando la carcajada -. Nuestro hermano tiene un humor tan corrosivo que se está haciendo pasar por muerto, sólo para ver cómo reaccionamos. Tócale el cuerpo, ya verás como su aliento está todavía caliente.
- Su cuerpo está más frío que el hielo - volvió a exclamar, desesperado, el Bonzo Sha -. El calor de la vida le ha abandonado para siempre. ¡Jamás lograremos reanimarle!
- No digas eso, por favor - le regañó Ba-Chie, poniéndose serio, de pronto -. Si había logrado dominar el arte de las setenta y dos transformaciones, era porque, de hecho, poseía setenta y dos vidas ¡No puede haberlas perdido todas de golpe! Estírale las piernas y yo me encargaré de lo demás.
El Bonzo Sha obedeció sin rechistar. Ba-Chie le levantó entonces la cabeza y la parte superior del cuerpo. Después le dobló las piernas, dejándole en una posición que recordaba la de una persona sentada. Frotó a continuación sus manos, hasta que adquirieron un cierto grado de calor, y, tras taparle con cuidado las siete aperturas del cuerpo, comenzó a darle una serie de enérgicos masajes. La temperatura del agua había producido en su aliento un efecto tan traumático que quedó concentrado en el campo de mercurio, situado en la parte inferior del abdomen, y el Peregrino no podía emitir ni un solo sonido. Fue una suerte, por tanto, que Ba-Chie le aplicara aquella serie de friegas, porque el aire fue invadiendo, poco a poco, cada una de las Tres Regiones 6 y al final alcanzó el Salón de la Luz, que, como se sabe, se halla ubicado entre los ojos. De esta forma, las aperturas de su cuerpo comenzaron a funcionar, como si jamás hubieran estado obstruidas.
- ¡Maestro! ¿Dónde estáis, maestro? - exclamó, nada más abrirlo ojos.
- ¡Vaya! - dijo, a su vez, el Bonzo Sha -. Siempre estás pensando en el maestro. Vives para él y, cuando la muerte te llama a su lado, su nombre continúa pegado a tus labios.
Despierta, de una vez. ¿Es que no nos ves? Estamos a tu lado.
- ¿De verdad? - volvió a exclamar el Peregrino -. Esta vez las cosas no me salieron como había previsto.
- Simplemente te mareaste - trató de tranquilizarle Ba-Chie -. Aunque eso no quita que, de no haberte reanimado yo, ahora estuvieras perdido para siempre. ¿Has pensado ya cómo vas a agradecérmelo?
Por toda respuesta, el Peregrino levantó la vista hacia lo alto y preguntó:
- ¿Seguís ahí, hermanos Ao?
- Así es - respondieron los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos -. No nos hemos movido del sitio.
- Lamento haberos hecho venir desde tan lejos para nada - se disculpó el Peregrino -. Si queréis, podéis regresar a vuestras mansiones. Ya os daré otro día las gracias por cuanto habéis hecho hoy.
Los Reyes Dragón levantaron el campo e iniciaron la larga marcha hacia sus puntos de origen, seguidos de sus indestructibles ejércitos. El Bonzo Sha agarró entonces al Peregrino y le ayudó a caminar en dirección al bosque, donde se sentó a descansar. No tardó en recuperar su ritmo habitual de respiración. Sin embargo, no le sirvió de mucho, porque cayó pronto en brazos de la tristeza y exclamó, llorando con amargura:
- Aún recuerdo, maestro, el año que partisteis de la corte de los Tang. No podré olvidarlo jamás, porque fue entonces cuando me liberasteis de la montaña que sobre mí habían puesto los Cielos. Desde ese momento hemos transpuesto infinidad de montañas, vadeado incontables cursos de agua y medido nuestras fuerzas con innumerables monstruos. Todo lo hemos compartido, como auténticos hermanos. Vuestras alegrías han sido mías, y míos vuestros desánimos. Juntos hemos pedido limosna y hemos descansado al aire libre o bajo cubierto. Nuestros corazones laten al mismo ritmo y se dejan conducir por los mismos ideales de perfección. ¿Cómo es que no he podido liberaos aún y he estado a punto de perder hoy la vida?
- No te atormentes más - le aconsejó el Bonzo Sha -. Tracemos un buen plan y acudamos donde sea preciso en busca de ayuda.
- ¿Quién puede prestárnosla, si hasta los dragones han fracasado?
- Recuerdo - contestó el Bonzo Sha - que, cuando la Bodhisattva nos confió la custodia del monje Tang, nos prometió, al mismo tiempo, que siempre gozaríamos de la protección del Cielo. Incluso llegó a decir que, si ésta nos fallaba, podíamos acudir a la Tierra. Vamos, que protectores no nos faltan. Sólo nos queda por determinar a quién acudir primero.
- Cuando sumí el Palacio Celeste en una confusión indescriptible - comentó el Peregrino con nostalgia -, ninguno de los guerreros de lo alto pudo doblegarme. Eso quiere decir que, dados los tremendos poderes mágicos de este monstruo, debemos acudir a alguien incluso más poderoso que yo. El problema es que ninguno de los dioses del cielo o de la tierra me superan en el dominio de las artes mágicas. Sólo la Bodhisattva Kwang-Ing podría prestarnos una ayuda decisiva, pero, desgraciadamente, he perdido muchas fuerzas y no puedo desplazarme por los aires a la velocidad que debiera. ¿Qué podemos hacer?
-Si quieres, puedo ir yo en tu lugar - dijo Ba-Chie.
- De acuerdo - concluyó el Peregrino -. Pero recuerda que no debes mirar de frente a la Bodhsisattva. Tienes que mantener la cabeza inclinada en todo momento y arrodillarte cuando sea preciso. Cuando te pregunte sobre el motivo de tan inesperada visita, procura responder con sencillez. Dale cuantas señales precise sobre este lugar y suplícale con humildad que libere a nuestro maestro. Si accede a ello, el monstruo no tendrá nada que hacer.
Ba-Chie se elevó por los aires y se dirigió a toda prisa hacia el sur. Mientras esto ocurría, el monstruo y los suyos estaban celebrando su nueva victoria en el interior de la caverna.
- Esta vez - anunció con orgullo a sus súbditos - el Peregrino Sun ha sufrido una auténtica derrota. Es posible que no haya muerto, pero su estado debe de ser, en verdad, lastimoso. Está perdido para siempre. Sin embargo, ahora que lo pienso mejor, cabe la posibilidad de que trate de buscar ayuda y eso me supondría tener que coger de nuevo las armas. Abrid las puertas y veamos lo que están tramando.
Los diablillos así lo hicieron y el monstruo se elevó en seguida por los aires. Fue así como descubrió que Ba-Chie se había apartado del grupo y se dirigía a toda prisa hacia el sur.
- Eso quiere decir - pensó el monstruo - que va a solicitar ayuda de la Bodhisattva
Kwang-Ing. Se dejó caer en el suelo y ordenó a sus súbditos:
- Traedme la bolsa de cuero. Llevo muchos años sin usarla y es posible que la cuerda para cerrarla esté un poco tazada. Cambiadla y colocad la bolsa junto a la segunda puerta. Mientras lo hacéis, voy a ir a capturar a ese Ba-Chie. Espero no tener que gastar muchas energías con él. Trataré de atraerle hasta aquí y, sin que se dé cuenta, haré que se meta él sólito en la bolsa. He oído decir que su carne es muy exquisita. En cuanto le haya capturado, os le entregaré, para que le cozáis al vapor y os le comáis de aperitivo.
Entre los tesoros que tenía aquel monstruo se contaba, en efecto, una bolsa de cuero, que cambiaba de tamaño a voluntad. Tras cambiarle la cuerda de la boca, que estaba tazada, la colocaron, como les había ordenado su señor, junto a la segunda puerta.
El monstruo llevaba habitando en aquella región desde tiempo inmemorial y la conocía mejor que la palma de su mano. Sabía, pues, cuál era la ruta más corta para llegar a los Mares del Sur y cuál la más larga. No le resultó difícil, por tanto, dejar atrás al incauto de Ba-Chie. Delante de él se levantaba un pico altísimo y hacia allá dirigió su vuelo. Se sentó en la cumbre con ademán solemne y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se transformó en una copia exacta de Kwang-Ing. Al poco rato apareció en la distancia el Idiota, corriendo toscamente por encima de las nubes. Se sorprendió de ver allí a la Bodhisattva, pero no pensó en ningún momento que podía tratarse de un engaño. Como suele ocurrirles a los hombres estúpidos, para él no existía ninguna diferencia entre los budas y las imágenes que los representan. Descendió inmediatamente de la nube en la que viajaba y, echándose rostro en tierra, dijo, respetuoso:
- Aceptad el saludo de vuestro humilde discípulo Chu Wu - Neng.
- ¿Se puede saber por qué no estás protegiendo al monje Tang? - le regañó el monstruo -. ¿Quién te ha dado permiso para venir a verme?
- Disculpad mi atrevimiento - respondió Ba-Chie -. Pero el caso es que junto al Arroyo del Pino Seco, en la Caverna de la Nube de Fuego, nos hemos topado con un monstruo terrible, que se hace llamar el Muchacho Rojo. Posee un extraordinario conocimiento de las artes mágicas y logró apoderarse de nuestro maestro. Pese a todo, nos la arreglamos para descubrir su guarida y retarle a muerte. Sin embargo, es un maestro consumado en el uso del fuego y nuestros esfuerzos resultaron, lamentablemente, inútiles. Dos veces nos hemos enfrentado a él, sin conseguir nada positivo. Y eso que en la segunda contamos con la ayuda de los Reyes Dragón, que trataron de apagar su fuego con una lluvia tan torrencial que arrasó bosques enteros y arrancó de raíz infinidad de montañas. Lo peor fue que Wu-Kung sufrió unas quemaduras tan horrorosas que apenas se puede mover. Por eso me pidió que viniera a entrevistarme con vos y suplicaros que libréis a nuestro maestro de una prueba tan horrenda como a la que ahora esta sometido.
- Me cuesta trabajo creerte - comentó el monstruo -. El Señor de la Caverna de la Nube
de Fuego no es amigo de comer carne humana. Por fuerza habéis tenido que ofenderle de alguna manera para comportarse así con vosotros.
- Os juro que yo no he hecho nada - se defendió Ba-Chie -. Sin embargo, no puedo decir lo mismo de Wu-Kung. De hecho, ese monstruo se hizo pasar, en un principio, por un niño colgado de un pino, con el ánimo de probar a nuestro maestro. Tripitaka, como bien sabéis, posee un natural compasivo y ordenó que le desatáramos y cargáramos con él. Wu-Kung se prestó a ello a regañadientes, deshaciéndose de él en la primera ocasión que se le presentó. Eso hizo que el monstruo montara en cólera y se apoderara de nuestro maestro. He de reconocer que un acto tan deleznable como ése estuvo dictado exclusivamente por un comprensible afán de venganza.
- Eso mismo opino yo - comentó el monstruo -. Levántate y acompáñame hasta la cueva de esa bestia. Es preciso que me entreviste cuanto antes con ella y le pida que ponga en libertad a tu maestro. No dudo de que se avendrá a razones y, así, podréis continuar tranquilamente vuestro camino.
- Si hace eso - respondió Ba-Chie -, estoy dispuesto a arrodillarme ante él y a golpear el suelo con la frente más de diez mil veces seguidas.
- En ese caso, no hay más que hablar - comentó el monstruo -. Venid conmigo.
El Idiota renunció, de esta forma, a continuar su viaje a los Mares del Sur, regresando en compañía del monstruo a la Caverna de la Nube de Fuego. Al llegar a la puerta, se negó a seguir adelante, pero el monstruo le animó a entrar, diciendo:
- ¿A qué viene ese miedo? ¿Acaso no sabes que ese monstruo es amigo mío? Vamos, pasa conmigo.
El Idiota dejó a un lado todos sus recelos y siguió a la falsa bodhisattva. En ese preciso instante una legión de diablillos se abalanzaron sobre él, gritando ferozmente. Antes de que pudiera reaccionar, se encontró en el interior de una bolsa de cuero, que las bestezuelas cerraron con la ayuda de una cuerda, para colgarla a continuación de una viga. El monstruo volvió a adquirir entonces la forma que le era habitual y, tomando asiento justamente en el centro de aquella congregación de bestias, preguntó a Ba-Chie en tono burlón:
- ¿Se puede saber qué clase de poderes tienes tú para acompañar al monje Tang en busca de las escrituras? ¿Quién te ha dado, además, permiso para pedir a la Bodhisattva que venga a castigarme? Abre bien los ojos y mira quién soy. ¿No me reconoces? Todo el mundo me llama el Santo Niño. Durante cuatro o cinco días permanecerás colgado de esa viga, para ser después cocido al vapor y servir de aperitivo a mis súbditos.
- ¡Maldito monstruo! - gritó Ba-Chie, desesperado -. ¿Como te has - atrevido a usurpar la personalidad de la Bodhisattva? No pienses que semejante irreverencia va a quedar sin castigo. Has logrado engañarme, pero te advierto que, si comes mi carne, el mismo Cielo se encargará de darme cumplida venganza, haciendo que se os hinche a todos la cabeza.
El Idiota continuó lanzando improperios durante mucho tiempo, pero nadie se dignó prestarle la menor atención. Sólo el Gran Sabio pareció intuir lo desesperado de su situación. Estaba sentado tranquilamente en el bosque en compañía del Bonzo Sha, cuando se levantó de pronto un golpe de viento fétido. El Peregrino lo husmeó, como si fuera un lebrel, y exclamó, desalentado:
- ¡Las cosas parecen irnos de mal en peor! Lejos de anunciarnos buena suerte, este viento parece asegurarnos mala fortuna. O mucho me equívoco, o Chu Ba-Chie ha perdido el rumbo que se trazó.
- Siempre le quedará la posibilidad de volver a recobrarlo, preguntando a alguien, ¿no?
-replicó el Bonzo Sha.
- No en este caso - contestó el Peregrino -, porque me da el corazón que se ha topado con un monstruo.
- ¿Cómo no ha vuelto a informarnos? - inquirió, una vez más, el Bonzo Sha.
- No lo sé - respondió el Peregrino -, pero algo ha salido definitivamente mal. Quédate aquí, cuidando del equipaje, mientras me acerco al otro lado del arroyo y trato de averiguar lo que está pasando.
- Todavía no estás recuperado del todo - protestó el Bonzo Sha -. Será mejor que vaya yo. De lo contrario, puedes sufrir un daño irreparable.
-
Estáte tranquilo - dijo el Peregrino -. Me encuentro perfectamente. Además, es mi obligación.
Apretando los dientes con fuerza para soportar mejor el dolor, el Peregrino cogió la barra de hierro y cruzó, corriendo el arroyo. Cuando se halló frente a la Caverna de la Nube de Fuego, levantó la voz y dijo a los diablillos que la guardaban:
- Corred a informar a vuestro señor que acaba de llegar el Peregrino Sun.
Los diablillos así lo hicieron, pero el monstruo se negó a enfrentarse a él, prefiriendo que lo hicieran sus mejores soldados. Enardecidos por la confianza que les demostraba su señor, los guardianes desenvainaron las espadas y se lanzaron hacia la puerta, gritando como locos:
- ¡Atrapémosle!
El Peregrino se sentía demasiado débil para hacer frente a tan selectos guerreros. Se retiró a un lado del camino y, tras recitar un conjuro, exclamó:
- ¡Transfórmate! - y al instante se convirtió en una pieza de tela ribeteada en oro. Los diablillos no tardaron en dar con ella y, llevándola al interior de la caverna, dijeron a su señor:
- El Peregrino Sun ha renunciado al combate. Al oír nuestro grito de guerra, sintió tal pánico que abandonó el campo a toda prisa, dejando tras sí esta pieza de tela.
- No vale para nada - comentó el monstruo, echándole un vistazo -. Está apolillada y llena de agujeros. De todas formas, lavadla, si queréis. Puede servir para remendar nuestras sábanas.
Sin sospechar que se trataba del Peregrino, uno de los diablillos cogió la tela y la llevó a la parte de atrás de la cueva.
- ¡Esto va mejor! - se dijo el Peregrino, esperanzado -. Así es como hay que tratar a los tejidos que han sido confeccionados con oro.
El Peregrino no era de los que se conformaban con engañar una sola vez. Al contrario, gozaba con complicar las cosas, buscando en todo momento la perfección absoluta. Así, no dudó en arrancarse un pelo y transformarlo en una copia exacta de la pieza de tela, mientras su auténtico ser se convertía en una pequeña mosca, que fue a posarse a una de las jambas de la puerta. Desde allí creyó oír la voz de Ba-Chie quejándose de su suerte y amenazando con terribles castigos a quien quisiera escucharle. Intrigado, el Peregrino revoloteó por la habitación, mirando por todas partes. Fue así como descubrió que la voz provenía de una bolsa de cuero que colgaba de una viga. Se posó sobre ella y oyó sin ninguna dificultad a Ba-Chie despotricando contra el monstruo.
- ¡Maldita bestia! - decía, malhumorado -. A lo largo de mi vida he conocido todo tipo de engaños, pero nadie, que yo sepa, había osado hacerse pasar por la Bodhisattva. ¿Y todo para qué? Para cazarme y ofrecerme como aperitivo a unos diablillos que no valen ni para limpiar el suelo con la lengua. En el fondo no me preocupa, porque sé que llegará un día en que mi hermano mayor recuperará sus portentosas fuerzas, iguales en todo a las del Cielo, y acabará con todos los monstruos que viven aquí. Yo mismo te clavaré el tridente en el cuerpo más de mil veces seguidas, para que aprendas a respetar lo que debes.
El Peregrino se sintió profundamente conmovido y se dijo:
- Se ve que este Idiota tiene madera de guerrero. Apenas puede respirar ahí dentro y, sin embargo, aún no ha rendido su espada. ¡Tengo que acabar cuanto antes con ese monstruo! ¡No me lo perdonaré nunca, si vuelvo a fracasar!
Estaba tratando desesperadamente de idear un buen plan, cuando oyó decir al monstruo:
- ¿Dónde están mis seis comandantes invencibles? Que vengan aquí inmediatamente.
Los tales comandantes eran, en realidad, seis diablillos con los que mantenía una relación especial de amistad y a los que había dado los nombres siguientes: Nube de Niebla, Niebla de Nube, Rapidez de Fuego, Velocidad de Viento, Alboroto y Tumulto. No tardaron en aparecer tan singulares personajes, arrastrándose, como gusanos, por el suelo. Sin prestar la menor atención a su respetuosa sumisión, el monstruo les preguntó:
- ¿Sabéis ir al palacio del Anciano Rey?
- Así es, señor - contestaron ellos al mismo tiempo.
- Entonces partid a anunciarle que he capturado al monje Tang y que deseo compartir con él su carne, pues es tan especial que quien la pruebe puede ver alargada su vida más de diez mil veces.
Los diablillos obedecieron al instante, lanzándose como un enjambre hacia la puerta. El Peregrino remontó el vuelo y los siguió al exterior de la caverna. No sabemos si el personaje al que fueron a invitar accedió a sus deseos o, por el contrario, se opuso a ellos. Quien quiera averiguarlo, tendrá que escuchar las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XLII
EL GRAN SABIO SE PERSONA A TODA PRISA EN LOS MARES DEL SUR. LA COMPASIVA KWANG-ING ACCEDE A SOMETER AL MUCHACHO ROJO
Al lanzarse en persecución de los comandantes invencibles, el Peregrino iba pensando:
- Estos diablillos acaban de recibir el encargo de hacer venir al Anciano Rey, para que pueda probar la carne de mi maestro. Sin embargo, ese rey no es otro que el Toro, al que me unió antaño una profunda amistad. He de reconocer que entonces nuestros puntos de vista eran, más o menos, idénticos, y eso facilitó nuestra relación. Ahora, por el contrario, yo me he convertido en un buscador de la Verdad y él sigue siendo un monstruo sin escrúpulos. Dudo que podamos seguir entendiéndonos tan bien como antes. Sin embargo, me queda un último recurso para tratar de liberar a mi maestro. Aún recuerdo con bastante claridad los rasgos del Toro y creo que no me costará mucho engañar a estos engreídos comandantuchos.
No había acabado de decirlo, cuando imprimió a su vuelo una velocidad vertiginosa, que dejó diez kilómetros atrás a los mensajeros. Sin pérdida de tiempo, sacudió el cuerpo y al punto se convirtió en una copia exacta del Monstruo Toro. No contento con eso, se arrancó unos cuantos pelos, que se transformaron, tras una simple infusión de aliento mágico, en un grupo de diablillos. Con sus halcones y lebreles, sus arcos y sus flechas parecían una partida de caza.
Cuando los comandantes invencibles llegaron a aquel punto del camino, se toparon de narices con el Monstruo Toro. Tan sorprendidos quedaron Alboroto y Tumulto que se echaron rostro en tierra, gritando sin cesar:
- ¡El Respetable Anciano Rey! ¡Qué suerte poder presentarle nuestros respetos!
Nube de Niebla, Niebla de Nube, Rapidez de Fuego y Velocidad de Viento poseían unos ojos totalmente humanos y se mostraron incapaces de reconocerle. Como habían hecho ya sus compañeros, se echaron al punto rostro en tierra y, sin dejar de golpear el suelo con la frente, dijeron:
- Vuestros siervos, gran señor, están al servicio del Santo Niño de la Caverna de la Nube de Fuego, y han recibido el encargo de invitaros a probar un trozo de carne del monje Tang, para que vuestros días se hagan eternos y vuestra edad sea la misma que la del cielo.
- Levantaos, por favor - dijo el Peregrino, aparentando un júbilo desbordante -. Con mucho gusto acepto vuestra invitación. Sin embargo, ya veis que estoy de caza. Si no os importa, os agradecería que me acompañarais hasta mi palacio, para que pueda cambiarme de ropa.
- Os sugerimos que no lo hagáis - le urgieron ellos, arreciando en sus manifestaciones de respeto -. La distancia que hay de aquí hasta vuestra morada es grande y es muy posible que nuestro señor se enfade con nosotros por haber tardado tanto. Sería aconsejable que nos acompañarais tal como estáis.
- ¡Cuidado que sois! - exclamó el Peregrino, soltando, paternal, la carcajada -. Abrid la marcha y yo os seguiré.
Así lo hicieron ellos y no tardaron en llegar al lugar del que habían partido. Velocidad de Viento y Rapidez de Fuego, sin embargo, se adelantaron unos metros para anunciar a su señor:
-Acaba de llegar el Anciano Rey.
- ¡Qué efectividad la vuestra! - exclamó, encantado, el monstruo -. Jamás pensé que pudierais regresar tan pronto - y ordeno a sus capitanes que hicieran formar a la tropa y desplegaran las banderas y estandartes con el fin de darle la bienvenida.
Los diablillos cumplieron sus deseos en un abrir y cerrar de ojos entre el atronador sonar de los tambores. El Peregrino recupero los pelos que se habían hecho pasar por halcones y perros, y, de tres zancadas, entró en la caverna con ademán a la vez rápido y solemne. En cuanto hubo tomado asiento, mirando hacia el sur, el Muchacho se echó a sus pies, al tiempo que decía:
- Recibid, gran señor, mi más ferviente expresión de sometimiento.
- Mi hijo está libre de ceremonias como ésta - replicó el Peregrino -. Ponte inmediatamente de pie y siéntate a mi lado.
Pero el monstruo insistió y no accedió a la invitación de su supuesto padre, hasta que no hubo golpeado cuatro veces seguidas el suelo con la frente.
- ¿Por qué me has hecho llamar? - preguntó entonces el Peregrino.
- Mis cualidades no son, ciertamente, muchas - confesó el monstruo inclinando respetuosamente la cabeza -. Sin embargo, me las he arreglado para capturar a un monje originario del Gran Imperio de los Tang, que, como sabéis, se encuentra en las Tierras del Este. He de confesar que estaba ansioso por echarle el guante, pues más de una vez había oído comentar que se trataba de un hombre que se había dedicado a la práctica de la virtud durante más de diez reencarnaciones seguidas. Eso ha hecho de su carne algo tan especial que quien la pruebe puede alcanzar una edad tan larga como la de los inmortales de Peng - Lai o Ying - Chou. Precisamente por eso os he hecho llamar. NO estaría bien reservar para mí solo un tesoro semejante, siendo vos mi padre y debiéndoos tanto como os debo. Es mi deseo que también vos gocéis de la posibilidad de alargar indefinidamente vuestros días.
- ¿Puedes darme más detalles sobre ese monje Tang? - volvió a preguntar el Peregrino, sudando por lo que acababa de oír.
- Por lo que he podido averiguar, se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras.
- ¿No será, por casualidad, el maestro del Peregrino Sun? - inquirió el Peregrino.
- Así es - afirmó el monstruo.
- En ese caso, es mejor que no te metas con él - sugirió el Peregrino, agitando las manos y la cabeza -. No sabes la cantidad de poderes que tiene ese hombre. Espero que no te hayas enfrentado a él, porque a sus eximias artes marciales hay que añadir su profundo conocimiento de la dificilísima ciencia de las metamorfosis. No te digo que, tras sumir el Palacio Celeste en una confusión absoluta, el Emperador de Jade envió contra él a más de diez mil guerreros celestiales que se mostraron incapaces de capturarle, aunque extendieron las cósmicas sobre su cabeza. No comprendo cómo se te ha ocurrido tratar de devorar a su maestro. Ponle en seguida en libertad y olvida para siempre a ese mono. Si descubre que hemos devorado a su maestro, ten la seguridad de que se enfrentará a nosotros con esa barra de los extremos de oro, que blande, orgulloso, para allanar montañas, como si fueran hierbas de raíz débil. ¿Dónde podrás encontrar cobijo? ¿Has recapacitado que eso puede privarme de toda ayuda cuando la vejez se abalance sobre mí y no pueda defenderme por mismo?
- ¿Se puede saber de qué estáis hablando? - exclamó, sorprendido, el monstruo -. Me parece que estáis exagerando sus poderes y minimizando descaradamente los míos. Cuando ese Peregrino Sun y sus dos hermanos decidieron cruzar mis dominios, fueron tan imbéciles que se fiaron de mis poderes metamórficos y eso me facilitó la captura de su maestro. Tengo que reconocer que se las arreglaron extraordinariamente bien para descubrir la ubicación de esta caverna pero volvieron a dar muestras de su poco juicio, al pretender que eran parientes vuestros. Eso me hizo perder la paciencia y me enfrenté a ese Peregrino, sin que apreciara en él ninguna de las extraordinarias virtudes que vos le achacáis. Chu Ba-Chie cometió la imprudencia de sumar sus fuerzas a las de su hermano mayor, resultando ambos derrotados, cuando decidí hacer uso del fuego de Samadhi. Al comprobar su potencialidad destructora, se sintieron tan aterrados que acudieron a los Cuatro Reyes Dragón, pero, como vos bien sabéis, la lluvia se mostró incapaz de apagar mis extraordinarias llamaradas. Esta vez, sin embargo, no salieron tan bien parados, porque el Peregrino Sun sufrió unas quemaduras tremendas, que a punto estuvieron de mandarle a una nueva reencarnación. Incapaz de realizar él solo un viaje tan largo en las circunstancias en las que se encontraba, pidió a Chu Ba-Chie que se llegara hasta los Mares del Sur y solicitara la ayuda de la Bodhisattva Kwang-Ing. Enterado de sus planes, me convertí en una copia exacta de ella y logré engañar a ese Idiota, trayéndole prisionero a esta cueva. Está colgado de una viga a la espera de que mis súbditos se le coman de aperitivo. Esta mañana el Peregrino volvió a las andadas, pero se encuentra tan débil que, en cuanto oyó mis órdenes de que fuera apresado sin dilación, huyó como un cobarde. Eso precisamente me ha dado ánimos para invitaros a venir a probar la carne de ese monje. Tengo la esperanza de ver alargados infinitamente vuestros días, sin que la vejez o la muerte puedan nada contra vos.
- Tan generosos sentimientos me llenan de profundo orgullo - exclamó el Peregrino, impaciente por lo que acababa de oír -. Sin embargo, te pido que recapacites. Tú sólo dispones del fuego de Samadhi para hacer frente a ese Peregrino. Él, por el contrario, es un maestro en el arte de las metamorfosis. No te digo más que domina setenta y dos.
- Es posible que pueda transformarse en lo que le venga en gana - comentó el monstruo -, pero yo no soy tonto tampoco y soy capaz de reconocerle, en cuanto le vea aparecer por esa puerta. Todo eso está muy bien, si desea convertirse en algo de un tamaño más bien grande - admitió el Peregrino -. ¿Pero qué me dices si opta por transformarse en un insecto pequeñito, por ponerte sólo un ejemplo?
- ¡Que no lo intente! - bramó el monstruo -. Todas mis puertas están muy bien protegidas. Vos mismo lo habéis visto. En cada una de ellas hay cinco o seis diablillos. ¿Cómo va a poder entrar?
- Se ve que no estás al tanto de lo de las metamorfosis - se atrevió criticarle el
Peregrino -. Ese mono puede transformarse en una mosca, en un mosquito, en una pulga, en una abeja, en una mariposa, en un grillo, o en cualquier criatura que le venga en gana. No te digo que hasta tiene poderes para hacerse pasar por mí. ¿Cómo vas a poder desenmascararle, si se le ocurre hacer una locura semejante?
- No os preocupéis - repitió el monstruo -. Para eso tendría que tener unos riñones de acero y un corazón de bronce, y os aseguro que no hay nadie tan valiente para cometer una locura de ese cariz.
- De todo lo que acabas de decirme, hijo mío - respondió el Peregrino - -, colijo que te vales tú solo para derrotar a ese mono. Es más, esa certeza te ha movido a invitarme a probar la carne de ese tal monje Tang. Sin embargo, existe un pequeño problema y éste es que no puedo comer carne.
- ¿Por qué no? - exclamó el monstruo, sorprendido.
-Muy sencillo - explicó el Peregrino -. Porque últimamente no me encontrado muy bien y tu madre me ha sugerido que haga algunas buenas obras. Mirándolo bien, no hay mucho que pueda hacer a mi edad, salvo seguir una estricta dieta vegetariana.
- ¿Es permanente o sólo abarca un mes? - inquirió el monstruo.
- Ni lo uno ni lo otro - respondió el Peregrino -. La sigo cuatro veces al mes y recibe el nombre de «dieta vegetariana del trueno».
- ¿Qué cuatro días en concreto? - volvió a preguntar el monstruo.
- El sexto de cada mes y aquellos que corresponden al tronco «sin» de la representación sexagesimal 1. Hoy precisamente es uno de esos días, con el agravante de que no me está permitido acepta ningún tipo de invitaciones. Creo que lo mejor será que esperemos hasta mañana. Yo mismo me encargaré de pelar al monje Tang y de meterle en la cazuela.
Pero esa confesión desconcertó tanto al monstruo que se dijo receloso:
- ¡Qué raro! Mi padre siempre se ha alimentado de carne human Lleva haciéndolo, de hecho, durante más de mil años. ¿Cómo le habrá dado por hacerse, de pronto, vegetariano? Si, como dice, está inclinado a la práctica de la virtud, cuatro días al mes son muy pocos para la cantidad de crímenes que ha tenido que cometer a lo largo de toda su vida. Sus explicaciones no acaban de cuadrarme. Encuentro algo raro en ellas. Sin pérdida de tiempo, se llegó hasta la segunda puerta y preguntó a los comandantes invencibles:
- ¿Dónde encontrasteis al Anciano Rey?
- Camino de su mansión - contestaron ellos.
- Os dije que os dierais prisa en volver, pero no tanta que no llegarais a pisar su palacio
- les reconvino el monstruo -. Porque eso fue lo que hicisteis, ¿no?
- Así es - afirmaron ellos.
- ¡Eso lo explica todo! - exclamó el monstruo, preocupado -. Nos ha engañado con una facilidad pasmosa. ¡Ese de ahí dentro no es el Anciano Rey!
- No digáis eso ni en broma, señor - le aconsejaron los comandantes -. Conocemos bien a vuestro padre.
- Sus rasgos y gestos son, ciertamente, los suyos - explicó el monstruo -. Pero su forma de hablar es totalmente distinta. Me temo que hemos sido víctimas de un cruel engaño. Avisad a los demás y advertirles del gravísimo peligro que corren. Que todo el mundo esté alerta. Los que sepan usar la espada que la tengan desenvainada, los que se sirvan de la lanza que la mantengan a punto, y los que se consideren maestros con el lazo y la porra que se dispongan para la lucha. Voy a hacerle unas cuantas preguntas más a ver cómo responde. Si, como afirma, es el auténtico Anciano Rey, no me importa esperar un mes para probar la carne del monje Tang. Pero si sus respuestas no son correctas, lanzaré un grito y todos vosotros os abalanzaréis sobre él, ¿de acuerdo?
Los diablillos inclinaron la cabeza y se retiraron a sus puestos, mientras el monstruo volvía al lado del Peregrino, que le dijo:
- No hay necesidad de que vuelvas a arrodillarte. ¿Para qué mostrarte tan ceremonioso
conmigo? Si tienes algo que decirme, hazlo con toda confianza. Pese a tales consejos, el monstruo se echó rostro en tierra y afirmó:
- Si os he hecho llamar, ha sido por dos razones: una, para invitarte a probar la carne del monje Tang, y la otra, para haceros una pregunta, que no dudo tendréis la delicadeza de responder. Hace unos decidí tomarme un descanso y me dirigí al Noveno Cielo. Allí me topé con el maestro Chang Tao - Lin 2, ya sabéis, el patriarca taoísta.
- ¿El preceptor celeste? - le interrumpió el Peregrino.
- El mismo - ratificó el monstruo.
- ¿Qué te dijo? - preguntó el Peregrino.
- Al ver lo bien formado de mi rostro y comprobar la perfección de mi cuerpo contestó el monstruo -, me preguntó sobre la hora, día, mes y año de mi nacimiento. Avergonzado, hube de reconocer que no lo sabía, cosa digna de lamentar, porque el patriarca es un auténtico maestro en el arte de la adivinación. Para sus cálculos se basa en la posición de los cinco planetas y sus predicciones son prácticamente infalibles. Por eso, estoy muy interesado en ellas y me he tomado la libertad de haceros llamar, para que me facilitéis los datos que preciso. Así la próxima vez que le vea no tendrá ningún inconveniente en leerme el futuro.
- ¡Qué monstruo más listo! - se dijo el Peregrino -. Desde que acepté la Verdad budista y me comprometí a proteger al monje Tang, me topado con toda suerte de bestias y espíritus, pero ninguno supera a éste en cicatería. Si me hubiera preguntado sobre otra cosa, no habría tenido el menor empacho en responderle lo primero que me hubiera venido a la cabeza. Pero ¡preguntarme sobre la hora, día, mes de su nacimiento! ¿Cómo voy a saberlo yo?
El mono era, sin embargo, una persona de muchísimos recursos y, sin dejar traslucir lo más mínimo la inquietud que le embargaba, sonrío paternal y dijo:
-Levántate, por favor. Como acabo de confesarte, cada vez me siento más viejo y son muchas las cosas que no logro recordar. Entre ellas se encuentra, lo reconozco con pena, la fecha de tu nacimiento. Los viejos somos así. Si no te importa, se lo preguntaré a tu madre, tan pronto como llegue mañana a casa.
- ¡Menudo embustero! - se dijo, a su vez, el monstruo -. Mi auténtico padre no ha dejado de ufanarse jamás de los datos de mi nacimiento 3, pues, según él, me auguran un futuro tan luminoso como el del mismo cielo. ¡Es imposible que se haya olvidado, de pronto, de ellos! ¡Por fuerza tiene que ser un impostor! - y dio un tremendo grito.
Al punto se abalanzaron sobre el Peregrino incontables monstruos con porras, espadas y lanzas. Afortunadamente el Gran Sabio esquivó a tiempo sus golpes, repeliendo tan inesperado ataque con la barra invencible de los extremos de oro.
- ¡Qué poco piadoso eres! - exclamó el Peregrino, recobrando la forma que le era habitual -. ¿Cuándo se ha visto que un hijo ataque de esta forma a su padre?
Avergonzado, el monstruo no se atrevió a levantar la vista del suelo. El Peregrino aprovechó entonces la ocasión para convertirse en un rayo de luz y abandonar la caverna a toda prisa.
- ¡El Peregrino Sun se escapa! - gritaron, excitados, los diablillos.
- ¿Qué más da? Dejadle marchar. He de reconocer que esta vez se ha burlado de mí. Cerrad inmediatamente las puertas y preparad al monje Tang para que pueda ser cocinado.
El Peregrino se alejó de la cueva y corrió hacia el arroyo, riendo como un loco. Al oírlo, el Bonzo Sha acudió a su encuentro, diciendo:
- Llevas fuera más de medio día. ¿Qué ha pasado, para que vuelvas riéndote de esa forma? ¿Acaso has logrado liberar al maestro?
- Todavía no - contestó el Peregrino -, pero he logrado ganar una batalla.
- ¿Qué quieres decir? - volvió a preguntar el Bonzo Sha.
- Ese monstruo - explicó el Peregrino, sin dejar de reír - tomo forma de Kwang-Ing y logró engañar a Chu Ba-Chie, que se encuentra ahora en el interior de un saco de cuero colgado de una viga. Eso me hizo ver la necesidad de trazar un plan igual de ingenioso. Cuando más concentrado estaba pensando en ello, oí cómo mandaba a seis comandantes a la mansión del Anciano Rey a invitarle a venir a probar un poco de carne del monje Tang. En seguida caí en la cuenta de que ese tal rey no podía ser otro que mi viejo amigo el Monstruo Toto. Así que adopté su figura y engañé a los mensajeros sin ninguna dificultad. Disfrazado de esa guisa, el monstruo me abrió las puertas de su caverna y me hizo sentar en el sitio de honor, al tiempo que me presentaba sus respetos. No puedes figurarte la alegría que eso me produjo. ¿Te imaginas a un monstruo arrodillado ante mí? Fue un auténtico triunfo y por eso te he dicho que acabo de ganar una batalla.
- Todo eso me parece muy bien - admitió el Bonzo Sha -, pero me temo que eso, en vez de facilitarnos las cosas, va a hacer aún más difícil la liberación de nuestro maestro. Si he de serte sincero, cada vez temo más por su vida.
- No te preocupes - trató de consolarle el Peregrino -. Ahora mismo voy a ir a solicitar la ayuda de la Bodhisattva.
-No puedes hacer un viaje tan largo - objetó el Bonzo Sha -. Todavía tienes el cuerpo dolorido.
- Ya no - respondió el Peregrino -. Como muy bien afirmaban los antiguos, «un asunto feliz hace revivir el espíritu». Tú encárgate del caballo y el equipaje, mientras yo esté fuera.
- Date prisa en ir y volver - le aconsejó el Bonzo Sha -. Es muy posible que tu estratagema haya sacado de quicio al monstruo y haya optado por acabar cuanto antes con nuestro maestro.
- Cabe esa posibilidad - reconoció el Peregrino -. Estáte tranquilo. Volveré lo más pronto que pueda.
No había acabado de decirlo, cuando el Bonzo Sha dejó de verle, tal fue la velocidad con que se elevó por los aires y se lanzó en dirección a los Mares del Sur. No llevaba media hora volando, cuando descubrió en la distancia la Montaña Potalaka. Al cabo de un minuto escaso se hallaba ya en tierra firme, siendo recibido por un grupo de veinticuatro devas, que le preguntaron:
- ¿Adonde vais, Gran Sabio?
- A entrevistarme con la Bodhisattva - respondió él, devolviéndoles el saludo.
- Esperad un momento, por favor - dijeron los devas -. Ahora mismo vamos a anunciarle vuestra llegada. El deva Kwei Tse - Mu fue el encargado de llegarse hasta la Caverna el Sonido de las Mareas y decir a su señora:
- Me cabe el honor de anunciaros que acaba de llegar Sun Wu-Kung, que pide respetuosamente ser recibido por vos.
La Bodhissatva ordenó que le hicieran pasar, preguntándole en tono de reproche, en cuanto se hubo lanzado a sus pies:
- ¿Cómo es que no estás al lado de tu maestro, la Cigarra de Oro, camino del occidente? ¿Qué asunto te ha traído hasta aquí?
- Permitidme que os ponga al tanto de lo ocurrido - respondió el Peregrino -. Nuestro afán por hacernos con las escrituras nos llevó hasta la Caverna de la Nube de Fuego,
junto al Arroyo del Pino Seco, donde reside un monstruo llamado el Muchacho Rojo, aunque él prefiere ser llamado Santo Niño, que secuestró a nuestro maestro. Chu Wu - Neng y vuestro humilde servidor tratamos de liberarle, enfrentándonos a la bestia en la puerta misma de su cueva, pero echó mano del fuego de Samadhi y no pudimos lograr nuestro propósito. Volé entonces hacia el Océano Oriental y solicité la ayuda de los Reyes Dragón de los Cuatro Océanos, que se avinieron de buen grado a prestármela. Sin embargo, la lluvia se mostró incapaz de apagar el fuego y yo sufrí unas quemaduras tan horrorosas que a punto estuve de perder la vida.
- Si ese fuego de Samadhi posee tantos poderes mágicos como dices - inquirió la Bodhisattva -, ¿por qué acudiste a los Reyes Dragón y no a mí?
- Iba a hacerlo - respondió el Peregrino -, pero el fuego y el humo me dejaron tan mal parado que me fue del todo imposible volar a lomos de una nube, encargando a Chu Ba-Chie que viniera él a solicitar vuestra ayuda.
- Wu - Neng no ha venido por aquí - comentó la Bodhisattva.
- Ciertamente que no - reconoció el Peregrino -. Se lo impidió ese monstruo, adoptando vuestra figura y haciéndole entrar, de esa forma, en su pútrida caverna. Ahora el pobre Wu - Neng espera la hora de ser cocido al vapor metido en una bolsa de cuero que cuelga de una de las vigas.
- ¡Cómo se ha atrevido esa bestia a adoptar mi personalidad! - bramó la Bodhisattva, muy enfadada.
Estaba tan furiosa que lanzó contra las olas el jarrón de porcelana que sostenía en sus manos. Al hacerse añicos, se transformó en miríadas de perlas, que se perdieron entre las aguas. El Peregrino se quedó tan desconcertado que de un salto se puso de pie y se le erizaron todos los pelos del cuerpo.
- ¡Qué carácter el de esta Bodhisattva! - se dijo, sorprendido -. Tenía que haber hablado con un poco más de prudencia. Es una lástima que, por mi culpa, haya destrozado un jarrón tan precioso como ése. Si hubiera sabido que iba a hacer una cosa así, le habría pedido que me lo hubiera regalado. Creo que en ningún otro sitio podría hallar un regalo mejor. Eso seguro.
No había acabado de pensarlo, cuando el jarrón surgió, de pronto, de entre un revoltijo de olas gigantescas. Lo llevaba en su lomo una extraña criatura, a la que el Peregrino se quedó mirando con desconcertada atención. Respondía al nombre de Ayudante del Lodo y sobre sus hombros descansaba la responsabilidad de dotar a las aguas de toda su fuerza. Aunque es muy tímida y poco sociable, conoce a la perfección las leyes del Cielo y la Tierra y la naturaleza de los dioses y espíritus. Su cabeza y su cola son retráctiles, pudiendo volar cuando extiende del todo sus patas. Su conocimiento del pasado y del porvenir es tan perfecto que, cuando el rey Wen diseñaba los triagramas y Chang - Yüan 4 fijaba los cimientos del arte adivinatorio, ella estaba ya familiarizada con la ciencia de Fu - Shr 5. Su felicidad estriba en retozar sobre las aguas y juguetear con la marea. Viste una armadura tejida con hilos de oro, que forman extraños diseños que recuerdan los de los caparazones de las tortugas. En su túnica, de un profundo color verdoso, figuran bordados los Ocho Triagramas y los Nueve Palacios. En vida se mostró tan valiente que mereció el respeto de los Reyes Dragón; ahora, una vez transpuesta la muerte, lleva escrito en la cabeza el nombre de Buda. Tan extraordinaria criatura no es otra que la terrible tortuga negra que ayuda a los vientos a sacudir las olas.
La tortuga se llegó, con el jarro sobre la espalda, hasta donde estaba la Bodhisattva e inclinó veinticuatro veces seguidas la cabeza, dando a entender con ello que eran otros tantos los votos que había hecho. El Peregrino sonrió y se dijo:
- ¡Así que esta tortuga es la encargada del jarrón! Si se pierde algún día, sólo ella será la responsable.
- ¿Se puede saber en qué estás pensando, Wu-Kung? - le interrogó la Bodhisattva.
- En nada, en nada - respondió el Peregrino a toda prisa.
- En ese caso - le ordenó la Bodhisattva -, baja a por el jarrón.
El Peregrino obedeció sin rechistar, pero, por mucho que lo intentó, fue incapaz de moverlo del sitio. Era como si una libélula hubiera tratado de derribar un montón de piedras. Desconcertado, el Peregrino regresó junto a la Bodhisattva y le informó, diciendo:
- Lo lamento, señora, pero no puedo moverlo.
- ¡Lo único que sabes hacer es dar problemas! - le regañó la Bodhisattva -. ¿Cómo vas a capturar monstruos y derrotar bestias, si eres incapaz de sostener en tus manos un simple jarrón?
- Si no os parece una baladronada - respondió el Peregrino -, os diré que lo he hecho infinidad de veces. Pero he de reconocer, al mismo tiempo, que no puedo con vuestro florero. Es claro que el castigo que me ha infligido ese monstruo me ha restado considerablemente las fuerzas.
- Todo esto tiene su explicación - confesó la Bodhisattva -. Normalmente este jarrón es muy liviano, pero, al ser arrojado a las aguas, se ha desplazado a través de los Tres Ríos, los Cinco Lagos, los Ocho Mares y los Cuatro Grandes Océanos, acumulando en su interior todo el potencial acuático de esos cuerpos. Es como si dentro de él se hubiera concentrado un océano inmenso que abarcara todos los demás. Por muy fuerte que seas, no puedes con toda el agua del mundo. De ahí que hayas sido incapaz de mover el jarrón.
- No lo sabía, señora - dijo el Peregrino, juntando respetuosamente las manos.
La Bodhisattva extendió su mano derecha y agarró el jarrón sin el menor esfuerzo, pasándoselo después a su palma izquierda. La tortuga sacudió ligeramente la cabeza y se retiró pesadamente a las aguas.
- ¡Así que ésa es la tortuga que cuida de vuestro jarrón! - exclamó el Peregrino.
La Bodhisattva no prestó la menor atención a su comentario. Volvió a tomar asiento y dijo:
- El dulce rocío de mi jarrón no se parece en nada a la lluvia de los dragones. De hecho, es capaz de apagar el fuego que Samadhi enseño a ese monstruo. Es mi deseo prestártelo, pero está la dificultad de su peso. He decidido, por tanto, que te acompañe la Dragona de la Felicidad Celeste y eso a sabiendas de que no eres una persona amable. Tú disfrutas burlándote de la gente. Además, estoy segura de que, en cuanto veas la belleza de mí dragona y comprendas lo valioso que es mi jarrón, tratarás a toda costa de hacerte con él. Si consigues robármelo, perderé muchísimo tiempo antes de que pueda dar contigo. Así que lo mejor que puedes hacer es dejarme algo en prenda.
- ¡Debería daros vergüenza pensar de esa forma! - exclamo el Peregrino -. Jamás sospeché que fuerais tan suspicaz. Vos sabéis que no he vuelto a robar nada después de abrazar voluntariamente la pobreza monacal. Pero, en fin, ya que os empeñáis en que os deje una prenda, no me queda más remedio que hacerlo. El problema es que no poseo nada de valor. Para empezar, la camisa que llevo es regalo vuestro. Esta piel de tigre, por otra parte, es tan valiosa como una hoja de bambú. He de reconocer que la barra de hierro es lo más preciado que tengo, pero sin ella me encuentro totalmente a merced de mis enemigos. Sólo me queda, pues, esta corona de oro que llevo en la cabeza. Vos misma me obligasteis a ponérmela, valiéndoos de mil y un engaños. Si deseáis una prenda, aceptad esta maldita corona. Podéis librarme de ella con el mismo conjuro que usasteis para ponerla. ¿No os parece una buena idea?
- ¡Cuidado que eres gracioso! - le regañó la Bodhisattva -. No estoy interesada ni en tus ropas, ni en tu barra de hierro, ni en tu corona de oro, sino en unos cuantos de esos pelos
que te crecen en la zona de nuca. Según tengo entendido, protegen la vida.
- Deberías saberlo - replicó el Peregrino -. Vos misma me los regalasteis. De todas formas, es muy posible que, al intentar arrancarlos, se me rompan unos cuantos y no pueda seguir viviendo con la misma facilidad que hasta ahora.
- ¡Mono desconfiado! - volvió a regañarle la Bodhisattva -. Eres tan tacaño que no estás dispuesto a desprenderte ni de uno solo de esos pelos. Con una actitud así, ¿cómo crees que voy a confiarte a mi querida Felicidad Celeste?
- ¡En todo el mundo no hay nadie tan suspicaz como vos! - exclamó el Peregrino, soltando la carcajada -. Deberíais recordar el dicho que afirma: «Si no estáis dispuestos a hacerlo por un monje, hacedlo al menos por Buda». Os suplico de todo corazón que salvéis la vida a mi maestro.
La Bodhisattva abandonó su trono de loto y se dirigió montaña arriba, dejando detrás una estela de aroma. Habiéndose percatado, de pronto, del peligro que corría el monje santo, decidió ir ella misma en persona a liberarle de las garras del monstruo. Visiblemente complacido, el Gran Sabio la siguió al exterior de la Caverna del Sonido de las Mareas. Los diferentes devas le presentaron sus respetos desde el pico Potalaka.
- Crucemos el océano, Wu-Kung - sugirió la Bodhisattva.
- Vos primero, señora - dijo el Peregrino con inesperada delicadeza.
- No, no. Primero tú - replicó la Bodhisattva.
- Yo no soy más que vuestro discípulo y no está bien que despliegue mis poderes ante vos - insistió el Peregrino -. Además, si doy uno de los saltos que acostumbro, es muy posible que queden al descubierto los signos de mi masculinidad y eso puede ofenderos.
Al oír eso, la Bodhisattva ordenó a la Dragona de la Felicidad Celeste que arrancara un pétalo de flor de loto y lo dejara caer al mar. Se volvió después hacia el Peregrino y le dijo:
- Móntate en ese pétalo y te mandaré en él al otro lado del océano.
- Ese pétalo es demasiado fino y ligero - protestó el Peregrino -. ¿Cómo va a poder conmigo? En cuanto ponga el pie sobre él, caeré al agua de cabeza y mi piel de tigre quedará arruinada. ¿Cómo voy a poder defenderme del frío sin ella?
- Móntate en esa flor y verás lo que ocurre - le ordenó la Bodhisattva.
El Peregrino no se atrevió esta vez a desobedecerla. Arriesgando su vida, dio un salto y fue a parar justamente en el centro del pétalo. Tuvo entonces la sensación de encontrarse en una embarcación bastante más grande que un simple bote y exclamó, complacido:
- Bodhisattva, quepo perfectamente en esta flor.
- ¿Por qué no cruzas entonces el océano? - preguntó la Bodhisattva.
- Porque carece de timón, de mástil y hasta de remos - contestó el Peregrino -. ¿Cómo voy a aventurarme a cruzar el océano en estas circunstancias?
- No necesitas ninguna de esas cosas para hacerlo - replicó la Bodhisattva.
Sopló suavemente el pétalo de loto y éste se apartó al instante de la costa. Repitió de nuevo la operación y el Peregrino no tardó en cruzar el proceloso Océano Austral. En cuanto el Gran Sabio se halló en tierra firme, soltó la carcajada y exclamó:
- Esta Bodhisattva posee unos poderes francamente extraordinarios. Es capaz de llevarme de acá para allá sin el menor esfuerzo.
Tras ordenar a los devas que cuidaran del Palacio de Rocas y a la Dragona de la Felicidad Celeste que cerrara las puertas, la Bodhisattva montó en una nube y se alejó a toda prisa del pico Potalaka. Al llegar a la parte de atrás de la montaña, gritó con todas sus fuerzas:
- ¿Dónde te has metido, Huei - An?Huei - An era el nombre religioso de Moksa, el hijo segundo del Devaraja Li. Era el
discípulo predilecto de la Bodhisattva, y, en agradecimiento por sus enseñanzas, jamás volvió a separarse de ella. Semejante fidelidad le valió el título de Dharma Guardián. Huei - An juntó las manos y se inclinó, respetuoso, ante la Bodhisattva, que le dijo:
- Vete inmediatamente a las Regiones Superiores y pide prestadas a tu padre unas cuantas espadas de las constelaciones.
-¿Cuántas queréis? - preguntó Huei - An.
- Todas las que tenga - respondió la Bodhisattva.
Huei - An montó en una nube y, tras dejar atrás la Puerta Sur de los cielos, se dirigió al Palacio de la Torre de Nubes. Allí se arrojó a los pies de su padre, que le preguntó, sorprendido:
- ¿Puedes decirme a qué debo el honor de tu visita?
- Sun Wu-Kung ha solicitado de mi preceptora ayuda para acabar con un monstruo y ésta ha acudido, a su vez, a mí para que os pida prestadas las espadas de las constelaciones.
El devaraja ordenó inmediatamente a Nata que fuera en busca de las treinta y seis espadas para dárselas a Moksa.
- Saluda a nuestra madre de mi parte - pidió éste a su hermano -. Ahora estoy muy ocupado. Cuando vuelva con las espadas, pasaré a transmitirle personalmente mis respetos.
Los dos hermanos se despidieron en seguida, porque, en cuanto tuvo las armas en su poder, Moksa volvió a montar en una nube y regresó a los Mares del Sur. La Bodhisattva agradeció la rapidez con que había cumplido su encargo, cogió las espadas y las lanzó hacia lo alto, al tiempo que recitaba un conjuro. Sorprendentemente las dagas se transformaron en un loto de más de mil pétalos. La Bodhisattva se sentó a continuación sobre él y el Peregrino se dijo, al verlo:
- ¡Cuidado que es ahorradora esta Bodhisattva! En su estanque crecen infinidad de lotos, no de uno, sino de cinco colores, y ha preferido molestar a medio cielo para no tener que usar uno de los suyos. ¡Es francamente, increíble!
- ¿Se puede saber qué estás farfullando ahí tú solo? - le regañó la Bodhisattva -. Anda, deja de decir tonterías y vente conmigo.
Apenas había acabado de decirlo, cuando se encontraban ya al otro lado del océano. Aunque rápido, el viaje lo hicieron en un perfecto orden, ya que lo abría la Bodhisattva y lo cerraba Huei - An.
- Ése de ahí abajo - dijo el Gran Sabio Sun desde el aire - es el monte en el que habita el monstruo. Calculo que desde aquí a la puerta de su caverna hay aproximadamente quinientos kilómetros.
La Bodhisattva descendió entonces de su nube y recitó un conjuro que empezaba por la letra «OMM». En un abrir y cerrar de ojos se presentaron ante ella los dioses y espíritus que moraban en tan apartada región. Todos ellos se echaron rostro en tierra, temblando de pies a cabeza y sin atreverse a levantar la vista del suelo.
- No os asustéis - trató de tranquilizarles la Bodhisattva -. He venido a atrapar al monstruo que os esclaviza, pero para ello es preciso que dejéis totalmente limpia la zona. No debe quedar ni un solo bicho viviente en trescientos kilómetros a la redonda. Es conveniente, por tanto, que saquéis a las bestias de sus cubiles y a las aves de sus nidos y los llevéis al punto más alto de esta cordillera. Si no lo hacéis, morirán sin remedio. Así que daros prisa.
Los dioses se retiraron con la misma celeridad con la que habían acudido a su llamada, para regresar al poco tiempo a informar a la Bodhisattva que sus órdenes habían sido cumplidas al pie de la letra.
- En ese caso - concluyó la Bodhisattva -, podéis volver a vuestros santuarios. Ya no os necesito para nada.
Puso a continuación el jarrón boca abajo y al instante manó de él una arrolladora corriente de agua. Era tan caudalosa que anegó murallas altísimas y cubrió las cumbres de no pocas montañas. Era como si el mar hubiera abandonado su cauce y los océanos se hubieran empeñado en saltar por encima de las cordilleras. Al punto se levantó una especie de niebla negruzca, que sumió el firmamento en una oscuridad total. La luz solar se tornó tan fría que sólo era capaz de reflejarla el verdor de las olas. Todo el mar pareció llenarse de lotos de oro, cuando la Bodhisattva mostró su tremendo poder. Portaba en sus manos el dharmakaya 6 y eso hizo que el lugar en el que había posado los pies se transformara en un trasunto de Potalaka. Su semejanza con los Mares del Sur era, de hecho, tan marcada que por doquier brotaron capullos de udumbara y la hierba se vio cubierta por la sombra las palmeras. Las cacatúas venían a posarse sobre los bambúes, mientras las perdices lanzaban sus gritos entre el verdor de los pinos. Adonde
- quiera que se dirigiera la vista podían verse lotos y olas gigantes. El viento soplaba con tal fuerza que las aguas se elevaban, hecho, hasta el mismísimo Cielo.
- ¡Qué extraordinaria es la misericordia de esta Bodhisattva! - se dijo, maravillado, el Gran Sabio -. Si yo tuviera estos poderes, habría vertido sin más, el jarrón sobre la montaña. De seguro no me habría preocupado para nada de las criaturas que la habitan. ¿Para qué perder el tiempo en esas menudencias?
- Estira la mano, Wu-Kung - le ordenó entonces la Bodhisattva.
El Peregrino se arremangó a toda prisa el brazo izquierdo y alargó la mano. La Bodhisattva sacó del jarrón la ramita de sauce y escribió en su mano con rocío la palabra «engaño», al tiempo que volvía a ordenarle:
- Cierra el puño y vete a enfrentarte, una vez más, con ese monstruo. Es preciso que te dejes vencer por él y que le arrastres en tu huida hasta aquí. Yo misma me encargaré de darle su merecido.
Sin dudarlo, el Peregrino se dirigió hacia la entrada de la caverna. Cerró en un puño la mano izquierda, mientras sostenía en la derecha la barra de hierro y gritaba como un loco:
- ¡Abrid inmediatamente esa puerta! Los diablillos que la guardaban corrieron, asustados, a informar a señor:
- ¡Otra vez está ahí fuera el Peregrino Sun, exigiendo que le abramos la puerta!
- Cerradla a cal y canto y no os preocupéis por él - ordenó el monstruo.
- No seas así, hijo - continuó gritando el Peregrino -. No es justo s te niegues a abrir a
tu padre, después de haberle expulsado tú mismo de su casa. Tanta fue su insistencia que los diablillos volvieron al poco rato a armar a su señor:
- El Peregrino Sun no para de insultaros. - No le hagáis caso - les sugirió, una vez más, el monstruo.
Al ver que nadie respondía a sus gritos, el Peregrino perdió la paciencia, levantó la barra de hierro por encima de su cabeza y la dejó caer sobre la puerta, rompiéndola en mil pedazos. Los diablillos, aterrorizados, corrieron a refugiarse en el interior, gritando:
- ¡El Peregrino Sun acaba de hacer añicos la puerta!
Eso colmo la paciencia del monstruo, que agarró la lanza y salió al encuentro de su contrincante, bramando:
- ¡Maldito mono! ¿Es que no te detienes jamás? ¿A qué viene eso de destrozar la puerta de mi mansión? ¿Quieres decirme qué clase de castigo andas buscando?
- Eso mismo es lo que deseo preguntarte yo a ti - replicó el Peregrino -, porque, si mal no recuerdo, sin ningún miramiento arrojaste a tu padre de su hogar.
El monstruo lanzó, enfurecido, un tremendo lanzazo contra el pecho del Peregrino, que logró esquivarlo con su barra de hierro. De forma dio comienzo una batalla, de la que el Gran Sabio pareció llevar la peor parte. Sin embargo, el monstruo no dio muestras de estar interesado en infligirle una nueva derrota. Al contrario, cuando más seguro parecía estar de su victoria, dejó de atacar y dijo:
- Ya he perdido bastante tiempo. Voy a volver a lavar al monje Tang.
- ¡Vamos, no seas tan cobarde! - gritó el Peregrino -. ¿No te das cuenta que el cielo te está observando? ¿A qué viene eso de renunciar al ataque?
Esas palabras enfurecieron al monstruo, que, dando un grito terrible se lanzó de nuevo a la carga con la lanza. El Peregrino aguantó sus embates con firmeza, pero pronto volvió a recular otra vez.
- ¿Qué te pasa, mono? - bramó el monstruo con desprecio, al verle retroceder -. ¿Es que eres incapaz de resistir tres golpes seguidos? ¿Qué clase de luchador eres tú, que prefieres la huida al enfrentamiento directo?
- Si he de serte sincero - confesó el Peregrino -, no me gustan nada esos fueguecitos que tú haces.
- Puedes estar tranquilo - contestó el monstruo -. Esta vez no pienso servirme del fuego.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, es mejor que te alejes un poco de la puerta de tu casa. Mirándolo bien, no es de gente educada apalear a alguien justamente delante de donde uno vive.
El monstruo no sabía, por supuesto, que se trataba de una trampa y se lanzó en persecución de su adversario. El Peregrino corrió arrastrando lastimosamente la barra de hierro. Pero en ese preciso momento abrió el puño izquierdo y se convirtió para el monstruo en una obsesión darle alcance. La persecución no podía ser más emocionante pues, si uno parecía un meteoro, el otro recordaba a una flecha en el instante mismo de abandonar el arco. No tardaron en avistar a la Bodhisattva y, volviendo la cabeza, el Peregrino le suplicó:
- Desiste de tu empeño, por favor, y déjame marchar. Reconozco que, una vez más, me has puesto en ridículo. ¿No te das cuenta de que tu persecución me ha traído hasta los Mares del Sur, donde tiene su residencia la Bodhisattva Kwang-Ing? Creo que los dos saldremos ganando, si volvemos sobre nuestros pasos.
El monstruo no estaba para discusiones. Rechinando los dientes de rabia, se negó a creer en las razones del Peregrino y aceleró el ritmo de la carrera. Wu-Kung sacudió ligeramente el cuerpo y desapareció tras la sagrada luminosidad que rodeaba el cuerpo de la Bodhisattva. Desconcertado, el monstruo se llegó hasta ella y le preguntó con ojos saltones por el asombro:
-¿Eres tú el refuerzo que ha ido a buscar el Peregrino Sun?
La Bodhisattva no contestó. Eso animó al monstruo a agitar ante ella la lanza, al tiempo que gritaba con mayor impertinencia:
- Te he preguntado que si eres tú el refuerzo que ha ido a buscar el Peregrino Sun. ¿Es que no me has oído?
La Bodhisattva continuó sin abrir la boca. El monstruo levantó la lanza y descargó un golpe sobre su corazón. Afortunadamente en ese momento la Bodhisattva se convirtió en un rayo de luz y se elevó hacia lo alto, seguida del Peregrino, que no dejaba de increparla:
- ¿Se puede saber qué estáis haciendo? Ese monstruo os ha hecho una pregunta y vos habéis pretendido ser sordomuda. ¿Es que os habéis empeñado en dejarme en ridículo? ¿Por qué huís vos también? No comprendo cómo abandonáis el campo al primer golpe, dejando ahí abajo vuestro trono de loto.
- Deja de hablar y sígueme - le aconsejó la Bodhisattva -. Veamos lo que hace esa
bestia. El Peregrino y Moksa miraron hacia abajo y vieron que el monstruo había soltado la carcajada, al tiempo que decía, divertido:
- ¡Qué iluso es ese mono! ¿Quién se habrá creído que soy? Se enfrenta a mí varias veces seguidas y, al ver que no puede derrotarme, solicitar la ayuda de una bodhisattva de tres al cuarto, que no vale para nada. Con un lanzazo ha bastado para que se desintegre con la rapidez de la niebla en presencia del sol. Lo más sorprendente es que ni tiempo ha tenido de llevarse su trono de loto. En fin, ahora es mío y creo que lo mejor será que tome posesión de él cuanto antes.
El monstruo subió al loto y se sentó en él con las piernas y las manos dobladas, como hacían las bodhisattvas. Al verlo, el Peregrino exclamó entre dolorido y burlón:
- ¡Fantástico! Ese loto ha pasado a manos de otra persona.
- ¿Se puede saber qué es lo que estás diciendo, Wu – Kun? - le preguntó la Bodhisattva.
- Que ese loto ha pasado a manos de otra persona - contestó el Peregrino -. ¿Es que no lo veis? Acaba de tomar posesión de él. Estáis loca, si pensáis que va a devolvéroslo sin más ni más.
- Ha hecho precisamente lo que yo quería que hiciera - se defendió la Bodhisattva.
- De todas formas - continuó diciendo el Peregrino -, como es un poco más pequeño de cuerpo que vos, cabe en ese trono de loto incluso mejor que vos.
- Deja de hablar, de una vez, y observa con atención el poder de mi dharma - le
aconsejó la Bodhisattva. Apenas hubo acabado de decirlo, dirigió hacia abajo su ramita de sauce y gritó:
- ¡Retiraos! - y al punto desaparecieron las hojas, los pétalos y el aura luminosa que envolvía el trono.
El monstruo descubrió, sobresaltado, que estaba sentado sobre las afiladas puntas de no menos de veinticuatro espadas. Pero, antes de que pudiera reaccionar, la Bodhisattva había ordenado ya a Moksa:
- Coge la porra de destrozar monstruos y da unos cuantos golpes a las empuñaduras de las espadas.
Moksa tomó la porra y se dejó caer desde lo alto. Después empezó a dar tales golpes que parecía como si estuviera derribando un muro. En un abrir y cerrar de ojos, descargó sobre las empuñaduras de las espadas no menos de cien golpes seguidos, que taladraron de parte a parte las piernas del monstruo. La sangre brotaba a borbotones, dejando entrever la carne y la piel desgarradas. Rechinando los dientes, para soportar mejor el dolor, la bestia dejó a un lado la lanza y trató de arrancarse las espadas del cuerpo con las dos manos. Eso hizo que el Peregrino exclamara, asombrado:
- ¿Habéis visto, Bodhisattva? El monstruo está tratando de arrancarse las espadas,
aunque el dolor debe de ser, en verdad, insoportable. Compadecida, la Bodhisattva ordenó a Moksa:
- No le mates.
De nuevo, volvió a apuntar a la bestia con su ramita de sauce y recitó un conjuro que comenzaba con la letra «Om». Las espadas las constelaciones se convirtieron al instante en unos garfios tan afilados como dientes de lobo y tan curvos que era prácticamente imposible arrancarlos. El monstruo comprendió que estaba perdido y dejó de forcejear. Abrumado por el dolor, levantó la voz y dijo:
- Aunque posee ojos, vuestro discípulo parece, en realidad, un ciego. ¿Cómo no ha podido darse cuenta del extraordinario poder de dharma, nada más veros? Os suplico que os mostréis benigna con mi ignorancia y me perdonéis la vida. Si lo hacéis, me comprometo a no volver a matar a nadie y a convertirme en discípulo vuestro.
La Bodhisattva descendió de su rayo de luz y, acercándose al monstruo en compañía de sus dos discípulos y la cacatúa blanca, le preguntó:
- ¿Estás dispuesto a aceptar los mandamientos?
- Sí, si me salváis la vida - contestó el monstruo con los ojos anegados en lágrimas.
- ¿Deseas hacerte discípulo mío? - volvió a preguntar la Bodhisattwa.
- Si me perdonáis la vida - repitió el monstruo -, tened la seguridad de que penetraré por las puertas del dharma.
- En ese caso - concluyó la Bodhisattva -, te tocaré la cabeza y te haré entrega de los mandamientos.
La Bodhisattva sacó de las mangas una cuchilla de oro y se acercó más aún a la bestia. Con asombrosa destreza le afeitó la cabeza en el estilo conocido como coronilla del monte Tai. Toda la cabeza aparecía calva, a excepción de un cerquillo, que, en ocasiones, podía entretejerse. Al verle, el Peregrino exclamó con desaprobación:
- ¡Qué mala suerte la de este monstruo! ¡Ahora no se sabe ya si es chico o chica!
- Puesto que has aceptado los mandamientos - dijo la Bodhisattva en tono solemne -, te trataré con la benignidad que en mí es habitual. A partir de ahora te llamarás el Muchacho de la Riqueza Celeste, ¿te parece bien?
El monstruo expresó su conformidad moviendo ligeramente la cabeza, pues estaba dispuesto a salvar la vida costara lo que costase. Satisfecha, la Bodhisattva le apuntó con el dedo y gritó:
- ¡Retiraos! - y al instante cayeron al suelo las espadas de las constelaciones; el
monstruo no presentaba en su cuerpo el menor rasguño. La Bodhisattva se volvió hacia Huei - An y le ordenó:
- Coge las espadas y devuélveselas a tu padre. No es necesario que regreses aquí. Vuelve a la Montaña Potalaka y espérame allí con los otros devas. Moksa se dirigió en seguida hacia los Cielos, donde se entrevistó con los suyos y cumplió al pie de la letra los deseos de su preceptora.
Sin embargo, los malos instintos del muchacho no desaparecieron del todo con la aceptación de los mandamientos. En cuanto sintió que el dolor le había abandonado y que nada le sujetaba ya a la tierra cogió la lanza y amenazó a la Bodhisattva, diciendo:
- ¡No tienes poder para dominarme! Todo lo que has demostrado hasta ahora no ha sido más que un poco de astucia. ¿Qué necesidad tengo de tus mandamientos? - y lanzó un terrible lanzazo contra el rostro de la Bodhisattva.
El Peregrino se puso tan furioso que echó en seguida mano de la barra de hierro. Pero la Bodhisattva le hizo desistir de sus afanes guerreros, ordenándole:
- No le pegues. Tengo pensado un castigo más refinado que ése. Sacó de la manga una corona de oro y añadió:
- Este tesoro perteneció a Buda. Él mismo me lo entregó, cuando me encargó buscar a alguien que se comprometiera a ir al Paraíso Occidental en busca de las escrituras sagradas. De hecho, me confió tres coronas muy parecidas, aunque sus nombres eran totalmente distintos: la Dorada, la Constrictiva y la Prohibitiva. La segunda la llevas puesta tú, Wu-Kung, mientras que la última descansa sobre la cabeza del guardián de mi montaña. La primera no tiene todavía dueño fijo y creo que voy a adjudicársela a este monstruo, para ver si se le bajan un poco los humos.
La Bodhisattva sacudió una sola vez la corona, volviéndose cara al viento, y gritó:
- ¡Transfórmate! - y se convirtió al instante en cinco coronas idénticas, que la Bodhisattva lanzó contra el cuerpo del muchacho. Una se fijó en su cabeza, mientras que las otras cuatro lo hicieron en sus pies y manos.
- Hazte a un lado, Wu-Kung - aconsejó la Bodhisattva al Peregrino -. Voy a recitar un conjuro, para que aprenda este monstruo a obedecer y a no rebelarse.
- Os pedí que vinierais aquí a dominar a este monstruo, no a castigarme a mí - protestó el Peregrino.
- No te preocupes - le tranquilizó la Bodhisattva -. Cada corona tiene su conjuro. El de
este muchacho es absolutamente distinto del tuyo.
Más tranquilo, el Peregrino se hizo a un lado. La Bodhisattva hizo un gesto mágico con los dedos y recitó varias veces seguidas un mismo conjuro. El monstruo experimentó tal dolor que empezó a rascarse las orejas como un loco y a clavarse las uñas en el rostro. Después se dejó caer al suelo y comenzó a dar desesperadas vueltas, como si fuera una pelota tirada ladera abajo. De esta forma, aprendió el monstruo que la palabra es capaz de llegar hasta las regiones de arena y que el poder del dharma es profundo, extenso e inabarcable.
No sabemos si el muchacho aceptó o no someterse de buen grado. Quien desee averiguarlo tendrá que escuchar con atención las explicaciones que se ofrecen en el capítulo siguiente.
CAPITULO XLIII
EL MONJE ES CAPTURADO POR UN ESPÍRITU MALIGNO EN EL RÍO NEGRO. PRINCIPE DRAGÓN DEL OCÉANO OCCIDENTAL CAPTURA A LA IGUANA
En cuanto la Bodhisattva dejó de recitar el conjuro, el dolor desapareció del todo. El monstruo descubrió entonces que tenía unas cuantas arandelas de oro alrededor del cuello, las muñecas y los tobillos. Desesperado, trató de arrancárselas, pero no pudo moverlas ni un solo milímetro. Se habían clavado en su carne y cuanto más trataba de arrancárselas, más se le clavaban en la carne, produciéndole un dolor cada vez mayor.
- Es inútil que te rebeles contra tu suerte - le aconsejó el Peregrino -. La Bodhisattva ha comprendido que es muy difícil hacerte entrar en razones y te ha regalado ese collar y esos brazaletes que ahora llevas puestos.
El joven volvió a perder la paciencia y, echando, una vez más, mano de la lanza, trató de alcanzar al Peregrino, que tomó refugio detrás de la Bodhisattva, al tiempo que suplicaba:
-¡Recitad otra vez el conjuro, por favor!
La Bodhisattva metió la ramita de sauce en el jarrón y aspergió al joven con el rocío azucarado, diciendo:
- ¡Ciérrate! El monstruo dejó caer al instante la lanza, mientras las manos se le pegaban al pecho con tanta firmeza que no podía separarlas. Éste es el origen de la postura conocida como «torsión de Kwang-Ing», en la que aparece siempre representado, incluso en nuestros días, el servidor de la Bodhisattva. Al ver el joven que era incapaz de mover las manos y hacerse con la lanza, comprendió que era imposible rebelarse contra el dharma, ya que su poder era, en verdad, misterioso y profundo. No le quedó, pues, más remedio que agachar la cabeza y aceptar su derrota. La Bodhisattva recitó entonces unas cuantas palabras mágicas y sacudió ligeramente el jarrón. Las aguas del océano volvieron a meterse en él, sin que se desperdiciara una sola gota.
- Como ves - dijo la Bodhisattva al Peregrino -, este monstruo ha sido dominado, pero aún conserva algo de su primitivo natural. Es preciso, por tanto, que le lleve conmigo a la Montaña Potalaka y le haga hacer una promesa con cada paso que dé. Tú vete a la caverna libera, y libera de una vez, a tu maestro.
- Gracias por haber aceptado venir a un sitio tan alejado de vuestra residencia - contestó el Peregrino, echándose rostro en tierra y golpeando repetidamente el suelo con la frente -. Si esperáis un poco os acompañaré, al menos en parte, en el viaje de vuelta.
- No hay necesidad de que lo hagas - respondió la Bodhisattva -. Puedo defenderme yo sola y es preciso que tú cuides de tu maestro. ¿Para qué volver a poner en peligro su
vida?
Encantado por esa decisión, el Peregrino se despidió de la Bodhisattva, no sin antes inclinarse respetuosamente ante ella. El monstruo consiguió, finalmente, someterse a Kwang-Ing e iniciar el camino de la verdad, tras hacer exactamente cincuenta y tres votos 1. No seguiremos, por tanto, ocupándonos de él. Sí lo haremos, sin embargo, del Bonzo Sha, que esperó en vano la aparición del Peregrino, sentado pacientemente en los bosques. Por fin, no pudo aguantarlo más y, agarrando el caballo y el equipaje, abandonó el bosque de pinos y se dirigió hacia el sur. Afortunadamente, no tardó en toparse con el Peregrino y le preguntó en tono recriminatorio:
- ¿Cómo has tardado tanto en volver? Casi me muero de impaciencia, de tanto esperar en balde.
- ¿Se puede saber de qué estás hablando? - replicó el Peregrino -. No es tanto lo que he tardado, máxime teniendo en cuenta que no sólo he conseguido la ayuda de la Bodhisattva, sino también la liberación de nuestro maestro - y le contó con todo lujo de detalles cómo la Bodhisattva había desplegado su poderoso dharma.
- En ese caso, ¿a qué esperamos? - exclamó el Bonzo Sha, loco de contento -. Vayamos cuanto antes a liberar a nuestro maestro.
Después de dejar atrás el arroyo, se dirigieron a toda velocidad hacia la entrada de la caverna, una vez atado el caballo en un sitio seguro. No tardaron en exterminar a todos los diablillos, lo cual les permitió bajar la bolsa de cuero, en la que estaba encerrado Ba-Chie, que preguntó al Peregrino después de darle las gracias:
- ¿Dónde está ese monstruo? Me gustaría clavarle unas cuantas veces mi tridente, por todo lo que me ha hecho sufrir.
-Creo que es mejor que liberemos primero al maestro - opinó el Peregrino y los tres se dirigieron a la parte de atrás de la caverna, donde encontraron al monje Tang atado, desnudo y llorando lastimosamente.
El Bonzo Sha corrió a desatarle, mientras el Peregrino buscaba unas ropas decentes. En cuanto se hubo vestido, los tres se echaron rostro en tierra y dijeron:
- ¡Cuánto debéis haber sufrido, maestro!
- Y vosotros, ¡con cuánto empeño habéis tenido que dedicaros par obtener mi liberación! - replicó Tripitaka, dándoles las gracias -. ¿Cómo os las habéis arreglado para dominar a ese monstruo?
El Peregrino relató cuanto había hecho la Bodhisattva y el maestro se arrodilló en seguida, mirando hacia el sur.
- No debéis agradecérselo sólo a ella - dijo el Peregrino -. También nosotros hemos tenido una buena parte en la derrota de ese monstruo. Ésta es, en líneas generales, la historia que aún hoy suele escucharse de cómo un muchacho hizo cincuenta y tres votos a Kwang-Ing, obteniendo la visión de Buda después del tercero.
El Bonzo Sha recogió todos los tesoros que había en la caverna, mientras los otros dos preparaban algo de comer, sin importarles que el maestro les debiera la vida o que, sin su ayuda, jamás pudiera alcanzar sano y salvo el Paraíso Occidental. Hacia allá se dirigieron, en cuanto hubieron saciado el hambre. Al cabo de un mes de camino oyeron un ruido de aguas caudalosas y Tripitaka exclamó, sorprendido:
-¿De dónde viene ese ruido?
- ¡Siempre os estáis preocupando por nada! - le regañó el Peregrino, luchando por dominar una sonrisa burlona -. En total somos cuatro y sólo vos oís esa agua misteriosa. Me parece que os habéis olvidado del Sutra del Corazón.
- No es verdad - se defendió Tripitaka -. Lo sé de memoria. No en balde me fue transmitido por el maestro Zen del Nido del Cuervo, que, como recordarás, habitaba en
la Montaña de la Pagoda. Ese sutra que dices consta de cincuenta y cuatro frases y un total de doscientos setenta caracteres. De memoria lo aprendí y no he perdido ni una sola de sus frases, porque lo recito con bastante frecuencia. Según tú, me he olvidado de una. ¿Quieres decirme de cuál?
- La que habla de «ni el ojo, ni el oído, ni la nariz, ni la lengua, ni el cuerpo, ni la mente». Los que hemos renunciado a la familia debemos ver sin apreciar formas, oír sin sonidos, oler sin aromas, gustar sin sabores, no prestar atención al frío o al calor, y expulsar de nuestras mentes todos los pensamientos ociosos. Eso es lo que se llama la aniquilación de los Seis Bandidos 2. Vos, sin embargo, os encontráis de camino en busca de las escrituras sagradas y no hacéis más que abandonaros a pensamientos vanos. Al temer a los monstruos, dais a entender que no estáis dispuesto a renunciar a vuestra vida; al anhelar comida vegetariana, os abandonáis a la tiranía del gusto; al desear la fragancia de los olores, os rendís al dominio del olfato; al prestar atención a los sonidos, aceptáis la supremacía del oído, y al mirar con detenimiento cuanto ocurre a vuestro alrededor, os convertís en esclavo de la vista. Os rendís, en resumen, a los Seis Bandidos. ¿Cómo vais a conseguir, de esa forma, llegar al Paraíso Occidental y entrevistaros cara a cara con Buda?
Tripitaka meditó en eso durante largo rato, y al final, dijo:
- Tras partir del lado de mi señor no he hecho otra cosa que viajar día y noche. Tanto que mis sandalias han barrido las neblinas de las montañas y mi sombrero de monje ha alcanzado alturas mayores que las de las crestas más encumbradas. Por la noche oigo los continuos gritos de los monos y los inaguantables cantos que algunas aves dirigen a la luna. ¿No es eso suficiente? ¿Cuándo veré cumplidas las penalidades del Tres Doble y podré conseguir, así, los extraordinarios escritos de Tathagata?
- ¡Vamos, maestro! - exclamó el Peregrino, sacudiendo como un loco las manos y riendo a carcajada limpia -. ¡No me digáis que aún echáis de menos vuestro hogar! Mirándolo bien, las penalidades del Tres Doble no son muy difíciles de soportar. Como muy bien afirma el proverbio, «el éxito sólo se obtiene cuando se ha hecho algo grande.
- Pero, si hemos de hacer frente a tantos peligros - objeto Ba-Chie -, no alcanzaremos la perfección ni en mil años.
- Tú y yo, Ba-Chie, nos parecemos mucho y no está bien que importunemos a nuestro hermano con semejantes ocurrencias sin sentido - le aconsejó el Bonzo Sha -. Lo nuestro es cargar con el equipaje. Ya llegará el día en el que también nosotros alcanzaremos la perfección.
Hablando de esta forma, no tardaron en toparse con una enorme masa de agua negra, que impedía al caballo continuar adelante. Sus olas eran tan oscuras que parecían estar hechas de aceite negruzco o de una extraña savia oscura. Nada se reflejaba en aquella agua. Los árboles parecían haber huido de los márgenes por los que discurría. Era como si se hubiera vertido sobre la tierra un enorme cuenco de tinta, o un inmenso caudal de cenizas, o una lluvia torrencial de carbón de todas las clases. ¿Cómo iban a atreverse a abrevar en sus aguas las ovejas y el ganado? Todos los animales temen lo negro. Hasta las picazas y los cuervos se negaban a volar sobre ellas, al percatarse de su extraña opacidad. Los juncales y espadañas habían desaparecido de sus orillas, lo mismo que los arretes de flores silvestres y los retales de hierba verde. En el mundo existe infinidad de lagos, arroyos y ríos de todas formas y tamaños, sin embargo, ¿quién ha visto jamás algo parecido al Río Negro del Oeste?
- ¿Por qué tiene el agua negra? - preguntó el monje Tang a sus discípulos, desmontando del caballo.
- Lo más seguro es que más de uno haya vertido en él barriles enteros de tintura - comentó Ba-Chie.
- O sus pinceles o la tinta de escribir - añadió el Bonzo Sha.
- Dejad de perder el tiempo en especulaciones inútiles - sugirió el Peregrino -. Lo que tenemos que hacer es llevar al maestro a la otra orilla.
- A mí no me costaría gran cosa cruzar este curso de agua - dijo Ba-Chie -. Sólo tendría que montar en una nube y, en menos que uno se traga un grano de arroz, estaría ya en la otra orilla.
- ¡Anda éste! - exclamó el Bonzo Sha -. También yo podría hacerlo e incluso más rápido que tú.
- Es claro que para nosotros no entraña la menor dificultad - confirmó el Peregrino -. Pero no es ése el caso de nuestro maestro.
- ¿Sabéis qué anchura tiene este río? - preguntó Tripitaka.
- Alrededor de diez kilómetros - respondió Ba-Chie.
- Bueno no es tanto como yo creía - afirmó Tripitaka -. ¿Habéis decidido ya quién de vosotros va a cargar conmigo?
- Ba-Chie - contestó el Peregrino, sin rechistar.
- Yo no puedo - se defendió Ba-Chie -. Con él a las espadas no podría elevarme ni tres cuartas del suelo. No en balde afirma el proverbio que «un mortal pesa más que una montaña». ¿Os dais cuenta de lo que ocurriría si llegara a tocar, aunque fuera ligeramente, el agua con el pie? Los dos caeríamos en ella de cabeza.
Mientras discutían de esa forma, vieron acercarse a un hombre montado en un bote pequeño. El monje Tang dio un salto de alegría y dijo:
- Ahí viene la solución a todos nuestros problemas. Pedidle a ese hombre que nos lleve en su barca a la otra orilla.
- ¡Eh, tú, barquero! - gritó el Bonzo Sha con todas sus fuerzas - ¡Pásanos a la otra parte del río!
- Ésta no es una barca de pasajeros - respondió el hombre -, ¿Cómo quieres que cargue con todos vosotros?
- No hay cosa mejor bajo las estrellas que hacer el bien a los demás - afirmó el Bonzo Sha con cierta solemnidad -. Admito que tu barca no sea de pasajeros, pero tampoco nosotros somos personas corrientes. Como habrás observado, pertenecemos a la familia de Buda y vamos en busca de escrituras sagradas por expreso deseo del Emperador de las Tierras del Este. Si accedes a llevarnos a la otra parte del río, gozarás para siempre de nuestra gratitud.
El hombre remó entonces hacia la orilla y, cogiendo el remo en una mano, dijo en tono respetuoso:
- Mi barca es muy pequeña y vosotros sois muchos. ¿Cómo voy a transportaros a todos a la otra orilla?
Tripitaka se acercó a la embarcación y comprobó que se trataba de una simple canoa hecha de un trono horadado de árbol. Difícilmente podían sentarse en él dos personas, aparte del barquero.
- ¿Qué podemos hacer? - preguntó Tripitaka, un tanto desalentado.
- Tendremos que hacer dos viajes - comentó el Bonzo Sha.
- Wu-Ching y tú - sugirió al punto Ba-Chie, dirigiéndose al Peregrino -, quedaos aquí con el caballo y el equipaje, mientras acompaño al maestro a la otra orilla. Después cruzará el Bonzo Sha con todas nuestras cosas. Tú puedes hacerlo por el aire, ¿de acuerdo?
- Me parece perfecto - comentó el Peregrino, sacudiendo la cabeza.
El Idiota ayudó al monje Tang a montar en el barco y el barquero se dispuso a cruzar la corriente de agua. Cuando llegaron justamente al centro del río, se levantó un viento tan huracanado que el agua saltó por los aires, oscureciendo el cielo y sumiendo el sol en una profunda oscuridad. Las olas, de hecho, eran tan altas como edificios más de mil plantas y se adentraban, orgullosas, en el oscuro mundo de las nubes de tormenta. Los remolinos de arena que levantaba eran como saetas que iban, poco a poco, arrancando al sol su luminosidad. A ambos lados del río los árboles se desplomaban, produciendo un ruido desgarrador, que hacía estremecer al mismísimo cielo. Los mares y océanos se vieron forzados a abandonar sus lindes y hasta los dragones tuvieron que abandonar sus mansiones, presa del pánico. Por doquier flotaba el barro y las flores se desvanecían, como seres de otro mundo. El rugido del viento recordaba las tormentas primaverales. Era tan intenso que a veces traía a la mente la fiereza de un tigre atacado por el hambre. Los cangrejos, tortugas, gambas y peces hubieron de abandonar a toda prisa sus guaridas, mientras las aves salvajes veían, desesperadas, cómo sus nidos desaparecían a lomos del viento. Todos los marineros de los Cinco Lagos perecieron en aquel vendaval. Los habitantes de las costas de los Cuatro Mares siguieron mejor suerte, aunque sus vidas se vieron constantemente en peligro. Los barqueros que cruzaban en aquel momento los ríos parecían pajas aventadas por un torrente. ¿Cómo podía ser de otra forma, si hasta los pescadores se veían incapaces de recobrar sus anzuelos? Las tejas y ladrillos abandonaban las casas a las que pertenecían, como si de hijos desagradecidos se tratara, y muchas de ellas se derrumbaban lastimosamente. El huracán era tan fiero que el Cielo y la Tierra se echaron a temblar y el Monte Tai vio sacudidas sus raíces.
Tan formidable viento fue levantado por el barquero, que, en realidad, era un monstruo que moraba en aquel extraño Río Negro. Impotentes el Peregrino y el Bonzo Sha vieron cómo Ba-Chie y el monje Tang se hundían en el agua, junto con la barca y el hombre que la gobernaba. Al poco rato no quedaba de ellos el menor rastro.
- ¿Qué podemos hacer? - exclamaron con dolor, clavados literalmente en la orilla -. A cada paso que da el maestro se topa con una dificultad mayor que la anterior. Apenas acaba de librarse de un monstruo sanguinario y ya está otra vez en manos de una criatura desconocida que mora en estas extrañas aguas negras.
- A lo mejor no se trata de un monstruo y el barco se ha hundido sin más - sugirió el Bonzo Sha -. Es posible que un poco más abajo encontremos rastros de tan peculiar naufragio.
- No lo creo - contestó el Peregrino -. Ba-Chie es un excelente nadador y, si la barca se hubiera simplemente hundido, habría salvado al maestro, trayéndole a la orilla. Creo haber descubierto en ese barquero algo realmente malvado. No me cabe la menor duda de que fue él el que levantó ese viento con el único propósito de arrastrar al maestro hasta su guarida.
- Si tan seguro estabas de ello - le echó en cara el Bonzo Sha -, ¿por qué no lo dijiste? Quédate tú cuidando del equipaje y el caballo mientras me lanzo al agua a ver lo que ha ocurrido realmente.
- No creo que debas hacerlo - le aconsejó el Peregrino -. Tiene un color muy peculiar y puede resultar un poco peligroso.
- No tanto como el Río de Arena, te lo aseguro - replicó el Bonzo Sha -. Estoy capacitado para lanzarme ahí y adonde sea.
No había acabado de decirlo, cuando se había quitado ya la camisa y las medias. Con idéntica rapidez se hizo con su báculo de dominar monstruos y se lanzó valientemente a la corriente. No le costó abrirse camino por el agua, haciéndolo con tanta seguridad como si se hallara en tierra firme. Al poco rato le pareció oír a alguien hablando y dirigió sus pasos al lugar del que provenían las voces. Fue así como descubrió una construcción, en cuya puerta podía leerse escrito en grandes caracteres: «Garganta de Hang - Yang, morada del Dios del Río Negro». Era la voz de tan singular personaje la que decía a sus súbditos:
- He pasado por tiempos realmente difíciles, pero puedo aseguraros que acabo de encontrar algo auténticamente valioso. El monje que he capturado es alguien que se ha dedicado a la práctica de la virtud durante más de diez reencarnaciones seguidas. Con tal de que pruebe un poco de su carne, veré alargada considerablemente mi vida y jamás envejeceré. He estado esperándole durante muchísimo tiempo y hoy, por fin, he visto satisfecho mi sueño. Traed las jaulas de hierro y cocinad al vapor a estos monjes, mientras voy a cursar una invitación a uno de mis tíos, que cumple los años uno de estos días.
Al oírlo, el Bonzo Sha no pudo controlarse y, echando mano de báculo, empezó a aporrear la puerta, sin dejar de gritar:
- ¡Maldito monstruo! ¡Deja en libertad inmediatamente a mi maestro, el monje Tang, y a mi hermano Ba-Chie!
Los diablillos que guardaban la puerta se sintieron tan desconcertados que corrieron a informar a su señor, diciendo:
- ¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!
- ¿Se puede saber de qué desgracia estáis hablando? - les preguntó el monstruo.
- Ahí afuera - contestaron ellos - hay un monje de aspecto muy extraño que no deja de aporrear la puerta de vuestra mansión, exigiendo que pongáis inmediatamente en libertad a esos dos que habéis capturado.
El monstruo ordenó que le trajeran al punto su armadura. Los diablillos se la ajustaron sin pérdida de tiempo y le pusieron en la mano una especie de fusta de acero con el mango hecho a base de algo que recordaba el bambú. Su porte no podía ser más aterrador. Poseía una cara llamativamente cuadrada, unos ojos redondos que emitían unos extraños rayos de mil colores, unos labios muy carnosos y ensortijados, y una boca que recordaba un cuenco de arroz lleno de sangre. Los escasos pelos que cubrían su cuerpo daban la impresión de estar hechos de acero, mientras que sus cabellos parecían de cinabrio. Era la imagen arquetípica de un dios del trueno enfurecido. Su traje había sido confeccionado con hierro y presentaba unos extraños adornos florales. Por contraste, el yelmo que protegía su cabeza era de oro puro y estaba adornado con infinidad de piedras preciosas. Portaba en sus manos una fusta de acero y, al andar, levantaba violentísimos remolinos de viento. Originariamente había sido una criatura acuática, pero aprendió pronto a desenvolverse con inimitable maestría por la tierra firme. Se trataba, de hecho, de una iguana.
- ¿Quién osa apalear de esa forma mi puerta? - bramó la bestia.
- ¡Maldito monstruo! - replicó el Bonzo Sha -. ¿Cómo te has atrevido a secuestrar a mi maestro, haciéndote pasar con ayuda de la magia por un simple barquero? Si quieres seguir con vida, te aconsejo que le dejes inmediatamente en libertad.
- ¡Tú eres el que debieras preocuparte por la tuya! - contestó el monstruo, soltando una sonora carcajada -. No niego que he capturado a tu maestro. Al contrario, pongo en tu conocimiento que voy a cocinarle al vapor y voy a servirle después a mis invitados. Pero, para que veas que soy magnánimo, te propongo un trato: si resistes tres ataques, accederé a tus deseos y pondré en libertad a tu maestro. Si no lo logras, también tú terminarás sobre mi mesa. ¿De acuerdo? Te aseguro, por si piensas ganarme, que jamás conseguirás pisar el Paraíso Occidental.
Enfurecido, el Bonzo Sha levantó el báculo y lo dejó caer con todas sus fuerzas sobre la cabeza del monstruo, que logró detener a tiempo el golpe con su fusta de acero. Dio comienzo así una terrible batalla en el fondo de aquel extraño río. Los dos se lanzaron a la lucha con inusitada fiereza, dispuestos a obtener la victoria. No en balde uno era el dios milenario del Río Negro, empeñado en probar la carne de Tripitaka y el otro, un inmortal del Palacio de la Neblina Celeste, comprometido en todo momento a cuidar de la vida del monje Tang. Su encuentro en el fondo del río sólo podía estar inspirado, pues, por un afán de victoria total. Fue tal el ardor que demostraron que las gambas, los cangrejos, las tortugas y los peces huyeron, despavoridos, hacia la rocalla en busca de refugio. Sólo los diablillos que habitaban las aguas se atrevieron a acercarse a ver lo que pasaba, batiendo tambores y lanzando gritos de ánimo a su señor. ¡Qué digna de encomio fue la valentía de que entonces dio muestras el humilde Wu-Ching! Pero, a pesar del agitamiento de olas y de la fiereza desplegada por ambos contrincantes, la batalla se mantuvo equilibrada desde el principio. La fusta y el báculo se medían una y otra vez, sin que ninguno pudiera arrogarse una ventaja efectiva. Pensándolo bien, no podía ser de otra manera, ya que estaba en juego el destino del monje Tang, un hombre virtuoso que se había comprometido a ir al Paraíso de Buda en busca de escrituras sagradas. Más de treinta veces cruzaron sus armas y, al final, el Bonzo Sha se dijo:
- Es increíble la fuerza de este monstruo. Jamás me había hecho frente nadie con tanta efectividad dentro del agua. Creo que lo mejor será que le haga salir del agua, para que el Peregrino acabe con él de un golpe.
No había acabado de pensarlo, cuando se dio media vuelta, aparentando estar al límite de sus fuerzas. El monstruo, sin embargo, renuncio a perseguirle, gritando, satisfecho:
- ¡Márchate, si quieres! Estoy demasiado ocupado con las invitaciones para perder el tiempo contigo.
Hondamente preocupado, el Bonzo Sha saltó del agua y dijo al Peregrino con la respiración entrecortada:
- Esa criatura es de las más crueles que existen.
- ¿A qué familia pertenece? - preguntó el Peregrino -. Me figuro que no tendrás ninguna dificultad en decírmelo, porque has estado ahí abajo yo qué sé la de tiempo. ¿Has conseguido ver al maestro?
- Ahí abajo - explicó el Bonzo Sha - hay una extraña construcción, en cuya puerta puede leerse escrito en grandes caracteres: «Garganta Hang - Yang, morada del Dios del Río Negro». Me llegué hasta ella y oí cómo alguien ordenaba a unos diablillos que metieran en una jaula de hierro a Ba-Chie y al maestro, y los cocinaran al vapor. La bestia parecía interesada en ofrecérselos como banquete de cumpleaños a un tío suyo. Tan descabellado plan me hizo perder la paciencia y me lancé contra la puerta, aporreándola con mi báculo sin para. No tardó en aparecer un terrorífico monstruo con una fusta de acero y un mango hecho con algo que recordaba el bambú. Más de treinta veces medimos nuestras armas, pero su conocimiento de la técnica militar es tan perfecto que no pude obtener ninguna ventaja sobre él. Eso me hizo concebir el plan de aparentar estar al límite de las fuerzas y arrastrarle hasta aquí con el fin de que tú le remataras. Pero es más inteligente de lo que yo creía y se negó a perseguirme, prefiriendo regresar a su mansión a cursar las invitaciones que tenía pensado hacer. Así que no me quedó más remedio que abandonar las aguas.
- ¿Qué clase de monstruo es? - volvió a preguntar el Peregrino.
- Parece una tortuga o algo por el estilo - respondió el Bonzo Sha -. Aunque, pensándolo bien, debe de ser una iguana.
- Me pregunto quién será ese tío del que hablaba - dijo, interesado, el Peregrino.
No había acabado de decirlo, cuando de uno de los meandros que había corriente abajo apareció un hombre, que se arrodilló a considerable distancia, al tiempo que gritaba:
- ¡Gran Sabio! El Dios del Río Negro os saluda respetuosamente.
- ¿Cómo es eso? - exclamó el Peregrino -. No me digas que ese monstruo ha decidido venir a burlarse otra vez de nosotros.
- No, no, Gran Sabio - gritó el hombre, arreciando en sus gritos y en sus
manifestaciones de respeto -. Yo no soy ningún monstruo, sino el auténtico dios de este río. El mes quinto del año pasado, aprovechándose de la marea alta, llegó hasta aquí procedente del Océano Occidental y me retó con insultos y amenazas. Como podéis apreciar, soy una persona débil y entrada ya en años, y me venció con suma facilidad. Tras mi derrota no le costó apoderarse de mi residencia oficial, la Garganta de Hang - Yang, matando a infinidad de criaturas a acuáticas que permanecían fieles a mi autoridad. No me quedó más remedio, pues, que presentar una querella contra él, sin sospechar que el Rey Dragón del Océano Occidental fuera nada más y nada menos que su tío carnal. No es extraño, por tanto, que no quisiera prestar oídos a mi querella, expulsándome de mala manera de su palacio y aconsejándome que dejara el camino libre a su sobrino. Sólo me quedaba acudir al Cielo, pero ¿cómo iba el Emperador de Jade a conceder audiencia a un dios tan insignificante como yo? Cuando más desesperado estaba, oí decir que andabais por aquí y decidí venir inmediatamente a veros. Os suplico, Gran Sabio, que no hagáis oídos sordos a mis quejas y me prestéis toda la ayuda que preciso para vengar la afrenta de la que he sido objeto.
- O sea - concluyó el Peregrino - que, según tú, el Rey Dragón del Océano Occidental es culpable de colaboracionismo. No sé si lo sabrás, pero ese monstruo acaba de apoderarse de mi maestro y de uno de mis hermanos con la intención de cocinarlos al vapor y ofrecérselos a su tío como regalo de cumpleaños. Ha sido una suerte que hayas aparecido en el momento más oportuno. Si no te importa, quédate aquí vigilando con el Bonzo Sha, mientras voy en busca del Rey Dragón. Espero que no se niegue a poner orden; de lo contrario, puede salir él mismo bastante malparado.
- No sabéis cuánto os lo agradezco, Gran Sabio - exclamó, emocionado, el Dios del Río.
El Peregrino montó en una nube y se dirigió directamente al Océano Occidental. No tardó en llegar a su destino y, tras hacer el signo para separar las aguas, se adentró en ellas con la misma facilidad que si se encontrara en tierra firme. Al poco tiempo vio surgir de las profundidades un pez negro que llevaba una pequeña caja de oro. El Peregrino cogió la barra de hierro y le asestó un golpe terrible en la cabeza. Fue tan certero que se le desencajaron las mandíbulas y se salieron los sesos, convirtiéndose en un cadáver, que arrastraron, inmisericordes, las olas. El Peregrino abrió la caja y vio que en su interior había una invitación, que decía:
Vuestro indigno sobrino, la Iguana Limpia, toca, en señal de respeto, cien veces seguidas el suelo con la frente y os hace llegar todo el cariño que siente por tan respetable señor. Son tantos los beneficios que de vuestra generosidad he recibido no podré devolvéroslos, aunque viva más de mil existencias. La suerte, sin embargo, me ha sonreído últimamente, trayéndome ante mi puerta a dos monjes procedentes de las Tierras del Este. Se trata de especimenes únicos en el mundo y no he creído conveniente disfrutar yo solo de ellos, particularmente sabiendo que vuestro cumpleaños está cerca. He decidido, por tanto, ofrecéroslos en un banquete, pues no dudo que su carne tiene la virtud de aumentar en más de mil años la vida de quien tenga la suerte de probarla. Espero tener el honor de gozar del placer de vuestra compañía.
- ¡Qué tipo! - exclamó el Peregrino, sonriendo -. ¡Menos mal que este escrito ha caído primero en mis manos; si no, estaba aviado!
Metió la invitación en una de las mangas y continuó caminando. No tardó en ser avistado por un yaksa que se hallaba patrullando las aguas. A toda prisa regresó al Palacio de Cristal de Agua a informar al señor:
- Acaba de llegar el Gran Sabio, Sosia del Cielo.
El Dragón Ao - Jun se levantó al punto del trono y salió, seguido de todos los suyos, a dar la bienvenida a tan distinguido visitante.
- Pasad, Gran Sabio, y tomad asiento - dijo en tono cortés -. Me gustaría tomar el té juntos.
- Yo - replicó el Peregrino - aún no he probado vuestro té, mientras que vos habéis saboreado ya mi vino.
- ¡Vamos, Gran Sabio! - exclamó el dragón, sonriendo -. Vos sois ahora un servidor de Buda y no os está permitido probar ni licor ni carne. ¿Se puede saber cuándo me habéis invitado a beber?
- No he querido decir que hayamos bebido juntos - explicó el Peino -, sino que habéis cometido un crimen, de alguna manera, relacionado con la bebida.
- ¿De qué se trata? - preguntó el dragón, alarmado.
Ni ti corto ni perezoso, el Peregrino sacó la invitación y se la puso en sus manos. El dragón la leyó a toda prisa y sintió cómo le abandonaban las fuerzas. En el culmen de su abatimiento se dejó caer de rodillas y empezó a golpear el suelo con la frente, al tiempo que decía:
- ¡Perdonadme, Gran Sabio! El autor de esa carta es el noveno hijo de mi hermana. Su padre cometió un error de cálculo a la hora de dejar sueltos los vientos y esparcir la lluvia, por lo que fue condenado por los jueces celestes a morir decapitado en un sueño a manos de Wei Cheng. Mi hermana no tenía adónde acudir y yo me hice cargo de ella. Hace dos años cogió una extraña enfermedad y murió dejando huérfano a ese pobre muchacho. Como no tenía ningún feudo, aconsejé que fuera al Río Negro y allí se dedicara a la práctica de la virtud, para que pudiera convertirse en un auténtico inmortal. Jamás sospeché que pudiera cometer crímenes tan espantosos como los que aquí se mencionan. Ahora mismo voy a enviar a alguien a arrestarle.
- ¿Cuántos hijos tuvo vuestra hermana? - preguntó el Peregrino ¿Se ha convertido alguno en monstruo a lo largo de estos años?
- En total trajo al mundo nueve - contestó el dragón - y puedo aseguraros que ocho son virtuosos en extremo. El mayor, llamado Pequeño Dragón Amarillo, habita en el Río Hwai; el segundo que responde al nombre de Pequeño Dragón Negro, vive en el Río Chi, el tercero, el Dragón de la Espalda Azulada, mora en el Río Yang - Tse; el cuarto, el Dragón del Vello Rojo, tiene establecida su morada en el Río Amarillo; el quinto, el Dragón Infructuoso, es el encargado de tañer la campana al Patriarca Budista; el sexto, por su parte, el Dragón de la Bestia Acostada, tiene la responsabilidad de proteger los aleros del palacio del Patriarca Taoísta; el séptimo, el Dragón Respetuoso, tiene a su cargo la protección de los arcos conmemorativos del Emperador de Jade; y, por último, el octavo, el Dragón Serpiente de Mar, reside en el palacio de mi hermano mayor, estando encargado de proteger el monte Tai - Yüar, que se alza en la provincia de Shanshi. A su noveno hijo ya le conocéis: el Dragón Iguana. En principio no le fue asignado ningún cargo oficial, motivo por el que, como acabo de deciros, fue enviado al Río Negro a perfeccionar su naturaleza mortal. Tenía pensado trasladarse a un puesto de mayor responsabilidad, en cuanto hubiera avanzado lo suficiente por ese camino. Lo que no imaginé jamás es que fuera a desobedecerme, ofendiéndoos de la forma en que lo ha hecho.
- ¿Cuántos esposos tuvo vuestra hermana? - preguntó el Peregrino, sonriendo con cierta malicia.
- Sólo uno - respondió Ao - Jun -, el Dragón del Río Ching, que, como acabo de informaros, murió decapitado. Durante toda su viudez mi hermana residió conmigo, muriendo alrededor de hace dos años.
- ¿Cómo es posible que de una esposa y un marido haya salido una descendencia tan distinta y variopinta? - inquirió el Peregrino.
- Eso es precisamente lo que afirma el proverbio - contesto Jun -: «Un dragón puede tener hasta nueve hijos tan diferentes entre sí como el sol y la luna».
- He confesar - reconoció el Peregrino - que estaba tan furioso que ahora mismo iba a presentar una querella contra vos ante la Corte Celestial, aportando esta invitación como prueba. Tenía pensados ya los de conspiración y secuestro. Ahora veo que la culpa no es vuestra, de ese jovenzuelo, que se ha negado abiertamente a obedecer vuestras órdenes. Por esta vez os perdono, habida cuenta de la amistad que me une a vos y a vuestros hermanos y considerando, además, que ese dragón es joven y, por lo que se ve, bastante irreflexivo. Sin embargo, es preciso que enviéis cuanto antes a alguien a arrestarle y a liberar a mi maestro. Cuando lo hayáis hecho, decidiremos el siguiente paso a seguir.
Ao - Jun mandó venir al príncipe Mo - Ang y le ordenó:
- Coge a quinientos de nuestros mejores soldados y parte inmediatamente a arrestar a la iguana. Mientras lo haces, que alguien prepare un banquete para el Gran Sabio. No en balde le debemos una disculpa.
- No necesitáis ser tan cortés conmigo - replicó el Peregrino -. Ya os he dicho que no siento hacia vos la menor animadversión. No es preciso, por tanto, que os molestéis. Creo que lo mejor será que acompañe a vuestro hijo, pues estoy muy intranquilo por la suerte de mi maestro. Eso sin contar con que uno de mis hermanos me está esperando.
El dragón insistió en lo del banquete, pero, al comprender que el Peregrino estaba dispuesto a marcharse, ordenó a una de sus hijas que trajera un poco de té. Era muy aromático y el Peregrino no pudo resistirse a una taza. Tras despedirse del viejo dragón, se dirigió hacia Río Negro, acompañado de Mo - Ang, llegando en un abrir y cerrar ojos a sus orillas.
- Tened cuidado, príncipe - le aconsejó el Peregrino -. Mientras cumplís con vuestro deber, yo voy a salir del agua.
-No os preocupéis por mí, Gran Sabio - trató de tranquilizarle Mo - Ang -. En cuanto haya arrestado a ese monstruo, le conduciré a vuestra presencia y vos mismo os encargaréis de juzgarle. De todas formas, prometo no regresar al lado de mi padre, hasta que no haya puesto en libertad a vuestro maestro. Satisfecho de su forma de hablar, el Peregrino se despidió de él y, tras hacer con los dedos un signo para apartar las aguas, saltó a la margen oriental del río, donde fue recibido por el dios y el Bonzo Sha, que preguntó, sorprendido:
- ¿Cómo es que partisteis por el aire y ahora regresáis por el agua?
El Peregrino sonrió y les explicó cómo había dado muerte al pez mensajero, cómo se había hecho con la invitación, cómo había puesto en evidencia al Rey Dragón y cómo había conseguido que éste mandara una expedición de castigo. El Bonzo Sha estaba fuera de sí de contento y se puso a esperar, impaciente, la vuelta de su maestro.
El príncipe Mo - Ang, mientras tanto, envió un soldado al palacio del monstruo a decirle:
- Acaba de llegar el príncipe Mo - Ang por encargo del respetable Rey Dragón del
Océano Occidental. El monstruo estaba sentado en el interior y, al oír tan inesperado anuncio, se dijo:
- ¡Qué raro! Por medio de uno de mis peces negros envié una invitación a mi tío y todavía no he obtenido ninguna respuesta. ¿Por qué habrá enviado a uno de mis primos, en vez de venir él personalmente?
Mientras deliberaba consigo mismo de esa forma, se presentó uno de los diablillos que se hallaban patrullando el río y le informó, sobresaltado:
- Hay acampado un ejército al oeste de vuestro palacio. Según parece, pertenece a vuestra familia, porque en uno de los estandartes puede leerse con toda claridad: «Mariscal Mo - Ang, príncipe heredero del Océano Occidental».
- ¡Cuidado que es engreído este primo mío! - exclamó el monstruo -. Me figuro que su padre está muy ocupado y, por eso, ha enviado a ese fantoche. Sin embargo, no
comprendo por qué ha venido acompañado de todos sus soldados y guerreros. Al fin y al cabo, se trata simplemente de un banquete. Por fuerza tiene que existir alguna otra razón. Opino que, por si acaso, no estaría de más que me trajerais la armadura y la fusta de acero. Quien comanda un ejército siempre termina lanzando sus huestes al ataque. Voy a salir a darle la bienvenida y a ver qué es lo que, en definitiva, quiere.
Sin que nadie les dijera nada, los diablillos se aprestaron también para la lucha. En cuanto abrieron las puertas del palacio, la iguana comprobó que, en efecto, a la derecha del mismo había acampado un ejército de bravos soldados marinos. Los estandartes ondeaban al ritmo que les marcaban las aguas, las lanzas formaban un bosque de acero, las espadas reflejaban la luz que llegaba hasta aquellas profundidades, los arcos recordaban la curvatura de la luna, las flechas destacaba como dientes de lobos hambrientos, las enormes cimitarras emitían rayos que se adivinaban mortales, y las porras daban cuenta de su acerada efectividad. El ejército estaba compuesto por serpientes marinas ostras, ballenas, cangrejos, tortugas, gambas y peces de toda clase y tamaño. Su porte era marcial y mostraban, orgullosos, sus mortíferas y bien cuidadas armas. Su formación era tan perfecta que ninguno sobresalía un solo milímetro de los demás.
Impertérrita, la iguana se dirigió hacia la entrada del campamento y levantando la voz, dijo:
- Vuestro primo os da la bienvenida y os suplica respetuosamente le hagáis el honor de compartir su humilde morada.
Uno de los caracoles que se hallaba de patrulla corrió a la tienda del joven dragón a informarle:
- La iguana está ahí fuera, llamándoos a voz en grito, majestad.
Tras ajustarse el casco de oro y el cinturón de jade, el príncipe tomó su garrote de tres picos y, dando grandes zancadas, salió a la puerta del campamento, donde preguntó en tono arrogante:
- ¿Se puede saber para qué me has mandado salir?
- Esta mañana - contestó la iguana, inclinando la cabeza - envié a vuestro padre una invitación y doy por supuesto que, al ser muchas sus obligaciones, os ha enviado a vos en su lugar. Sin embargo, ¿por qué habéis traído a vuestras tropas, si se trata simplemente de un banquete? Perdonadme, pero no acabo de entender por qué, en vez de entrar en mi humilde palacio, acampáis delante de él. Es más, salís a mi encuentro con la armadura ceñida y un arma mortal en vuestras manos. ¿A qué obedece semejante despliegue de fuerza?
- ¿Quieres decirme qué te indujo a invitar a venir a tu tío? - preguntó, a su vez, el príncipe.
- Por supuesto que sí - respondió la iguana -. A él le debo cuanto soy y eso es algo que no olvidaré jamás. Además, hace muchísimo tiempo que no le veo y quería expresarle todo el cariño que por él siento, invitándole a participar de lo único valioso que poseo. El caso es que ayer cayó en mi poder un monje procedente de las Tierras del Este, que, según tengo entendido, se ha dedicado a la práctica de la virtud durante diez reencarnaciones seguidas. Es tan especial que, si alguien prueba su carne, verá alargada considerablemente su vida. Ése es el motivo por el que deseaba ofrecérsele a mi respetable tío con motivo de su cumpleaños.
- ¡Cuidado que eres irresponsable! - le echó en cara el príncipe -. ¿Sabes quién es ese monje?
- Sí - admitió la iguana -. Proviene de la corte de los Tan y se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras sagrada
- Ya veo que conoces algo de él - comentó el príncipe -. Pero ¿qué me dices de sus
discípulos?
- Uno se llama Chu Ba-Chie y tiene el morro muy protuberante - contestó el monstruo . Ha caído también en mí poder y tenía pensado servirle al mismo tiempo que al monje Tang. Otro responde al nombre de Bonzo Sha, un tipo cetrino y de aspecto un tanto siniestro, que posee un báculo muy especial. Precisamente vino a exigirme ayer liberación de su maestro y le eché del río a cajas destempladas. Me bastaron unos cuantos golpes de esta fusta para hacerle huir como un cobarde. ¿Quieres explicarme qué tienen de especial esos dos tipos?
- ¡Qué mal informado estás! - exclamó, despectivo, el príncipe - El monje Tang tiene otro discípulo; el Gran Sabio, Sosia del Cielo, un inmortal de la Gran Mónada, que hace aproximadamente quinientos años sumió el Palacio Celeste en una gran confusión. Ahora se ha convertido en el guardián del monje Tang en su intento de llegar al Paraíso Occidental y hacerse con las escrituras sagradas. Actualmente responde al nombre de Peregrino Sun Wu-Kung, pues fue convertido personalmente por la misericordiosa bodhisattva Kwang-Ing, que habita en la Montaña Potalaka. ¿Cómo se te ha ocurrido hacer lo que has hecho? ¿Acaso no sabes que el Peregrino Sun acabó con tu mensajero, tomó la invitación y la llevó personalmente al Palacio de Cristal de Agua, acusándonos a mi padre y a mí de conspiración y secuestro? Te aconsejo, por tanto, que dejes marchar a Ba-Chie y al monje Tang, para que el Gran Sabio Sun olvide sus querellas y la paz pueda seguir reinando en estas aguas. Si quieres seguir con vida, bastará con que le pidas disculpas. Te aseguro que, si te niegas a hacerlo, serás arrojado del lugar que ahora habitas y caerás en poder de la muerte.
- ¿Cómo te atreves a decirme eso tú, que perteneces a mi misma familia? - bramó el monstruo, enfurecido -. ¡Es increíble que te pongas de parte de alguien totalmente ajeno a nosotros! ¡Estás loco, si crees que voy a dejar marchar al monje Tang así como así! ¿Cuándo se ha visto en el mundo semejante cosa? Es posible que ese tan Sun Kung te produzca un miedo terrible, pero ¿quién te ha dicho que yo sea tan cobarde como tú? Si posee tantos poderes como afirmas, que venga aquí y lo demuestre. Te prometo que, si me resiste tres ataques, pondré inmediatamente en libertad a su maestro. Pero, si falla, que se vaya despidiendo de esta vida, porque le echaré también el guante y le cocinaré después al vapor. Te aseguro que esta vez no enviaré ninguna carta a mis parientes. ¿Quién me mandará invitar a quien no sabe apreciar lo que vale un banquete? Cerraré las puertas de mi palacio y ordenaré a mis subalternos que canten y bailen, mientras yo ocupo el puesto de honor y como lo que me dé la gana. ¡Nadie me impedirá jamás que pruebe la carne de ese monje!
- ¡Monstruo ignorante! - exclamó el príncipe -. Jamás he visto a nadie más inconsciente que tú. ¿Qué quieres? ¿Enfrentarte cara a cara con él?
- ¿Piensas que iba a ponerme a temblar? - replicó el monstruo. Se volvió después a sus subordinados y les ordenó -: ¡Traedme la armadura!
Los diablillos que estaban tanto a su derecha como a su izquierda le ajustaron la armadura y le hicieron entrega de la fusta de acero. Viendo que todo era inútil, los dos primos se dieron la vuelta y ordenaron a los suyos que hicieran sonar los tambores. La batalla que a continuación tuvo lugar fue totalmente diferente de la que horas antes había protagonizado el Bonzo Sha. Las banderas y estandartes ondeaban, orgullosos, compitiendo en gallardía con las lanzas y hachas de guerra. Las puertas del palacio se abrieron de par en par, mientras se levantaba a toda prisa el campamento. La iguana y el príncipe Mo - Ang no tardaron en medir la fuerza de sus armas. Enardecidos por el bramido de los cañones y el continuo batir de los tambores, las fuerzas fluviales se enfrentaron en fiera batalla con las marítimas. Las gambas lucharon contra las gambas, los cangrejos se enfrentaron a los cangreja ballena tragó a la carpa rojiza, la brema acabó con el atún 3, el tiburón devoró al mújol y la caballa, horrorizada, se dio a la fuga, la ostra se apoderó de la almeja y, al verlo, el mejillón se puso a temblar. Los bigotes de la pastinaca se mostraron tan duros y efectivos como una barra de acero. El pez espada no le iba a la zaga con su afilado apéndice, que recordaba una cuchilla bien afilada. El esturión perseguía a la anguila, mientras el salmonete trataba de dar caza a la sardina. Las aguas del río bulleron con los continuos ataques de seres que debían considerarse como hermanos. El fragor de la batalla era tal que las olas crecieron considerablemente de altura. Entre todos los guerreros sobresalía, por su poder, el príncipe Mo - Ang, fuerte como el mismo Indra. Dando un grito, descargó un golpe terrible sobre la iguana, que había osado desafiar los designios del Cielo.
El príncipe había hecho un falso amago de huida y el monstruo se había lanzado inmediatamente en su persecución. Pero el hijo del dragón se había dado la vuelta al poco y había descargado sobre el brazo derecho de la bestia un golpe que le había derribado de inmediato al suelo. No contento con eso, le había propinado un segundo golpe que le había hecho rodar como una fruta madura. Los guerreros marinos no tuvieron más que atarle las manos a la espalda, agujerearle el esternón y cargarle de cadenas. De esta forma fue conducido hasta la orilla, para que le viera el Peregrino Sun.
- Gran Sabio - gritó, satisfecho, el Príncipe Dragón -, como os había prometido, acabo de capturar a la iguana. Decidid ahora lo que ha de hacerse con ella.
El Peregrino pareció meditar durante unos segundos lo que iba a decir y, dirigiéndose al monstruo, afirmó con voz solemne:
- No hiciste caso a lo que se te ordenó. Cuando tu respetable tío te dio permiso para vivir en este lugar, lo hizo con la intención de que te dedicaras a la práctica de la virtud y pudiera después confiarte un puesto de mayor responsabilidad. ¿Por qué expulsaste al dios del río de su palacio, maltratando a cuantos se opusieron a tus pretensiones? ¿Cómo se te ocurrió valerte de la magia para engañar a mi maestro? Merecías que te apaleara con esta barra de hierro. Es tan pesada que bastaría un simple golpecito para acabar con tu vida. Sin embargo, quisiera preguntarte antes algo. ¿En dónde has encerrado a mi maestro?
- No tenía ni idea de vuestra justa fama, Gran Sabio – contestó la iguana, golpeando respetuosamente el suelo con la frente - La verdad es que parece como si hubiera perdido el juicio. Ya veis, hace un momento me he enfrentado con mi primo, desoyendo a la moralidad y a la razón. Jamás olvidaré el gesto que habéis tenido conmigo, al perdonarme la vida. Vuestro maestro se encuentra atado en el interior de mi palacio. Si me libráis de estas cadenas, prometo ir a liberarle, considerándome honrado de poder devolvérosle sano y salvo.
- No accedáis a esa petición, Gran Sabio - le aconsejó el príncipe Mo - Ang -. Es un monstruo para el que la palabra honor no encierra ningún sentido. Si le dejáis en libertad, maquinará algo realmente terrible.
- Yo conozco bien su palacio - dijo el Bonzo Sha -. Si queréis, puedo ir a buscar al maestro.
El Peregrino no tuvo nada que objetar. El Bonzo Sha saltó a las aguas seguido del dios del río y entraron juntos en el antiguo palacio del monstruo. Las puertas estaban abiertas de par en par. Todos los diablillos parecían haber desaparecido. Penetraron en el salón principal y vieron al monje Tang y a Ba-Chie con las manos atadas a espalda y totalmente desnudos. El Bonzo Sha desató a toda prisa al maestro, mientras el dios del río hacía otro tanto con Ba-Chie. Cargaron después con ellos y se lanzaron hacia la superficie. En cuanto Ba-Chie vio en la orilla al monstruo cargado de cadenas, levantó el tridente, gritando furioso, con ánimo de acabar con él:
- ¡Maldita bestia! ¿Todavía quieres devorarme?
Afortunadamente el Peregrino se lo impidió, diciendo:
- No le mates. Hazlo por Ao - Jun y su hijo.
Me temo que no puedo quedarme más tiempo a vuestro lado - dijo el príncipe Mo - Ang, después de darle las gracias -. Vuestro maestro ha sido felizmente liberado y debo volver junto a mi padre con el prisionero. Aunque vos os habéis mostrado misericordioso con él, no dudo que mi padre le dará un castigo ejemplar. Os mantendremos informados al respecto, Gran Sabio. No podéis figuraros cuánto nos ha afectado este incidente.
- Está bien - concluyó el Peregrino -. Puedes marcharte cuando quieras. Saluda en mi nombre a tu padre y dale las gracias por su inestimable cooperación.
En un abrir y cerrar de ojos el príncipe se lanzó a las aguas, seguido del prisionero y de todas sus huestes. Mientras regresaban a toda velocidad al Océano Occidental, el Dios del Río Negro se volvió hacia el Peregrino y le dio las gracias, diciendo:
- Estoy en deuda con vos, Gran Sabio, por haberme devuelto mi reino de agua.
- Veo que todavía continuamos en la orilla oriental - comentó el monje Tang con sus discípulos -. ¿Podéis decirme cómo vamos a cruzar a la otra margen?
- No os preocupéis por eso - le aconsejó el dios del río -. Montad en vuestro caballo y seguidme. Con vuestro permiso voy a abrir un sendero en las aguas, para que podáis vadearlas con seguridad.
El Maestro se encaramó en el caballo blanco, mientras Ba-Chie asía las riendas, el Bonzo Sha cargaba con el equipaje y el Peregrino cerraba la marcha. El dios del río hizo un gesto mágico y al instante el agua se detuvo, formando una gran muralla y permitiendo a los viajeros atravesar el cauce a pie enjuto. De esta forma, lograron llegar sanos y salvos a la orilla occidental. Tras dar las gracias a la deidad acuática, prosiguieron, sin más, su camino. Fue una suerte que el cauce del Río Negro se volviera tan sólido como un camino empedrado, porque eso permitió al maestro Zen reanudar su marcha hacia el Oeste.
No sabemos cómo se las arreglaron para contemplar el rostro de Buda y hacerse con las escrituras. Quien desee enterarse tendrá que escuchar lo que se dice en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XLIV
EL DHARMA HACE FRENTE A UNA FUERZA TERRIBLE, LOS DEMONIOS Y DIABLILLOS CRUZAN UN PASO DE MONTAÑA
No se detienen en su camino hacia el Oeste, decididos a hacerse con las escrituras y obtener, así, la libertad auténtica. No parece importarles que las pruebas sean muchas y su fama sea incrementada con cada paso que dan. Los días se suceden con la rapidez de liebres que corren o picazas que huyen. Las flores se van marchitando y los pájaros dejan de cantar, dando paso a una nueva estación. En un simple grano de polvo el ojo es capaz de descubrir más de tres mil mundos diferentes, pero a los Peregrinos no parece importarles. Con tal de ver cumplido su sueño, no dudan en alimentarse del viento y descansar sobre el rocío. Lo más desesperante es que no saben cuándo lo verán hecho realidad.
Decíamos que, en cuanto cruzaron el Río Negro, el maestro y sus discípulos prosiguieron su marcha hacia el occidente, enfrentándose al rigor del viento y a la cegadora luminosidad de la nieve. La luna los arropaba con cariño y las estrellas parecían querer abrigarlos. Eso les dio nuevos ánimos para seguir adelante y no tardó en llegar de nuevo la primavera. El año nuevo 1 hizo su aparición, puntual, y todo pareció revivir de pronto. Los cielos parecían formar parte de una pintura cargada de luz y la tierra se vio cubierta del delicado brocado de las flores. La nieve se derretía sobre los ciruelos y el firmamento se veía surcado por infinitos rebaños de nubes. El hielo se iba fundiendo y la montaña era surcada por incontables torrenteras. Por doquier comenzaban a germinar las semillas. Una vez más se hacia realidad el dicho de que, cuando hace su aparición el dios del año nuevo, el de los bosques revive de su letargo. La brisa esparce entonces el aroma de las flores y las nubes no se oponen a que la luz solar las traspase con toda su pureza. Los sauces muestran en toda su pujanza la frágil curvatura de sus verdes ramas y la lluvia se encarga de ir sembrando la vida por donde pasa. Adondequiera que se dirija la vista se aprecia la pujanza de la primavera.
El maestro y los discípulos estaban gozando de la belleza del paisaje, cuando oyeron un grito tan fuerte que parecía emitido por más de diez mil gargantas. Tripitaka Tang se sintió tan sobrecogido que tiró al punto de las riendas y se negó a seguir adelante. Se volvió hacia Wu-Kung y le preguntó, temblando de pies a cabeza:
-¿Sabes de dónde proviene ese estruendo?
- Parece como si la tierra se hubiera abierto, de pronto, y se hubiera tragado todas las montañas que hay por aquí cerca - comentó Ba-Chie.
- A mí me parece, más bien, un trueno - dijo, a su vez, el Bonzo Sha.
- Pues yo creo que se trata de voces humanas o de relinchos de caballos - afirmó Tripitaka.
- Me parece que ninguno habéis dado en el clavo - dijo el Peregrino, sonriendo -. Deteneos aquí, mientras yo voy a echar un vistazo.
No había acabado de decirlo, cuando dio un gran salto y se elevó por los aires. Miró en todas las direcciones y no tardó en descubrir una ciudad protegida por un foso. Aguzó aún más la vista y vio que sobre ella descansaba un aura de beatitud.
- ¡Qué raro! - se dijo el Peregrino -. ¿Cómo es posible que surjan de ahí esos gritos, si no se trata de un lugar maldito? Además, no se aprecian estandartes ni lanzas, por lo que hay que concluir que ese ruido no proviene del rugir de los cañones. ¿A qué se debe tanta algarabía?
Mientras calibraba todas esas posibilidades, vio a un grupo considerable de monjes, que estaba tratando de subir una carreta, al parecer muy pesada, por una empinada pendiente, que había fuera de las puertas de la ciudad. Con el fin de empujar todos al mismo tiempo, repetían al unísono el nombre del Bodhisattva Poderoso y ésas eran, precisamente, las voces que tanto habían sobrecogido al monje Tang.
El Peregrino descendió de la nube en la que se había sentado para ver con más claridad y comprobó que la carreta estaba llena de maderas, tejas, ladrillos, adobes y cosas por el estilo. La pendiente era muy pronunciada y el camino por el que trataban de conducir la carreta discurría por entre dos enormes moles de piedra, que hacían extremadamente difícil la marcha. Los esfuerzos de los monjes parecían, en verdad, condenados al fracaso. Había, sin embargo, otro dato que llamó poderosamente la atención del Peregrino: el día era muy cálido y resultaba normal que la gente vistiera sus ropas más livianas, pero aquellos monjes ¡sólo lucían harapos! El Peregrino jamás había visto monjes más pobres.
¡Qué extraño! - volvió a decirse -. Por fuerza tienen que estar reparando un monasterio y no han podido encontrar a nadie que los ayude, quizás porque es la época de la siega y todo el mundo está trabajando en sus campos.
Mientras cavilaba de esta forma, vio salir de la ciudad a dos taoístas jóvenes. En la cabeza lucían unos gorros tan luminosos como estrellas, vestían unas túnicas llenas de bordados, calzaban unas botas con la parte superior de seda y llevaban ceñida la cintura con unas fajas de seda de la mejor calidad. Sus rostros, redondos como la luna llena, exudaban salud por todos sus poros. Su prestancia era tal que parecían, de hecho, criaturas procedentes del Paraíso de Jade.
Lo más desconcertante, sin embargo, fue que, cuando los monjes vieron a los dos taoístas, se pusieron a temblar de miedo, redoblando desesperadamente sus esfuerzos por hacer entrar la carreta en la ciudad. Cayendo en la cuenta de lo que sucedía, el Peregrino exclamó, indignado:
- ¡Eso lo explica todo! Había oído decir que en la ruta hacia el Oeste existía un lugar en el que el taoísmo goza de todos los privilegios, mientras que al budismo se le niega el simple derecho a la existencia. Creo que, sin quererlo, hemos dado con él. Debo informar inmediatamente al maestro de todo esto. Sin embargo, con el fin de evitar interpretaciones erróneas, es preciso que investigue con más detenimiento lo que aquí está ocurriendo. Voy a bajar a preguntarles. No hay mejor método de averiguar la verdad que interrogar directamente a las partes implicadas.
Bajó de la nube y, tras sacudir ligeramente el cuerpo, se transformó en un taoísta mendicante de la Secta de la Verdad Absoluta. En el hombro izquierdo llevaba colgada una cesta de exorcista. Sin dejar de golpear con las manos un pez de madera ni de recitar textos sagrados, se dirigió hacia los dos taoístas y les dijo:
- Este humilde hermano vuestro os presenta sus respetos.
- ¿De dónde venís? - le preguntó uno de ellos, devolviéndole el saludo.
- Ni yo mismo lo sé - respondió el Peregrino -. He recorrido hasta el último rincón de los mares y alcanzado el mismo límite de los cielos. Si me he llegado hasta aquí, ha sido con el único propósito de obtener unas cuantas limosnas. ¿Podríais indicarme qué calle de esta ciudad es la más piadosa y respetuosa con los seguidores del Tao? Me gustaría sentarme en ella y pedir a los viandantes un poco de comida
- ¿Por qué habláis de esa forma tan poco elegante? - le echó en cara uno de los taoístas.
- ¿Qué queréis decir con eso? - volvió a preguntar, sorprendido el Peregrino.
- No hay cosa más carente de elegancia que mendigar la comida que uno se lleva a la boca - contestó el taoísta.
- Los que hemos renunciado a la familia vivimos de la limosna - replicó el Peregrino -. ¿De dónde voy a obtener mi sustento, si renuncio la mendicidad?
- Se ve que venís desde muy lejos y no conocéis nuestra ciudad - dijo el taoísta, sonriendo -. Aquí no sólo son partidarios del Tao los funcionarios tanto civiles como militares, sino que hasta la gente ordinaria, sin distinción de estado o edad, se mata por darnos de comer, en cuanto nos ve. En esta ciudad tenemos asegurado el sustento. Por si esto no bastara, el hombre que la gobierna es extremadamente piadoso y no deja de favorecer a los que nos esforzamos por seguir los senderos del Tao.
- Reconozco que vengo desde muy lejos y que, dados mis pocos años, desconozco cuanto ocurre en esta ciudad - admitió el Peregrino -. ¿Os importaría decirme cómo se llama y explicarme por qué su rey se muestra tan benigno con los que nos hemos entregado en cuerpo y espíritu a la práctica del Tao?
- Esta ciudad es conocida como Reino de la Carreta Lenta y el hombre que se sienta sobre su trono es pariente nuestro - informó el taoísta.
- ¿Queréis decir que un taoísta fue promovido al cargo real? - inquirió el Peregrino con grandes gestos de asombro.
- No, no - contestó el taoísta -. Lo que sucedió fue lo siguiente: hace aproximadamente veinte años esta región se vio azotada por una sequía tan terrible que del cielo no cayó ni una sola gota de lluvia y se secaron todas las plantas, incluido el arroz. Desde el rey hasta el último de sus súbditos elevaban continuas plegarias a los cielos, para que se apiadaran de su desesperada situación. Cuando parecía que todo estaba perdido para siempre, bajaron de lo alto tres inmortales y nos salvaron a todos.
- ¿Tres inmortales? - exclamó el Peregrino -. ¿Quiénes eran?
- Tres de nuestros maestros, por supuesto - explicó el taoísta.
- ¿Cómo se llamaban? - insistió el Peregrino.
- El primero - contestó el taoísta - respondía al nombre de Gran Inmortal de la Fuerza de Tigre; el segundo, Gran Inmortal de la Fuerza de Ciervo; y el tercero, Gran Inmortal de la Fuerza de Cabra.
- ¿Qué clase de poderes mágicos poseían tan destacados maestros? - inquirió, una vez más, el Peregrino.
- Para ellos - explicó el taoísta, condescendiente - producir lluvia era tan fácil como dar palmadas. Podían, además, levantar vientos a voluntad, producir aceite con sólo apuntar con el dedo al agua, y transformar las piedras en oro simplemente con tocarlas. Todo ello lo hacían con la misma rapidez con que uno se da la vuelta en la cama. Con semejantes poderes no les costó mucho hacerse con el genio creador del Cielo y la Tierra, dominando a placer la influencia que sobre todo ejerce en las estrellas y constelaciones. A la vista de cuanto hicieron, no es extraño que el rey haya declarado a todos los taoístas como pertenecientes a una casta real.
- ¡Qué suerte la de ese gobernante! - exclamó el Peregrino -. Con razón afirma el proverbio que «la magia mueve a los señores y ministros». Esos maestros poseen tales poderes que no me extraña que el rey los haya considerado como pertenecientes a su propia casta. ¿Creéis que también yo puedo entrevistarme con ellos?
- Si deseas ver a nuestros maestros - concluyó el taoísta, sonriendo -, puedes hacerlo con toda libertad. Precisamente nosotros somos sus discípulos más aventajados. Eso sin contar con que están tan volcados sobre el mundo taoísta que, si ahora mismo pronunciaras la palabra Tao, saldrían al instante a darte la bienvenida. Para nosotros presentarte a ellos es tan fácil como soplar un poco de ceniza.
- Os lo agradezco de todo corazón - respondió el Peregrino -. Vamos, entremos cuanto antes en la ciudad.
- No sea tan impaciente, por favor - le aconsejó el taoísta -. Siéntate un poco, mientras concluimos el encargo que hasta aquí nos ha traído.
- ¿Qué queréis decir con eso de encargo? - exclamó el Peregrino, escandalizado -. Los que hemos renunciado a la familia somos libres del todo y no tenemos preocupaciones o lazos que nos aten a nada.
- Todo lo que tú quieras - dijo el taoísta, señalando con el dedo al grupo de monjes -, pero vivimos del trabajo que realizan esos de ahí. Es preciso, por tanto, que nos cuidemos de que no se abandonen a la holgazanería.
- Creo que estáis equivocados - comentó el Peregrino, sonriendo -. Por doquier se afirma que budistas y taoístas son hermanos, ya que ambos han renunciado a la familia. ¿Cómo es que ahora trabajan para nosotros? ¿A qué se reduce la hermandad, cuando existe la sumisión?
- No tienes ni idea de lo sucedido en los tiempos de la sequía - dijo el taoísta -. Cuando todos gemíamos por la lluvia, los monjes suplicaban a Buda y los taoístas dirigíamos nuestras plegarias a la Estrella Polar, interesados ambos únicamente en el bien de todo el reino. Lo sutras y los cánticos de los monjes se mostraron totalmente ineficaces, mientras que los nuestros consiguieron su objetivo. En cuanto nuestros maestros hicieron su aparición, se levantó el viento y la lluvia cayó con tal abundancia que las gentes dejaron de preocuparse por su futuro. El trono tomó buena cuenta de lo ocurrido y acusó de ineptitud a los monjes, afirmando que merecían que sus monasterios fueran arrasados hasta los cimientos, sus imágenes de Buda destruidas sin ninguna consideración, y ellos mismos deportados a algún país lejano. Su majestad lo pensó, sin embargo, mejor y nos los entregó como esclavos. Son ellos, de hecho, ahora los que se encargan en nuestros templos de avivar el fuego, barrer los suelos y cerrar las puertas.
Últimamente hemos decidido terminar un edificio que se levanta en la parte posterior de la ciudad, y hemos ordenado, consiguientemente, a estos monjes traer tejas, ladrillos y madera, para poder concluirlo cuanto antes. De todas formas, no nos fiamos mucho de ellos y hemos venido a echar un vistazo, porque, aunque no lo creas, en un principio se negaban a tirar de la carreta. Alguno ha debido de escaquearse. Por eso, hemos traído esta lista.
- Creo que he perdido todo interés en conocer a vuestros maestros - dijo, de pronto, el Peregrino con los ojos anegados en lágrimas.
- ¿Se puede saber por qué? - preguntó el taoísta, sorprendido.
- Muy sencillo - contestó el Peregrino -. Porque, si me he lanzado a recorrer el mundo, ha sido con el propósito de hallar a un familiar.
- ¿De qué familiar se trata? - volvió a preguntar el taoísta.
- De un tío - respondió el Peregrino -. De joven se rapó el pelo y se hizo monje. Hace algunos años el hambre se enseñoreó de nuestra ciudad y él hubo de emigrar a otra parte en busca de limosnas. Desde entonces no hemos vuelto a verle. Soy consciente de las obligaciones que me atan a mis mayores y ése es el motivo que me ha inducido a recorrer el mundo en su busca. Es muy posible que se encuentre entre esos desgraciados de ahí abajo. Si me lo permitís, me gustaría ir a comprobarlo, antes de entrar con vosotros en la ciudad.
- No hay ningún problema - afirmó el taoísta -. Baja tú a pasar lista si quieres. En total tiene que haber quinientos. Mira a ver si tu tío está entre ellos. Si es así, le dejaremos en libertad. No en balde eses tú uno de los nuestros. Si te parece, nosotros nos quedaremos sentados aquí y después entraremos en la ciudad, ¿de acuerdo?
El Peregrino se lo agradeció con grandes aspavientos y se despidió de ellos, no sin antes inclinar ampulosamente la cabeza. Sin dejar de golpear el pez de madera, se dirigió hacia donde estaban los monjes tratando desesperadamente de hacer subir la carreta. Al verle aparecer por el estrecho pasillo que conducía al pie de la ladera, todos se echaron al suelo, diciendo con voz temblorosa:
- Ninguno de nosotros se ha rendido a la indolencia, seguimos siendo quinientos y todos estamos tratando de llevar esta carreta a la ciudad.
- Estos monjes - se dijo el Peregrino con pena - han debido de pasarlo muy mal a manos de esos taoístas. Hasta de alguien tan poco autoritario como yo se asustan. ¿Que harían si se toparan con un taoísta de verdad? Seguro que se morían de miedo.
Se acercó más a ellos y añadió, agitando la mano, para darles confianza:
- Levantaos y no temáis. No he venido a inspeccionar vuestro trabajo, sino con el ánimo de encontrar a un pariente. A1 oír que estaba buscando a un familiar, todos se lanzaron sobre él, estirando la
cabeza y saltando, con la vaga esperanza de que pudieran ser la persona en cuestión.
¿Quién de nosotros es vuestro pariente? - preguntaban, ilusionados.
El Peregrino se les quedó mirando durante un rato y después soltó una sonora
carcajada.
- ¿Por qué os reís de esa forma, si, según parece, habéis sido incapaz de encontrar a la persona que buscáis?
- ¿Queréis saber por qué me río así? - repitió el Peregrino -. ¿De verdad queréis saberlo? Me río, porque, a pesar de vuestra edad, sois tan inmaduros como críos. Vuestro nacimiento se produjo en un momento tan poco favorable que vuestros padres decidieron deshacerse de vosotros, antes de que vuestra mala suerte afectara a toda la familia, incluidos vuestros hermanos y hermanas. ¿Por qué no seguís el camino que conduce a las Tres Joyas ni respetáis las leyes de Buda? ¿Cómo habéis renunciado al recitado de las letanías y a la lectura de los sutras? ¿Por qué servís a los taoístas de buen
grado, aceptando ser esclavos suyos? ¡Es increíble que os sometáis a este trato, como si fuerais vulgares siervos!
- ¿Os estáis burlando de nosotros? - exclamaron, asombrados, los monjes -. Por fuerza tienes que venir desde muy lejos, para no estar al tanto de lo que aquí ocurre. ¿Crees que no presentamos de continuo quejas y súplicas?
- Es verdad que procedo de un lugar muy lejano - reconoció el Peregrino -. Por lo que respecta a vuestras quejas, hasta ahora no he oído ni una sola.
- El señor que rige los destinos de nuestra ciudad es tendencioso y malvado - confesaron de improviso los monjes, echándose a llorar -. Sólo se preocupa de los taoístas y odia a los budistas.
- ¿A qué obedece una actitud tan extraña? - preguntó el Peregrino.
- Hace cierto tiempo - explicaron ellos - este lugar necesitaba con urgencia de lluvia, porque la sequía había destrozado prácticamente todos los campos. De pronto, se presentaron esos tres inmortales, engañaron al rey y le obligaron a derribar nuestros monasterios, prohibiéndonos, al mismo tiempo, regresar a nuestros puntos de origen. Es más, nos negó todos los derechos que, como ciudadanos de este reino, nos correspondían, entregándonos como esclavos a esos falsos maestros. ¡No podéis haceros idea de lo insoportable que es nuestra situación! Si aparece por aquí un taoísta, solicitan una audiencia con el rey y conceden al viajero una sustanciosa suma en metálico. Sí, por el contrario, se trata de un monje, es detenido y enviado al palacio de esos miserables como un simple siervo, sin importarle su edad o que sea ciudadano de otro reino.
- ¿Queréis decir que esos taoístas poseen poderes mágicos especiales, con los que de continuo embaucan al rey? - volvió a preguntar el Peregrino -. Mirándolo bien, producir lluvia es la cosa sencilla más del mundo. Con un simple truco es más que suficiente. ¿Cómo han conseguido engañar durante todo este tiempo a vuestro señor?
- Son maestros en el arte de refinar el mercurio y practicar la meditación - explicaron los monjes -. Si quieren aceite, no tienen más que apuntar al agua, y, si tocan una piedra, al instante se convierte en oro. Su ascendencia sobre el rey es tal que han decidido erigir un templo enorme dedicado a los Tres Puros, en el que poder realizar a sus anchas los ritos en honor del Cielo y la Tierra, entonar ensalmos y leer noche y día las escrituras. Según dicen, eso hará que el rey alcance una edad superior a los diez mil años, cosa que, como comprenderéis, ha complacido sobremanera a nuestro soberano.
- ¡Eso lo explica todo! - exclamó el Peregrino -. ¿Por qué no os habéis escapado y asunto concluido?
- No podemos hacerlo - respondieron los monjes -. Esos inmortales han obtenido permiso del rey para exponer en todos los rincones de su reino nuestros retratos. Aunque su territorio es inmenso, están presentes en los mercados y lugares más concurridos de todas las aldeas, ciudades y pueblos de este malhadado Reino de la Carreta lenta. En la parte de arriba llevan una inscripción en la que se dice que cualquier militar que capture a un monje será ascendido tres grados. Si es una persona vulgar y corriente quien lo hace, será recompensada con cincuenta onzas de plata. Ése es el motivo por el que nunca hemos tratado de escapar. Lo curioso es que no sólo somos los monjes los que tenemos problemas con los militares, sino también los que llevan el pelo corto. Es una auténtica obsesión la que se ha apoderado de este reino. Por todas partes hay espías y soplones, que hacen prácticamente imposible todo intento de fuga. No nos queda, pues, más alternativa que permanecer aquí sufriendo.
- Para vivir así es mejor morir - opinó el Peregrino.
- Muchos de nosotros han muerto ya - confesaron los monjes -. Al principio éramos alrededor de dos mil monjes. Seiscientos o setecientos perdieron la vida, incapaces de aguantar la pena de haber visto esfumarse su libertad, o a causa del frío y de los rigores
del clima. Otros setecientos u ochocientos se suicidaron, y los que quedamos, alrededor de quinientos, simplemente no hemos podido morir.
- ¿Qué queréis decir con eso? - exclamó, sorprendido, el Peregrino.
- Algunos - respondieron los monjes - tratamos de colgarnos, pero las cuerdas se rompieron; otros intentamos abrirnos las venas, pero los cuchillos que teníamos eran demasiado romos; otros nos arrojamos, sin más, al río, pero flotábamos, como si estuviéramos hechos de madera; otros, finalmente, tomamos veneno, pero no nos hizo el menor efecto.
- Debéis consideraros afortunados - afirmó el Peregrino -. Eso quiere decir que el Cielo quería proteger vuestras vidas.
- No habéis estado muy afortunado en vuestra expresión - le recriminaron los monjes -. En vez de vida, deberíais haber dicho tormento. Nuestro alimento se reduce a una simple sopa hecha de salvado. Por la noche descansamos al aire libre, dejándonos caer al suelo, como sacos abandonados. De todas formas, en cuanto cerramos los ojos, vemos a los dioses que están aquí para protegernos.
- ¿Queréis decir que el trabajo del día es tan duro que por la noche veis fantasmas? - inquirió el Peregrino.
- ¡De ninguna manera! - exclamaron los monjes -. No son fantasmas, sino los Seis Dioses de la Luz y las Tinieblas y los Protectores de nuestros monasterios. En cuanto cae la noche, se llegan hasta nosotros y reaniman a los que están a punto de morir.
- No son muy razonables que digamos - comentó el Peregrino -. Lo que tenían que hacer es dejaros morir y permitiros, así, alcanzar cuanto antes el Mundo Superior. ¿A qué viene protegeros de esa forma?
- En nuestros sueños - contestaron los monjes - tratan de animarnos, aconsejándonos que desistamos de buscar la muerte y hagamos todo lo posible por aguantar un poco más, porque no va a tardar en llegar, procedente del Reino de los Gran Tang, de las Tierras del Este, un monje santo que se dirige hacia el Paraíso Occidental en busca de escrituras. Según nos han comunicado los dioses, viaja con él, como discípulo, el Gran Sabio, Sosia del Cielo, que posee enormes poderes mágicos. Pese a todo, se trata de una persona sensible y recta, que vengará todas las injusticias que se cometen en el mundo, protegerá a los que se hallan oprimidos y consolará a los huérfanos y a las viudas. Se nos insta a que esperemos con paciencia su venida, pues desplegará todo su poder, destruirá a los taoístas y hará que las enseñanzas del Zen y de la pobreza absoluta recuperen el lugar de honor que corresponde.
Al oír esas palabras, el Peregrino sonrió y se dijo, complacido:
- No puede decirse que no tenga poderes, cuando hasta los mismos dioses se encargan de ir pregonando por ahí mi fama.
Sin más, se dio media vuelta y, golpeando otra vez con la mano el pez de madera, se dirigió hacia los dos taoístas, que le preguntaron:
- ¿Habéis encontrado a vuestro pariente?
- Sí - contestó el Peregrino, sonriendo con malicia -. Todos esos de ahí abajo son mis familiares.
- ¿Los quinientos? - exclamaron los taoístas -. ¿Cómo es posible que tengáis tantos parientes?
- Cien son vecinos míos, que viven a mi izquierda - explicó el Peregrino -. Otros cien viven a mi derecha. Cien más son familiares míos por parte de mi padre, y otros tantos por la de mi madre. Los cien que quedan son nuestros sirvientes. ¿Satisface eso vuestra curiosidad? Si los dejáis marchar, entraré con vosotros en la ciudad; de lo contrario, jamás pondré el pie en ella.
- ¿Estás bien de la cabeza? - le regañaron los taoístas -. ¡No sabes lo que dices! Esos
monjes son un regalo del rey. Como mucho, podemos dejar en libertad a dos o tres, en cuyo caso habremos de comunicar a nuestros maestros que están enfermos y posteriormente enseñarles el certificado de defunción, para que el asunto quede zanjado para siempre. ¿Cómo vamos a liberar a todos? ¡Es imposible! Eso sin contar con que nos quedaremos sin sirvientes y esclavos, y que hasta la misma corte puede sentirse ofendida. Con toda probabilidad el rey enviará a sus oficiales a ver qué tal marchan las obras y, al comprobar que no hay nadie, se pondrá hecho una fiera. ¿Cómo vamos a dejarlos marchar?
- O sea - concluyó el Peregrino -, que no pensáis ponerlos en libertad.
-No - repitieron ellos.
Tres veces más volvió el Peregrino a hacerles la misma pregunta, aumentando su furia a cada una de ellas. Se sacó entonces de la oreja la barra de hierro, la sacudió ligeramente en la dirección del viento y al punto adquirió el grosor de un cuenco de arroz. Antes de descargarla con todas sus fuerzas sobre las cabezas de los taoístas, la probó con su mano. El golpe fue tan terrible que el cráneo se les quebró, la sangre fluyó en abundancia, saltaron trozos de seso, la piel se les rasgó, el cuello se les rompió y su cuerpo cayó, exánime, al suelo. Al ver desde lejos cómo había acabado con los taoístas, los monjes abandonaron la carreta y corrieron hacia él, sin dejar gritar, alarmados:
- ¡Qué desgracia más grande! ¡Acabáis de matar a alguien de familia real!
- ¿De qué familia real estáis hablando? - preguntó el Peregrino con desprecio.
- Cuando entran en la corte, sus maestros no se inclinan ante el rey, y, cuando la abandonan, ni siquiera se despiden de él - le explicaron los monjes, rodeándole apelotonadamente -. Su majestad se dirige a ellos con los respetuosos nombres de preceptores reales, hermanos mayores y respetables maestros. ¿Cómo podéis afirmar que lo que acabáis de hacer no es algo terrible? Además, ¿por qué los habéis matado, si en nada os han faltado al respeto? Simplemente habían salido a supervisar nuestro trabajo. ¿Qué será de nosotros, si esos inmortales se empeñan en decir que fuimos nosotros los que acabamos con sus vidas? Sintiéndolo mucho, nos vemos en la obligación de entrar en la ciudad e informar a las autoridades de vuestro crimen.
- ¡Dejad de quejaros como plañideras, de una vez! - les urgió el Peregrino -. Yo no soy un taoísta de la Secta de la Verdad Absoluta, sino vuestro libertador.
- Acabas de matar a dos hombres y tienes que pagar por ello - sentenciaron los monjes . No quieras implicarnos también a nosotros. No queremos saber nada de tus afanes libertadores.
- Soy el Peregrino Sun Wu-Kung - declaró entonces él -, discípulo del monje Tang, y estoy aquí para salvaros la vida.
- ¡No, no! - gritaron ellos -. Es imposible. Tú no te pareces en nada al hombre que ha de salvarnos.
- ¿Cómo lo sabéis, si jamás le habéis visto? - replicó el Peregrino.
- En sueños - explicó uno de los monjes - hemos visto a un anciano que se hace llamar la Estrella de Oro del Planeta Venus y nos ha explicado con todo detalle cómo es ese Peregrino Sun. Nos lo ha repetido tantas veces que no podemos fallar. En cuanto le veamos, le reconoceremos sin ninguna dificultad.
- ¿Qué os ha dicho ese anciano? - inquirió, curioso, el Peregrino.
- Que el Gran Sabio posee unos ojos tan vivos que parecen e rayos, unas cejas protuberantes y bien pobladas, una cabeza redonda, un rostro velludo y carente de mentón, unos dientes llamativamente separados, una boca puntiaguda y un carácter juguetón y astuto. Su apariencia es tan extraña como la de un dios del trueno. Es, por otra parte, un experto luchador. Maneja con tal perfección una barra de hierro con los extremos de oro que en cierta ocasión logró dominar con ella todo el Cielo. Ahora, sin
embargo, es un protector de la Verdad y discípulo del monje más virtuoso que imaginarse pueda. Su mayor obsesión, de hecho, es librar de sus angustias a quien se encuentra en peligro.
Al oír esa descripción, el Peregrino se sintió a la vez satisfecho y ofendido. Satisfecho, porque los mismos dioses se habían encargado de extender su fama, y ofendido, porque esos bribones - según su propia manera de pensar - habían revelado a simples mortales su auténtica forma originaria.
- En fin - concluyó, hablando en voz alta -, he de reconocer que mi descripción no concuerda en nada con la del Peregrino Sun. Tengo que confesaros, no obstante, que soy discípulo suyo y, como acabáis de ver, me encanta ir en busca de problemas. Pero, esperad un poco y mirad hacia allí. ¿No es ese que se acerca por allí el Peregrino Sun?
Señaló hacia el este con el dedo y los monjes volvieron, curiosos, la cabeza, momento que aprovechó para recobrar la forma que le era habitual. Los monjes le reconocieron en seguida y, arrodillándose ante él, dijeron, emocionados:
- Os mirábamos con nuestros ojos mortales y éramos incapaces de ver más allá del disfraz que llevabais puesto. Vengad este trato vejatorio y expulsad a nuestros enemigos de esta ciudad, que siempre ha sido nuestra.
- ¡Seguidme! - gritó el Peregrino, y los monjes obedecieron, seguros de la victoria.
Sirviéndose de sus extraordinarios poderes, el Gran Sabio hizo subir por la pendiente la carreta. Pero, antes de llegar a la cima, la abandonó a su suerte y cayó dando tumbos, hasta que se deshizo totalmente tras chocar con una pared rocosa. Los ladrillos, la madera y las tejas quedaron desperdigados por las laderas.
- Ahora dejadme solo - ordenó el Peregrino a los monjes -. Es preciso que no nos vean juntos. Mañana iré a ver al rey y terminaré con esos taoístas.
- No podemos ir muy lejos - dijeron ellos -. Si lo hacemos, los militares nos echarán mano y, tras propinarnos una terrible paliza, nos entregarán a las autoridades. La recompensa nos ha convertido, de hecho, en enemigos de todo el mundo.
- En ese caso - concluyó el Peregrino -, precisáis de una protección especial.
Se arrancó un puñado de pelos, los masticó con cuidado y entregando un trocito a cada uno de los monjes, les ordenó:
- Pegáoslo en la uña del anular y cerrad bien el puño. Podéis i donde buenamente os plazca. Si alguien trata de echaros mano, apretad el puño con fuerza y gritad: «Gran Sabio, Sosia del Cielo». En un abrir y cerrar de ojos, acudiré a vuestro lado.
- Pero si nos vamos lejos de aquí - objetaron algunos -, podréis oírnos. ¿Qué será, entonces, de nosotros?
- No os preocupéis por eso - trató de tranquilizarlos el Peregrino -. Os aseguro que, aunque os encontréis a más de diez mil kilómetros de aquí, no os ocurrirá nada.
Uno de los monjes, que parecía más atrevido que los demás, cerró de improviso el puño y gritó:
-¡Gran Sabio, Sosia del Cielo!
Al instante apareció ante él un dios del trueno con una enorme barra de hierro en las manos. Su apariencia era tan terrible que ni diez mil jinetes se atreverían a hacerle frente. Animados, otros monjes siguieron su ejemplo y de nuevo se produjo el milagro de la aparición de aquellas réplicas exactas del Gran Sabio. Al ver semejante prodigio, los monjes se lanzaron rostro en tierra y exclamaron, agradecidos:
-¡Cuan inquebrantable es vuestra potencia!
- Cuando queráis que desaparezca esta visión - les informó el Peregrino -, no tenéis más que decir « ¡para!» y se desvanecerá al instante en el aire.
Así lo hicieron ellos y se reincorporaron a sus uñas los trocitos de pelo. Reanimados por lo que acababan de ver, los monjes comenzaron a dispersarse en todas las direcciones, pero el Peregrino les aconsejo.
- No vayáis muy lejos y estad atentos a las nuevas de cuanto suceda en la ciudad. Si se proclama un edicto permitiendo a todos lo monjes regresar a ella, hacedlo sin dudar y devolvedme los pelos que os he prestado. ¿De acuerdo?
Los quinientos monjes prometieron regresar y corrieron, alborozados, por donde les vino en gana, por lo que, de momento, no hablaremos más de ellos. Sí lo haremos, en cambio, del monje Tang, que esperaba, impaciente, junto al camino la vuelta del Peregrino. Al ver que no regresaba, ordenó a Chu Ba-Chie que tomara el caballo de las riendas y continuara caminando hacia el oeste. Al poco tiempo se toparon con grupos de monjes, que corrían, alborozados, en todas direcciones; cerca ya de la ciudad, vieron al Peregrino, rodeado de docenas de religiosos, que, al parecer, se negaban a abandonarle. El monje Tang detuvo al punto su cabalgadura y le regañó, diciendo:
- Te envié a investigar de dónde procedía el extraño ruido que oímos. ¿Quieres decirme
por qué no has vuelto a informarme? El Peregrino relató, entonces, lo sucedido y Tripitaka exclamó, sobrecogido:
- ¿Qué podemos hacer ante una situación semejante?
- No temáis, maestro - le aconsejaron los otros monjes -. El Gran Sabio Sun es la reencarnación de un dios y nos protegerá de todo mal con extraordinarios poderes. Nosotros pertenecemos al Monasterio de la Profunda Sabiduría, un edificio construido por orden del padre del actual rey. Si se mantiene todavía en pie es porque en su interior conserva una imagen suya, que nadie se atreve a tocar. Así que, si lo deseáis podéis entrar con nosotros en la ciudad y honrar nuestra humilde residencia con vuestra presencia. El Gran Sabio Sun sabe muy bien lo que tiene que hacer, cuando se dirija a la corte mañana por la mañana.
- Tenéis razón - admitió el Peregrino -. Lo mejor que podemos hacer ahora es entrar con vosotros en la ciudad.